Cabeza de mujer llorando con pañuelo (III). Postscripto de «Guernica»
Pablo Picasso. 1937.
Con frecuencia escuchamos que los antidepresivos no funcionan. “No son la solución por que el problema no es físico, no se trata de un desbalance en el cerebro ni la falta de ninguna sustancia, no es ninguna alteración cerebral: ni estructural ni funcional”, declara con una filosa certidumbre Johann Hari en su libro Lost Connections: Uncovering the Real Causes of Depression – and the Unexpected Solutions. “Los resultados de los antidepresivos son idénticos a los de los placebos”, dicen los detractores de la psiquiatría, que discurren en modelos integrales donde el control sobre la vida, el sentido de pertenencia, lo traumas infantiles son la piedra angular de los trastornos mentales.[1]
El modelo biologicista no explica y no da sentido a la Depresión, afirma el psiquiatra británico Philip Tomas y se decanta por una apología de la forma de vida, de los valores sociales, cívicos y espirituales como factores protectores y causales del trastorno, dejándole a lo biológico un rol marginal, inclusive cuestionable; utiliza una serie de casos aislados para mitificar el rol represivo de la psiquiatría y busca “orientar” sobre la conveniencia diagnóstica de la psiquiatría institucional emparejada con intereses culturales, políticos y económicos.[2] La Psiquiatría, esa especialidad médica que etiqueta, margina, discrimina, domina y reprime, es además un engaño, afirman miles de personas; un concubinato entre empresas ambiciosas y sociedades decadentes que no toleran las manifestaciones cotidianas del amplio espectro del comportamiento humano. Una gran estafa del siglo XXI que solamente calma de forma temporal el sufrimiento, pero a cambio, intoxica el cuerpo y perpetúa la angustia y soledad; que simplemente busca justificar la maldad y darle sentido a la idea de modernidad, como afirmaba Foucault en su Historia de la Locura. La psiquiatría inventa patologías sin una evidencia biológica para poder medicar, controlar y marginar poblaciones específicas: ahí está el Trastorno hipercinético, el trastorno de estrés postraumático, los trastornos afectivos estacionarios.
Existe una campaña sistemática para desacreditar y desinformar sobre los trastornos mentales y el rol de la psiquiatría como especialidad médica, cuya base terapéutica son los fármacos; y se han propagado cientos de mitos relacionados con la existencia, diagnóstico y tratamiento de estas patologías.
Pero dentro de todos los mitos, hay uno que afecta al paciente más que nada: es un mito que paradójicamente lo estereotipa, estigmatiza y dificulta su recuperación a pesar de que presume de ser enfáticamente humanista, “biopsicosocial”, y buscar el bienestar de aquel que sufre un trastorno mental. El mito de que las causas de los trastornos mentales, la Depresión en particular, son psicosociales fundamentalmente.[3] Lo debo decir con todas sus palabras: existe un miedo, una fobia diría yo, a biologizar el pensamiento humano, sus emociones y conductas. Es una obsesión agresiva por nulificar la biología como la esencia del ser humano. Una obsesión que nos persigue como especie desde nuestros orígenes y que aún, hoy, en plena era digital, con vehículos autónomos, naves espaciales y manipulación genética, nos provoca pavor, horror e indignación. Se observa tanto en los movimientos en favor de las minorías raciales como en esa fascinación morbosa por la transexualidad y tipología dismórfica del género. Términos confusos y arbitrarios como género, identidad, sexo y orientación son en realidad proezas de la ingeniería social para desbiologizar en sus características más esenciales al hombre. Y en la depresión, conceptos como traumas, abusos, violencia o complejos son también hazañas psicoterapéuticas para colocar en la esfera de lo social el sufrimiento de sus víctimas y evitar biologizar un trastorno que es a todas luces predominantemente de origen biológico.[4]
Aun con toda la evidencia que existe sobre la esencia biológica del ser humano incluso en el comportamiento social y gregario, cualquier insinuación sobre esto es un acto de racismo, de discriminación e intolerancia.
El caso del deporte: el verdadero mérito de Usain Bolt, de Michael Phelps o de Rafael Nadal fue su determinación, su compromiso, su fuerza mental, su hambre de triunfo. El papel de la biología en su éxito fue marginal. En cambio, su país, las facilidades deportivas, el estilo de vida y el apoyo psicosocial seguramente fueron determinantes de su desempeño sobresaliente. Poco o nada tuvieron qué ver su coordinación motriz, su atención, su memoria visuoespacial, su inteligencia emocional, sus instintos. No, esos elementos neurofisiológicos, determinados por su biología, no los hacen superhumanos capaces de proezas impensables hace 10 años.
