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Recorrían su acostumbrada ronda del mediodía cuando un intenso olor a mortecino les hizo descender por la empinada cuesta, los espesos matorrales, para ver de qué se trataba. Cuando llegaron se encontraron con un cadáver grande y gordo, que tenía la cara morada de la asfixia, unas cuantas heridas que ya no sangraban y una expresión de pavor que asustaría al más pintado. Sin decir una palabra, con la simple señal de una mirada en común, decidieron remontar el camino, “peinar la zona” y buscar refuerzos en las proximidades.
Se trataba de algo grande que justificaría la fatiga de una mañana infructuosa, de recorrer la ciudad y los barrios de un extremo a otro sin encontrar ningún caso que mereciera la pena, hasta ahora, que, repentinamente, aparecía un gran suceso ante sus ojos, que le daría oficio y bastante de qué hablar a muchos de sus compañeros. A los pocos minutos aparecieron y lograron contactar con siete de sus colegas, que, a una señal secreta, se dedicaron a merodear el área del delito, revisando minuciosamente cada indicio que fuera motivo de alarma en el terreno, ya que era algo serio y posiblemente habría una emboscada.
El menos precavido del grupo y a la vez el más experimentado, descendió al lugar del cadáver, mientras sus compañeros lo miraban apostados en lo alto. El sol era una esfera ardiente que calcinaba sus negros trajes toda la jornada sólo por ese momento en el que el líder comenzó a dar brincos alrededor del muerto, se posó sobre él y picoteó con fuerza los ojos y la cara, que desató la alegría de la bandada que hace rato buscaba su desayuno.
G. Suárez
15-3-9