Se movían en una danza macabra, un vals de emociones encontradas donde ninguno de los dos daba el paso definitivo. Ella, con los brazos extendidos en una invitación silenciosa, pero los pies anclados al suelo, temiendo la cercanía que anhelaba. Él, con el corazón a mil, acercándose y retrocediendo como un péndulo, incapaz de cruzar esa delgada línea que los separaba.
Nunca ella pidió, ni él fue capaz de ofrecer. Tenían algo en común: esperar.
Dos almas gemelas, dos piezas de un rompecabezas que encajaban a la perfección. Pero la duda, ese fantasma intangible, había construido un muro invisible entre ellos. Ella, ahogada por el temor al abandono, lo empujaba lejos con cada gesto, con cada palabra. Él, aterrorizado por herirla, se contenía, convirtiéndose en un espectador de su propio amor.
Así pasaron los años, en una danza interminable de acercamientos y alejamientos. Se buscaban en las miradas furtivas, se reconocían en la melodía de una canción, se encontraban en los rincones más insospechados de sus vidas. Pero siempre había una distancia insalvable entre ellos, un abismo que ninguno se atrevía a cruzar.
El tiempo, implacable, fue esculpiendo sus destinos. Ambos encontraron otros brazos, otros cuerpos que los abrazaban y los consolaban. Pero ninguno de esos amores pudo llenar el vacío que había dejado el otro. Seguían amándose en secreto, guardando en sus corazones una llama que nunca se extinguió.
Y así, entre idas y venidas, entre encuentros y despedidas, vivieron una vida entera sin vivirla del todo. Una vida marcada por el qué hubiera sido, por las oportunidades perdidas, por el amor que se escapaba entre los dedos.
Al final de sus días, cuando el cuerpo cedía ante el paso del tiempo, se encontraron una vez más. Sus miradas se cruzaron, y en ellas se reflejaron todos los años de anhelos y desencuentros. Se tomaron de la mano, y por un instante, el tiempo se detuvo. En ese último abrazo, lloraron.
They had something in common
They moved in a macabre dance, a waltz of conflicting emotions where neither of them took the final step. She, with her arms outstretched in silent invitation, but her feet anchored to the ground, fearing the closeness she longed for. He, with his heart racing, swinging back and forth like a pendulum, unable to cross that thin line that separated them.
She never asked, nor was he able to offer. They had one thing in common: waiting.
Two kindred spirits, two pieces of a puzzle that fit together perfectly. But doubt, that intangible phantom, had built an invisible wall between them. She, choked by the fear of abandonment, pushed him away with every gesture, with every word. He, terrified of hurting her, held back, becoming a spectator of his own love.
And so the years passed, in an endless dance of coming closer and moving away. They sought each other in furtive glances, they recognized each other in the melody of a song, they found each other in the most unsuspected corners of their lives. But there was always an unbridgeable distance between them, an abyss that neither dared to cross.
Time, implacable, sculpted their destinies. Both found other arms, other bodies that embraced and comforted them. But none of those loves could fill the void left by the other. They continued to love each other in secret, keeping in their hearts a flame that was never extinguished.
And so, between comings and goings, between meetings and farewells, they lived a whole life without living it at all. A life marked by what would have been, by lost opportunities, by love that slipped through their fingers.
At the end of their days, when their bodies gave way to the passage of time, they met once more. Their gazes crossed, and in them were reflected all the years of longings and misunderstandings. They held hands, and for an instant, time stopped. In that last embrace, they cried.
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