A pesar de la avasalladora evidencia sobre la capacidad epigenética del ser humano para mutar y expresar biológicamente su código genético de forma adaptada a sus circunstancias,[5] esas mismas características biológicas no determinan el éxito o fracaso de una persona: lo hacen sus cirscunstancias psicosociales. También, ¿por qué no?, en el caso de los trastornos mentales la explicación no es biológica sino ambiental: el hijo de padres alcohólicos tiene más riesgo de ser presidiario o volverse loco; una persona abusada en la infancia tiene mucha más probabilidad de desarrollar un Trastorno Depresivo Mayor; un negro en un barrio marginado de Londres será más proclive a padecer Esquizofrenia. Ted Bundy, Albert Fish o Erzsébet Báthory debieron tener las infancias más terriblemente inhumanas de la Historia Universal. Esta idea psicosocial, que no se sostiene ni siquiera en la evidencia cotidiana, es sin embargo un patrón generalizado para abordar al paciente con depresión: por la familia, por la iglesia, por el psicólogo y hasta por el médico no especializado. Lo repito, existe una verdadera fobia a biologizar al humano, a decirle a una persona que sus problemas de índole interpersonal no tienen mucho que decirnos sobre su psicopatología. Una perspectiva psicosocial te vuelve humanista, una perspectiva biológica te hace racista, frío y distante del paciente -como si sus tendencias sexuales o la relación con su padre pudiera reforzar lo que el examen mental y la anamnesis indican. Y además ignorante porque no hay evidencia científica concluyente que indique que la Depresión -o cualquier trastorno mental- tenga un origen biológico. Si, como psiquiatra, sugieres la alta probabilidad de que el abuso sexual que sufrió en la infancia no sea la culpa de su depresión; peor aún, si por debilidad le indicas que la causa de su depresión está determinada por un genotipo particular que seguramente estaba latente ahí; y que una casualidad genética mutó la expresión y transcripción de proteínas que actúan desadaptadamente provocando síntomas que requieren una regulación alostérica con psicofármacos, entonces eres deshonesto con él y contigo mismo. Evitas poner en el centro de la discusión el verdadero conflicto: los traumas y situaciones sociales particulares que condujeron a que la mente perdiera el control.No es un tema nuevo, ni una agenda que exclusivamente utilizan los seguidores de la Nueva Era. Es un tema controvertido y ampliamente estudiado desde hace siglos. Con los fenomenólogos del siglo XVIII y XIX, la psiquiatría se hizo esta pregunta con curiosidad genuina: ¿Es algo inherente, consustancial al individuo, o es producto de los estilos de vida occidentales? Los hallazgos antropológicos de Kraepelin alrededor de las múltiples culturas que conoció redujeron la posibilidad de culpar al entorno social como la causa principal de los trastornos mentales. Como él, diversos investigadores recorrieron culturas escondidas del estilo de vida occidental en el sur de Asía, África o Sudamérica, dando testimonio de que, aunque con diferentes nombres, y atribuidos a diferentes causas, la depresión estaba presente en todo el mundo conocido. Con el nacimiento de las neurociencias en la década de los 60’s se pensó que se tendría por fin la respuesta en poco tiempo, pero no. Efectivamente existe mucha información sobre los procesos de consciencia, alerta, atención, afecto y pensamiento desde el punto neurofisiológico, apoyado con sofisticadas investigaciones científicas, pero parecen no ser suficientes para considerar a los eventos psicosociales patológicos como comorbilidades. Hasta la fecha toda la evidencia que apunta a un origen biológico del trastorno mental es inmediatamente desacreditada por un corpúsculo social que utiliza una retórica biopsicosocial tergiversada por las presiones políticas, sociales y culturales. Se valen de un adoctrinamiento racionado que empatice con el contexto personalizado y utilizan evidencia empírica obtenida de una ecuación producto de la suma de los eventos estresantes de la vida y fenómenos psicopatológicos vagos que nunca se han estudiado desde la fenomenología psiquiátrica. Si este cuerpo prosocial influyente menciona a las mujeres obesas americanas que no quieren atraer la atención de los hombres por miedo a ser abusadas[6], omiten a los Dogones de Mali o Ashantis de Ghana que no tienen ninguna influencia de la occidentalización y tienen altas tasas de Depresión.[7] No hacen referencia a la prevalencia mundial relativamente uniforme de Esquizofrenia, sino que polarizan a los grupos minoritarios de migrantes africanos o caribeños con tasas 10 veces mayores que los blancos originarios de Gran Bretaña.[8] ¡Un verdadero despropósito!, pero que alimenta la divulgación mediática de una aparente causa determinante de los factores psicosociales en la Depresión.[9]
La brillante empresa de los detractores de la psiquiatría y las enfermedades mentales se esconde en una máscara de humanismo trascendental -privilegia a la mente humana como una manifestación impoluta y sumamente poderosa que se hace a sí mismo en su libertad- frente a los defectos de los sistemas sociales que nos contaminan y contienen con su superficialidad finita: el método consiste en crear la ilusión de la individualidad de la mente y espíritu, su superioridad metafísica frente al cuerpo manipulado, darle la garantía de que su sufrimiento no es un defecto biológico sino una respuesta perfectamente explicable por las condiciones psicosociales de su vida y los defectos inherentes a un sistema social que sofoca el mismo sentido de la existencia. Así el deprimido no sólo es víctima de las circunstancias, sino que teóricamente tiene las llaves para salir de su prisión “inventada”.
