Había salido del despacho a primera hora de la mañana para realizar algunas gestiones, estaba lloviendo y caminaba calle abajo tratando de resguardarme bajo los recortados balcones, llevaba cierta prisa y zigzagueaba esquivando los paraguas de los viandantes que me venían de frente, llevaba una carpeta negra, de piel, con la que me cubría la cabeza cuando me veía obligado a dar un par de pasos a la izquierda.
Al pasar junto al Café Central alguien abrió la puerta para salir y me llegó un generoso olor a café, a buen café, miré el reloj, aun podía permitirme diez minutos para tomarme uno así que entré y me acomodé en la barra.
Mientras el camarero me servía, miré a mí alrededor, había mucha gente, casi todas las mesas estaban ocupadas, el tintineo de la campanita situada encima de la puerta indicaba que el trasiego de gente que entraba y salía era constante; a pesar de ser una mañana fresca allí dentro hacía bastante calor, me quité la gabardina y la coloqué encima de la banqueta que tenía a mi derecha dejando la carpeta sobre ella.
Volvió a sonar la campanilla y al mirar vi con sorpresa que ahora el que entraba era mi suegro acompañado de una mujer, él se volvió hacia la calle para cerrar el paraguas y lo sacudió enérgicamente, momento que aproveché para fijarme en ella; tendría unos cuarenta y pico años, llevaba una coleta muy tirante en la mitad de la nuca, morena de pelo y de piel, elegante, alta y muy guapa, cuando él se giró hacia el interior desvié la mirada rápidamente y fijándola en mi café oí la inconfundible voz rasgada de mi suegro dando los buenos días. Se sentaron en una mesa con tres sillas ubicada junto a una columna forrada de espejos, cerca de los servicios y enseguida el camarero se les acercó para tomarles nota.
Me preguntaba quien era esa atractiva mujer y la observaba por el reflejo del espejo de la columna que a su vez se reflejaba en el espejo que había detrás de los estantes de las bebidas con alcohol tras la barra. Apuré mi café, pagué la cuenta, cogí la gabardina y la carpeta, y me dirigí al W. C. Al pasar junto a ellos el camarero les estaba sirviendo por lo que no me vieron, al salir del servicio me hice el encontradizo.
-Buenos días, no te había visto Andrés ¿qué tal todo? –me dirigí a mi suegro evitando mirar a su acompañante, pues los ojos, de forma involuntaria, se me desviaban hacia ella.
-Hombre Quique,¿qué haces tú por aquí? siéntate y tómate un café con nosotros –me dijo a la vez que señalaba la silla vacía a su derecha.
-Gracias pero ya he tomado, llevo aquí un buen rato, ya me iba -le dije mirándola a ella de soslayo.
-Mira Maite él es Quique, mi yerno, él me llevó a tu casa aquel día…-dejó la frase a medias sin saber muy bien como terminarla.
-Encantada de conocerte -se puso en pie y me dio dos besos, tenía unos preciosos ojos marrones y expresivos y su cuello olía a azahar, a la flor del naranjo, un perfume que resaltaba su feminidad-. Ya me contó Andrés que lo pasasteis mal con todo el lío que se formó con lo de Luis; sentimos mucho haberos ocasionado tantas molestias –me dijo mientras frotaba con afecto mi brazo derecho.
-Bueno, no tuvo mucha importancia, al final todo bien –dije disculpando lo sucedido, sin poder mantenerle la mirada-. No os entretengo más, he de marcharme, voy tarde.
Me despedí de ella con otros dos besos, al abandonar la cafetería me giré con cierto disimulo, mientras me ponía la gabardina, para mirarla una vez más y pude ver que ella también me miraba fijamente mientras daba un sorbo a su taza de café.
Un par de horas más tarde ya me había arrepentido de no haber aceptado ese café, no podía olvidar aquella última mirada. Me apresuré a acabar mis asuntos del trabajo para poder ir al anticuario, tal vez esté ella allí, me decía mientras caminaba con prisa bajo la lluvia.