Así que con el mayor de los cuidados, como si se tratase realmente de darle la vuelta a una tortilla de doce huevos, se acercó a la puerta de la sala de estar. Con un tono blanco sábana de hospital y poblada únicamente por cuatro rectángulos y dos cuadrados perfectamente alineados en dos columnas se presentaba frente a él. No era la puerta mágica a la libertad, otra dimensión ni nada que se le pareciese. Él era real. No era parte de una fantasía tradicional, pero percibía, pese a todo, que existía la posibilidad de hallar soluciones al otro lado.
Ciertamente atemorizado e incluso acomplejado tomó asiento. Contempló durante unos segundos la alfombra de pelo de animal primero para a continuación, cuando se dio cuenta de que no debía mostrarse ensimismado, elevar la vista cuidadosamente. Dibujando un abanico sus ojos analizaron paredes pobladas de fotos de tierras y huertos interminables enmarcadas bajo un techo que hospedaba una preciada lámpara con cinco patas que combinaba en tonos a la perfección con el resto de elementos de su entorno. Aspiró un pequeño puñado de aire por la nariz y presionando firmemente con el índice y pulgar derechos se peinó el bigote.
Rodeado exclusivamente de muebles y silencio alzó la barbilla para descubrir lo que ocupaba el terreno más allá de la amplia ventana de esta nueva sala. Carecía de cortinas. Carecía de persianas. Deambuló hacia ella con las manos atrás para encontrar más y más terrenos listos para el cultivo. Pasó la lengua entre sus labios secos. Veintiocho eternos años había tardado en comprender aliviado que solamente podría ayudarse a sí mismo de una forma.