Esta espiral, aparentemente empoderadora, tiene un final trágico en el punto más crítico de su desarrollo: no hay escapatoria, no existe salida alguna posible: la depresión mata a la persona no sin antes sumergirla en lo más profundo de la miseria y desesperación, en los confines de una soledad inactiva e, inclusive, en la ausencia de pensamiento, gesto o movimiento alguno. A mala fe -obsecado por la verdad, la belleza y la bondad que, sin embargo, jamás se ha manifestado, ni lo hará- se entrega uno a los resultados de una serie de eventos que se han precipitado a lo largo de la Historia de la Vida para cosificarse ante la idea autócrata de un Demiurgo social que políticamente, gregariamente, es culpable de una disfunción epidémica global pero que individualmente no responde a la regresiones ni a la hipnosis y que escapa de todo intento desesperado por derrotarlo. Así se entrega el deprimido a su “destino” y así lo olvidan los detractores de los trastornos mentales que continúan su cruzada contra un mal social bajo agendas que rayan en la mística delirante.
¿Cuántas veces no he escuchado decir que el problema, y no sólo de la depresión sino de todo trastorno mental, está en la mente y en la voluntad, en la determinación subjetiva para enfrentar el miedo a vivir? El mismo discurso, elaborado cientos de veces por diversos autores, de múltiples corrientes de pensamiento, que eventualmente muestran su corrupción en el brillo esencial de la existencia: somos huesos, carne, sangre y fluidos corporales. Sin embargo, como si la expresión biológica del humano fuera sólo souvenir de la misma existencia, la cosificación de la biología se ha vuelto la bandera del progreso y la verdadera libertad en diversos campos de la antropología social y cultural. ¡Y la forma en que lo dicen, con la autoridad, la severidad, la indolencia, explicándolo como si la mente fuera un ente metafísico, un constructo supra humano que se expresa en la consciencia permitiendo acceder a las emociones y experiencias cotidianas! La forma en la que lo dicen rebosa la lógica de lo infame, de la ceguera emocional, de la total ausencia de empatía hacia la fragilidad misma de la humanidad. Mezclan indiscriminadamente datos obtenidos de ensayos clínicos, experiencias personales y observaciones subjetivas para determinar que la depresión es un fenómeno social, consecuencia de una existencia social corrompida por una inmediatez y superficialidad que nos obliga a mirar muy dentro de nuestro ser para unir racionalmente causas y efectos de un pasado oculto para protegernos del dolor. Y confunden síntomas con enfermedades, signos con síndromes. Proclaman la naturaleza determinada del sufrimiento -un sentido de lo pasado que se debe resolver- como si fuera responsabilidad de esa mente empoderada, el desarrollar las capacidades y herramientas para exorcizar todo síntoma de angustia, desesperación y miedo en un mundo superlativo, donde todo es potencialmente producto de esa mística trascendental que es el hombre socializado, marginalmente gregario, pero nunca dueño de su sufrimiento en soledad, en su sentido biológico, del sufrir porque así duele porque así lo decidió el cuerpo que doliera aunque la aparente potente razón no alcance para explicarlo. Y cuando no se puede -porque no es el vacío crónico del sin sentido existencial sino la depresión como patología o enfermedad- simplemente se recurre a la más vieja de las consignas: “no puedo ayudarle sino quiere que le ayuden”. Ese es el delirio del coaching, de la autoayuda, de la psicología clínica, de las medicinas alternativas, de los esquemas nutricionales que no tienen idea de lo que hablan, que desconocen la clínica de la depresión, que creen que el cuerpo sabe, biológicamente, pedir ayuda, como cuando se inflama y duele y da fiebre y llora.
