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Como cualquier viernes, fui a la oficina de Catarina para darle clases. Ella tenía que hacer una presentación frente a unos clientes en Madrid y me pidió que llegase más temprano esa vez. Al entrar, me mostró varias láminas con gráficos, números, datos y frases de esas que se supone están diseñadas para engatusar a los clientes. Le expliqué lo que significaba el verbo “engatusar” y quedó encantada, “exacto” me dijo. Me pidió que le corrigiera la ortografía y redacción de las láminas y que además le diese ideas. A los pocos minutos le dije que ella no tenía errores y que yo no tenía ideas. Ella es una persona muy competente y perspicaz, eso facilitaba mi trabajo pero al mismo tiempo evidenciaba que, a esas alturas, mi función allí era prescindible. Le pedí que hiciera una práctica de la presentación. Estuvo de acuerdo y la hizo. Estuvo impecable, como siempre. Empecé a comprender que mi trabajo con ella estaba llegando a su fin y que la cercanía de las vacaciones veraniegas sería el pretexto perfecto para que ella terminase con esta relación laboral que había sido tan provechosa para ambos, pero cuyo círculo se cerraba.
Catarina es la directora de marketing de una importante compañía trasnacional cuya sede europea está en Lisboa. Durante un año nos hemos estado viendo religiosamente todos los viernes, a veces de 3 a 5 de la tarde, otras de 1 a 4, dependiendo de su disponibilidad y necesidad. Es una persona muy ocupada, una super multitasking de esas que es lógico que dirija a muchas personas y tome decisiones que llaman “importantes”. El plan original consistía en que yo la ayudara con su español al más alto nivel: redacción de contratos, negociaciones telefónicas, campañas publicitarias, preparación de entrevistas, exposiciones orales, ventas en España, etc. Pude comprobar a los pocos minutos de conocerla que su español era excelente, tanto escrito como oral. Pero como ella es tan perfeccionista decía que tenía mucho que aprender. Supe en ese instante que yo aprendería más de ella que viceversa.
Después de hacer la práctica de su presentación y decirle que no había habido el más mínimo error, miró su reloj y se dio cuenta de que sólo habían avanzado 35 minutos. La clase estaba prevista en esa ocasión que durase 3 horas. Pensé que me diría que me fuera y que me pagaría las tres horas previstas (como llegó a pasar en varias ocasiones), pero no fue así. Entonces supuse que esa vez me utilizaría de escudo: una excusa estupenda para evadir a determinadas personas, determinados conflictos y determinadas reuniones en un día difícil en la oficina. Siempre estaba atiborrada de trabajo. Me preguntó si quería más café mientras lo servía sin escuchar mi respuesta y, distendida, me dijo: “Juan, ¿por qué nunca me hablas de tu país?”
Aquella pregunta me tomó por sorpresa. No la vi venir y en completo desconcierto respondí con torpeza: “porque yo vengo a darte clases y a escucharte, no a hablar de mi país”. Enseguida me di cuenta de que había sido un poco brusco y le pedí disculpas. Ella sonrió y me dijo que realmente le daba curiosidad. Que ella sabía mucho de Venezuela, que ella estaba muy consciente y enterada de lo que ocurría en mi país y que admiraba mi profesionalidad. Dijo también algo así como que un verdadero profesional es alguien que tiene una capacidad estoica especial, “y tú la tienes”, cerró diciendo. Me sentí realmente halagado pero de todos modos busqué evitar el tema a toda costa diciendo algo tonto sobre su presentación para Madrid. Me respondió: “Juan, si no quieres hablar de tu país, sólo dilo, no hay problema”. Me quedé pensando un momento y comprendí que era cierto, que no quería hablar con ningún portugués sobre mi país, pensé que era inútil, que aquello era incomprensible, complejo y absurdo, que una persona como Catarina no tenía por qué aguantar un discurso banal sobre las causas de una crisis profunda de un país tan extraño para ella. Viendo que no iba a lograr que yo me desahogara (pensé por un momento que eso era lo que intentaba hacer), fue muy hábil y me dijo: “entonces dime cosas bonitas de tu país, cosas de las que te sientas orgulloso”.
