Por las partes más insólitas del planeta contaba Plácido que había paseado. Desde barrios con nombres impronunciables de Pekín a senderos de Tuvalu había recorrido cientos de kilómetros buscando algo desconocido hasta aquel momento que pensaba hallar en algún momento de su vida. No tenía límites más allá de los que delimitaba el preciado dinero que protegía con la ayuda de dos trozos de plástico.
Peinaba su pelo cada mañana con cuatro huesudos dedos de unas manos que cada vez más se asemejaban a ramas de pitosporo. El pulgar lo reservaba para compartir con el mundo su felicidad. Se había convertido, junto con su pálido rostro, en el thumbs up más característico de la pobre parte del mundo en la que había nacido y a la que no contemplaba volver para asentarse... al menos a corto plazo. Para los jóvenes era ejemplo a seguir y una especie de semidiós de este tiempo al tiempo que era motivo de criticismo podrido y envidias por parte de los demás.
Pero con pantalones de pacifista o, en su defecto, los parduzcos que llevan bolsos sobre las rodillas pedía ahora Plácido cada mañana en medio del parque del pueblo a su hija, cuya madre era peruana, que volviese. A pesar de no percibir la presencia de paredes a su alrededor, notaba como su ánimo recientemente iba poco a poco descendiendo como el arroyo que dirige sus aguas sin prisas hacia el río que la naturaleza le marca. Tras más de treinta años pasaba a poseer ahora el hombre paciente decenas de planes precocinados por terceras personas Era tiempo de volver a casa. Era el momento de pelear por el pan.
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