Hay un impasse inherente a ese pensamiento mágico de autosuficiencia que nunca se cumple y a la heteroculpabilidad infantiloide que eventualmente se manifiesta en una fascinación paranoica por experimentar el miedo y la desconfianza, por propagar la desinformación: el mundo es tu enemigo, la ciencia te engaña, la medicina lucra con tu ignorancia, te esconde la realidad. Aun los promotores del Yo se valen de este discurso paranoico: Tú puedes porque el mundo está mal, porque tu realidad es falsa, porque tu vida es un constructo deformado que se ha vuelto tóxico y perpetúa tu malestar: recupera el control de tu vida, utiliza la potencia emancipadora de tu mente, reconoce la grandeza que está inhibida en tu interior. Sé ese gigante exitoso y triunfador que ha logrado escapar de la maldad de ese demiurgo sádico que es la cultura. ¡Estafadores criminales!
Su crimen, sin embargo, no es proclamar la falsedad de la ciencia utilizando de manera sesgada los resultados bioestadísticos, ni fomentar el miedo y la desconfianza, sino prometer la felicidad a esos pobres seres ensimismados en la ruina y descomposición de la depresión a través de deconstrucciones subjetivas de datos que proporciona esa misma ciencia que desdeñan. Es un acto criminal, vil e imperdonable de coaches, psicólogos, antipsiquiatras, pastores y gurús religiosos. Un acto que, como dice Artaud en su Carta al Señor Legislador de la ley sobre estupefacientes, deseo que recaiga sobre sus padres, sobre sus madres, sobre sus mujeres y sus hijos, y toda su posteridad. Su fanatismo, su ceguera, su delirio, no los justifica para desdeñar un trastorno tan grave y discapacitante.
Cada vez más personas buscan encontrar el sentido de sus vidas en fórmulas cognitivas y metacógnitivas de autores que se plantan frente a miles de espectadores a decir que la depresión no es una enfermedad sino una invención de la industria médica para obtener enormes ingresos y contener la fuerza de las personas que en realidad luchan una dialéctica existencial: el poder de la mente; el gigante interior; la grandeza del pensamiento positivo. Seducen a cientos de miles de personas todos los días. Términos distorsionados, adaptados, infundados, que inundan las librerías de bestsellers; que llenan los centros de convenciones más modernos; o conjuran contra la biología más elemental en notas en periódicos, revistas, programas de televisión y radio. Se trata de líderes del espíritu libre, de la felicidad, de la emancipación, del poder interior del Ser. Son la escenificación patentada del hombre realizado, pleno, completo y total. A su alrededor se ha desarrollado un sofisticado mercado que culpa a la forma de vida, al estilo de alimentación, a los hábitos personales y sociales. Occidentalización se le llama coloquialmente a ese pensamiento tramposamente enunciado como biopsicosocial y que ha consolidado una Industria paralela del bienestar basada en fórmulas que “fortalecen” pero de ninguna manera “manipulan” esa biología: desde alimentos ricos -concentrados, esencias, aceites- de aminoácidos esenciales, antioxidantes, vigorizantes, relajantes y antiinflamatorios, hasta estimulantes alcaloides naturales que paradójicamente actúan los receptores que se hipotetizan en la teoría de las monoaminas. Oh sí: ácidos grasos poliinsaturados EPA, DHA y DPA; flavonoides; mega dosis de complejos vitamínicos; xantinas y terpenos. Cannabis. Imanes. Cuarzos. Fitohormonas. Filosofía. Yoga. Al final -aunque no lo dicen jamás- todo eso modula y es modulado por neurotransmisores que se expresan por comandos biológicos, por relojes fisiológicos, que activan y desactivan protooncogenes y enzimas proteicas y ribosomales.[10]
Y a la retórica nutricional hay que sumarle el optimismo, espiritualidad, sanación mental. Motivación, pensamiento positivo, compromiso. Ejercicio, hábitos saludables, desintoxicación. Sí, el camino de la salvación está lleno de obstáculos, especialmente para aquellos que sufren un trastorno mental como la depresión.
Y sin embargo, todos estos atributos virtuosos, deseables desde luego, no modifican la incidencia de Depresión, su impacto en la presencia de angustia y depresión es insignificante. Un estudio alemán del 2014, que hace apología de los buenos hábitos de vida, encontró una correlación entre ejercicio físico y mental menor que la que hay con la edad o el sexo en la expresión de la depresión. De hecho, la asociación es mayor entre el nivel de estudio y depresión que el estilo de vida saludable. Y no es una tomadura de pelo: un estilo de vida sano no influye en la presencia o ausencia de depresión, no previene, no impacta en la aparición de un trastorno depresivo o ansioso. ¿Quiere decir esto que es malo hacer ejercicio o cultivar tu mente? De ninguna manera. Las personas deprimidas que hacen ejercicio o cultivan su mente, en el mismo estudio, tenían puntajes de depresión y ansiedad mucho menores, una alta correlación negativa entre un estilo de vida activo y saludable y puntajes altos en sujetos deprimidos.[11] Lo cual tiene mucho sentido: no me imagino a una persona deprimida haciendo ejercicio o meditación.
El punto no es desacreditar los estilos de vida más saludables ni tampoco menospreciar los alimentos de alto valor biológico, o las propiedades celulares de terpenos y xantinas. ¡Excelente si eres deportista! ¡Excelente si eres una biblioteca andante de pensamientos positivos! ¡Excelente si consumes lo más sofisticado en nanotecnología nutricional! Simplemente no te confundas si eres un monje shaolin y desarrollas depresión mayor. La biología determina, a pesar de la voluntad y fuerza, la depresión.
El punto no es desacreditar los factores psicosociales, sino aceptar que su influencia en la incidencia de una depresión es marginal. Aún más, los factores psicosociales tienen una influencia marginal en la incidencia y prevalencia de las enfermedades crónicas más frecuentes, incluyendo Diabetes o Hipertensión.
Se ha construido un sesgo de desacreditación, inherente a las deficiencias del método científico, que utilizan para contradecir todo el conocimiento de siglos sobre la enfermedad mental. Se descontextualizan estudios que no logran, de forma determinante, vincular las hipótesis que buscan explicar el efecto terapéutico de los antidepresivos. Con una frecuencia perversa se recurre a la falacia para atacar a la psiquiatría porque no explica satisfactoriamente las causas u orígenes de la enfermedad mental. Y es que, efectivamente, el método científico no ha sido capaz de aclarar las causas de la depresión, así como tampoco los complejos mecanismos inducidos por los psicofármacos. Sus hipótesis dejan más dudas que certezas y, como en todo, en cuanto más se cree que se sabe, menos se sabe. Si la ciencia prometió la emancipación del ser hacia la felicidad y bienestar, ciertamente ha fallado en sus objetivos, ¡Culpemos a la ciencia de este fracaso! Pero una cosa es esa promesa de la modernidad de recuperar el paraíso perdido y otra muy diferente saltarnos de ese nivel de expectativa: erradicar el sufrimiento, al de los avances científicos en cuanto al diagnóstico y tratamiento de la depresión. ¿Quién en su sano juicio diría que la felicidad y bienestar es la ausencia de Depresión? ¿O que la depresión es la causa de infelicidad?
Johann Hari, un gurú de la falacia psiquiátrica, menciona que a pesar de antidepresivos y tranquilizantes siempre permaneció un dolor, un sufrimiento, que no logró entender hasta que revisó los fenómenos más críticos de su vida; que la “depresión” no mejoró con los tratamientos antidepresivos sino hasta que investigó los fenómenos sociales de su vida, en su caso particular los traumas complejos en la infancia. Descubrió, aparentemente con gran sorpresa, que la hipótesis monoaminérgica de la depresión es sólo eso, una hipótesis y que el hecho de que los antidepresivos actúen sobre receptores monoaminérgicos no significa que su mecanismo de acción sea una suma cero. Verán, cree haber encontrado el hilo negro de la Depresión pero lo único que descubrió es la complejidad insoslayable del ser humano.
Autores como Nemerof, ya han estudiado la influencia de los factores de comorbilidad en la respuesta terapéutica a los antidepresivos. En un estudio del 2002, compara personas con depresión y trauma complejo infantil, y personas deprimidas sin trauma infantil. Encontró que los abordajes terapéuticos debían ser diferentes y las respuestas a los depresivos son superiores en los pacientes sin antecedente de trauma complejo que en los que lo padecieron. Por su parte, aquellos pacientes con trauma complejo respondieron mejor a la psicoterapia o el tratamiento combinado.[12]
Quizá habría que concederle algo importante a su crítica: el hecho de que la APA y la OMS han estructurado estadísticamente el trastorno depresivo hasta un nivel de simpleza en el que es extremadamente sensible pero poco específico ha contribuido a una cantidad de falsos positivos que es abrumadora. Personas cuya disfunción está más asociada con problemas de la personalidad o del control de los impulsos, cuya sindromática es mucho más elaborada y su tratamiento y respuesta más complejos, son abordados con escalas psicológicas dignas de una encuesta de satisfacción de un supermercado. Es difícil, para él no especialista -y también para el especialista muchas veces-, encontrar los factores comórbidos que complican la respuesta farmacéutica. Pero esto no es una falla del DSM o el CIE. En ambos se contempla el diagnóstico multiaxial donde se incluyen tanto comorbilidades de personalidad como problemas psicosociales. También, aclaro, se consideran diagnósticos similares, pero con orígenes claramente identificables: trastorno adaptativo, trastorno de estrés agudo y duelo persistente. Es de llamar la atención, desde luego, que el APA haya quitado el diagnóstico de duelo para incluirlo como una posible causal de un episodio depresivo. Es un ejemplo de la influencia de la presión social sobre la medicina.
Por otro lado, la simplificación del diagnóstico tiene una razón que no es del todo egoísta: más vale prevenir que lamentar; más vale sobrediagnosticar y tratar -desde la perspectiva de salud pública- con costos sustancialmente menores que infradiagnósticar hasta el grado en que el trastorno avance a un nivel donde sólo los especialistas puedan manejarlo. Porque algo les puedo asegurar: si tuviera que escoger entre un trastorno depresivo mayor severo resistente al tratamiento y cáncer de Colon, escogería el cáncer para aceptar mi suerte y no en cambio sufrir la angustia cotidiana de una nulificación progresiva de mi propio ser; y, de hecho, muchos de los pacientes deprimidos a niveles de severidad intensa, no dudan en escoger la muerte en el puro instante que un hálito de energía los invade. No existe una enfermedad tan devastadora, tan deshumanizante, tan sádica, como la depresión.
Pero no solo es el hecho de la naturaleza maligna de la depresión. La realidad de nuestra sociedad es que hay muy poco personal preparado profesionalmente para manejar una depresión severa y el diagnóstico y adecuado tratamiento con muchísima frecuencia se retarda innecesariamente sino es que tiene un desenlace fatal antes. Además, el tratamiento de episodios severos requiere usualmente hospitalización y vigilancia estrecha, combinaciones elaboradas de fármacos mucho más costosos o tóxicos que los antidepresivos de primer nivel, o tratamientos altamente invasivos como la terapia electroconvulsiva o la psicocirugía en casos extremos. La atención y disponibilidad de un psiquiatra capacitado es un lujo que quizá un grupo privilegiado de personas puede darse, o ciertos países altamente desarrollados pueden disponer, pero no un país en vías de desarrollo o con un sistema de mercado que no contempla la salud universal.
También es cierto que existen razones más egoístas para usar manuales diagnósticos estadísticos y clasificaciones internacionales para decidir qué es depresión y qué no. Valorar la respuesta terapéutica de un fármaco ante una población homogeneizada es una de ellas. Como lo mostró Nemerof en su estudio de subtipos de depresión del 2016, una población heterogénea, con múltiples comorbilidades físicas o psicológicas, modifica sustancialmente la respuesta terapéutica.[13] Cada paciente es un mundo y aunque comparten una sindromática muy parecida, hay ciertas características clínicas que ofrecerán ventajas a ciertos antidepresivos sobre otros dependiendo la edad, el sexo, las comorbilidades de la persona. Y aun así, sin ser tan estrictos en la selección de los grupos de estudio, todos los ensayos de efectividad terapéutica, todos los metaanálisis que se han hecho hasta la fecha, muestran una superioridad indiscutible del antidepresivo frente al placebo. Y aunque no en todos los casos hay una remisión completa, aún en esos falsos positivos que se colaron por los vagos criterios de inclusión, se encuentra una mejoría subjetiva y objetiva sustancial en sus síntomas. Definitivamente no el 100% de la población, pero sí la inmensa mayoría, alrededor del 70% para ser más precisos refiere la literatura.[14] En mi caso, de miles de pacientes con depresión y comorbilidades que he visto en mi tiempo como psiquiatra, diría sin arrogancia que ese porcentaje es mucho inferior -menor al 99%-; muy probablemente lo podría contar haciendo memoria, ya que el reto que impone su manejo es difícil de olvidar.
Pero vayamos a la literatura y dejemos de lado la experiencia personal: quizá ese 30% puede considerarse como un fracaso. A final de cuentas, aún si el diagnóstico real no es depresión, son personas que sufren y sienten dolor y tienen todo el derecho de reprocharle a la medicina su sufrimiento. Pero, desde ese punto de vista, toda la farmacología es un fracaso entonces. Los fármacos han fracasado frente a la hipertensión, la diabetes, el cáncer, el dolor, la angustia o hasta las enfermedades infecciosas. La medicina no es infalible y durante su evolución como ciencia ha cometido serios errores y abusos. Desde errores inherentes a su práctica como el previo al descubrimiento de la asepsia en el siglo XIX, hasta abusos, que en el caso de los trastornos mentales podemos documentar con el uso extensivo de lobotomías en los 40’s, práctica por la cual ganó el premio nobel, Egas Moniz, neurólogo portugués, en 1949.
No es interés de este ensayo devaluar las practicas psicosociales que buscan darle una buena calidad de vida a los pacientes con depresión u otras enfermedades mentales. Tampoco desaconsejo el uso de los Smart Foods ni complementos dietéticos que ofrecen a precios accesible niveles de nutrición que de otra manera sería muy costoso de conseguir. Tampoco tengo un particular interés en exponer el fraude de las psicoterapias. Frente a lo costoso que resulta el tratamiento psiquiátrico, lo difícil que es acceder a un psiquiatra, los sistemas de salud han recurrido profesionales mucho menos costosos de preparar, y dispuestos a lidiar con el estrés que implica atender a pacientes con desordenes mentales. En todo caso, es culpa de la medicina que no ha estimulado lo suficiente a sus médicos para que opten por la especialización psiquiátrica.
El interés de este ensayo es, primero que nada, desmitificar la naturaleza psicosocial de la depresión. En primer lugar, porque existe vasta evidencia del origen biológico de la depresión y el efecto terapéutico de los antidepresivos; y porque las correlaciones psicosociales que se han investigado en ensayos clínicos son vagas, tendenciosas y la mayoría de las veces insignificantes. Y esta tendencia a encontrar correlaciones en todo y en nada ha llevado a una laxitud en tratamiento de la depresión que va desde los enemas con café hasta el consumo de la propia orina, desde el uso de piquetes de abejas al uso de música antidepresiva.
En segundo lugar, porque es sumamente frustrante ver el nivel tan alto de iatrogenia causado por buenos samaritanos sin entrenamiento: psicólogos, yerberos, gurús motivacionales y predicadores. Aun con las mejores intenciones, pretender comprender el impacto personal que ha tenido la historia de vida de una persona, implica un juicio de valor en un asunto que no entiende de moral ni de valores. Asumir que la empatía, en el mejor de los casos, promueve la liberación de los fantasmas del pasado y permite la sanación de la mente es un error que con mucha frecuencia conduce a consecuencias lamentables. En lo personal creo que no es el papel del psiquiatra juzgar las vidas de sus pacientes. Ni siquiera creo que tengamos autoridad moral en cuestiones de un aparente sentido común como lo es la violencia intrafamiliar o el abuso sexual.
Como médico es mi deber, y lo ha sido en mis años de práctica médica, atender a cualquier persona que solicita mi ayuda. Desde el niño de preescolar con problemas de hiperactividad e inantención y un trastorno negativista desafiante hasta el pedófilo con tendencias suicidas y episodios depresivos recurrentes. Los dos casos, tan contrastantes para muchos, son muy similares en una cosa: tienen una compleja constelación de comorbilidades psicosociales que interactúan con un problema psiquiátrico básico que es ajeno a su dinámica social. ¿Influyen en el resultado del tratamiento antidepresivo, los factores psicosociales? Definitivamente. ¿Puedo hacer algo para modificarlos? Mi experiencia clínica me ha mostrado que muy poco. Poco puedo hacer para modificar las conductas agresivas o distantes de los padres, las evidentes dificultades para imponer límites en niños con TDAH y TND o influir en la percepción que tienen sus compañeros en el colegio. Tampoco puedo hacer algo para borrar los antecedentes de abuso sexual familiar que han sufrido la mayoría de pedófilos o el que frecuentemente tengan una inteligencia debajo del promedio.[15] La vida de cada persona es un cúmulo de experiencias agradables y desagradables, loables y deplorables socialmente. Y no hay insight; más allá del temor a enfrentar las consecuencias sociales de sus actos, en ambos sus características psicopatológicas están determinadas por la expresión biológica de una genética predispuesta a manifestarse clínicamente. Inclinar la balanza a favor de sus antecedentes psicosociales e ignorar que se trata de una expresión fenotípica de una alteración biológica es justificar una retórica de bueno y malo, de positivo y negativo, de blanco y negro.
Más lamentable aún en la madre que asesina a sus hijos porque ha escuchado la voz de Dios decir que los demonios vienen por sus almas en el fin del mundo. La mujer puede inclusive oler el pútrido aroma del mundo condenado por el final de los tiempos, escucha las voces de los demonios clamando por las almas de sus hijos. ¿Qué debo pensar? ¿Que los mató por amor? ¿Qué los protegía de las garras del diablo? ¿O que es un criminal despiadado que merece la locura de su depresión? El abordaje psicosocial siempre, como ya lo dije antes, termina en tragedia en su nivel más crítico. Y no hablo de casos extraordinarios sino de historias relativamente frecuentes en el mundo de la psiquiatría: mujeres con depresión psicótica que jamás fueron valoradas de forma fenomenológica sino con el juicio severo de sus padres, esposo, hermanos, amigos o terapeutas que le repitieron una y otra vez que pusiera todo su empeño en salir adelante, que no se dejara derrotar por las dificultades del mundo externo. Ese juicio de víctima y victimario, a largo plazo, lejos de ayudar a superar los problemas, termina generando una sensación de injusticia y frustración, de impotencia o prepotencia. Es deber fundamental del psiquiatra discriminar los factores comórbidos presentes en una psicopatología y evitar hacer intervenciones que puedan contaminar la ya de por sí frágil estabilidad psíquica del paciente. Y cuando la comorbilidad es la patología primaria en sí, derivar a los centros enfocados en esos problemas. ¿Va a mejorar esto el pronóstico del paciente? Dudosamente, pero el Principio más importante de todo médico es el primum non nocere.
Lo que me lleva al tercer punto, entre más pronto se entienda el carácter biológico de la depresión, más pronto se podrán elaborar estrategias efectivas para enfrentar las comorbilidades psicosociales de manera frontal. Evitar replicar modelos de investigación clínica para depresión con herramientas terapéuticas que tienen otro objetivo. Considero que en gran parte, el fracaso de los ensayos clínicos que buscan determinar las efectividad de los abordajes psicoterapéuticos es porque están diseñados para pacientes con depresión, cuando deberían de estar diseñados en pacientes con traumas complejos, problemas de impulsividad o de personalidad, independientemente de la presencia de un episodio depresivo mayor.
No señores, lo único psicosocial en una depresión, la única variable que no es biológica, es la determinación subjetiva, individual o social, a aceptar el tratamiento.
[1] https://www.huffingtonpost.es/2018/02/02/se-han-descubierto-las-causas-reales-de-la-depresion-y-no-son-las-que-crees_a_23346808/
[2] https://discapacidades.nexos.com.mx/?p=113
[3] Omito el “bio” porque ese collage lingüístico hace referencia a lo biologico sólo como una predisposición genética de carácter epidemiológico. No entiende lo biológico como el mismo sentido del ser humano en cuanto a que es materia de la física y de la química: impulsos eléctricos y enlaces iónicos.
[4] https://doi.org/10.1016/j.ajp.2017.01.025
[5] https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pubmed/22101006 Exp Neurol. 2012 Jan;233(1):102-11. doi: 10.1016/j.expneurol.2011.10.032. Epub 2011 Nov 7.
[6] Johann Hari (2018). Lost Connections: Uncovering the Real Causes of Depression – and the Unexpected Solutions.
[7] https://www.researchgate.net/publication/11958362_Depression_and_social_change_From_transcultural_psychiatry_to_a_constructivist_model.
[8] https://www.madinamerica.com/2014/12/dcpbps-report-understanding-psychosis-schizophrenia-fatally-flawed/
[9] https://www.elmundo.es/elmundo/2007/07/25/ciencia/1185360866.html
[10] Chiesa J.J., Duhart J.M., Casiraghi L.P., Paladino N., Bussi I.L., Golombek D.A. (2015) Effects of Circadian Disruption on Physiology and Pathology: From Bench to Clinic (and Back). In: Aguilar-Roblero R., Díaz-Muñoz M., Fanjul-Moles M. (eds) Mechanisms of Circadian Systems in Animals and Their Clinical Relevance. Springer, Cham
[11] https://bmcpsychology.biomedcentral.com/articles/10.1186/s40359-014-0055-y
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