Mirándola fijamente a los ojos quise darle a entender sin palabras que era exactamente igual, que no se trataba sólo de evitar hablar de lo malo, sino que se trataba de evitar el tema en toda su dimensión, pero sobre todo, evitar hablar de lo bueno, de “lo bonito”, porque eso era aún más doloroso. Pero ella ya no quiso entender e insistió. En una postura verdaderamente incómoda tuve que ponerme a pensar mientras veía a través de la ventana de su oficina algunos balcones hermosos del Bairro Alto lisboeta a través de la avenida Liberdade. Por supuesto, me inundaron la mente las playas de Aragua: Choroní, Cepe, Ocumare y Cata; luego las de Margarita: Guacuco, Caribe, El yaque; después las de Falcón, después las del litoral central y antes de abrir la boca comprendí que no podía vanagloriarme de playas frente a una portuguesa culta que hace windsurf, submarinismo y paddle en Nazaré, Comporta y Sesimbra. Luego pensé en la luz tropical venezolana, en ese resplandor que blanquea el límite de las llanuras o que moldea el Ávila al alba, pero también supe que no podía presumir de ello estando en la capital europea de la luz. Ella sonreía intrigada. Empecé a decir cosas: “hay gente muy talentosa, con mucho sentido del humor”. Luego me sonó estúpido lo que dije, pero continué ya sin impulso: “hay escritores buenos” a lo que ella respondió “ah, ¿sí? ¿tienen a algún Pessoa?”. Respondí: “con esa trascendencia, obviamente no”. Y ya balbuceando continué: “Pero bueno, hay científicos importantes, ingeniería de calidad, médicos talentosos, deportistas muy buenos, la comida es muy rica, el pabellón, la arepa, las cachapas, la hallaca, el asado negro, la carne en vara, y la gente sabe bailar”.
Todo aquello pareció ridículo una vez dicho. Imaginé la dificultad intrínseca de las campañas turísticas, ¿cómo hablar bien de una tierra sin caer en el chauvinismo, la cursilería y el lugar común? ¿Qué es Venezuela? ¿Un póster del Salto ángel o de Los Roques? ¿Una sonrisa esmaltada de una miss universo o la impronta melodramática de Delia Fiallo en las producciones televisivas? ¿Un Caracas-Magallanes o una noche de San Juan en Curiepe? ¿un montón de mujeres “afortunadas y bendecidas” frente a un montón de mujeres que anhelan serlo? ¿Un montón de hombres barrigones con una lata de cerveza en la mano frente a otro montón de hombres con corbata y un vaso de whisky? ¿Una estatua ecuestre de Simón Bolívar o sus largas patillas? Empecé a darme cuenta de que no podría decir nada que no fuese un tópico y a darme cuenta también de que yo no sabía hablar de mi país, no tenía nada genuino que decir que no respondiera a mis vivencias más personales e intransferibles, y estaba abrumado con las noticias malas y las crisis nacionales que habían estado allí desde que tuve uso de razón, con la peculiaridad de que cada vez la situación era peor y se había llegado a lo más temido, a lo único que nunca había pasado antes: la diáspora. Catarina entonces comprendió que había tocado una tecla realmente delicada y quiso entonces intervenir, como para acudir a rescatarme.
Decidió contarme una breve anécdota que parecía no tener relación con el tema: “Todos los inviernos escojo una semana para irme de vacaciones con mi esposo (ella ha estado casada cuatro veces) y mis hijos. Siempre vamos a África. A veces Angola, a veces Mozambique, otras Cabo Verde y otras Sao Tomé. Hace como unos quince años, en Sao Tomé, alquilamos un chalet de madera en la capital, en un rústico parador hostelero de unos portugueses. Con otras dos parejas portuguesas que conocimos allí, decidimos hacer varias excursiones juntos. Un día fuimos a una playa muy aislada llamada Micondó. Aquel lugar parecía una imagen del mundo antes de ser habitado por el ser humano. Todo tan virgen, tan puro, tan ancestral. Sao Tomé es además una isla que es en términos geográficos el verdadero centro del mundo, tiene una energía única.
Llegamos con nuestra nevera de playa y nuestra repugnante costumbre de querer la comodidad en el medio de la selva. Mi esposo –el de ese entonces- se disfrazó de buzo y se sumergió en el agua durante horas. Me quedé entonces conversando y bebiendo cachaça con las otras dos parejas. Entonces Aparecida, así se llama, sacó de su mochila un instrumento musical pequeño de cuerdas, que luego supe que era un “cuatro”. Aparecida era portuguesa de origen y se había casado con un portugués en Aveiro, pero había nacido en Venezuela y había vivido allí más de 40 años. Empezó a entonar canciones venezolanas con una serenidad y una voz tan dulce, que sentí que habíamos escapado del tiempo y del espacio. Cantó durante horas. Fascinada por las canciones y por su interpretación le preguntaba siempre por el nombre de las piezas y de los géneros, y anoté lo que pude porque quise apropiarme de esa música. Puedo hasta decirte algunos títulos que recuerdo, cantó polos margariteños, cantó Anhelante, El gavilán, La matica, Guayana es, Moliendo café, Brisas del Torbes, Caballo viejo, Motivos y una canción hermosa que le encantaba a mi padre y que yo no sabía que era venezolana: Ansiedad. Aquella tarde fue inolvidable para mí, además entablé una amistad muy sólida con Aparecida y Ramiro, su esposo. A partir de aquel viaje nos frecuentamos mucho, muchas veces los visité en Aveiro y ellos me visitaron en Cascais. Aparecida siempre hablaba de Venezuela, siempre.
Hace dos años Ramiro murió. Fui a Aveiro al sepelio y a acompañar a Aparecida. Me asombró la extraña mezcla de serenidad y tristeza que había en su rostro. Prácticamente no habló durante el funeral. Ya en el cementerio, mientras se inhumaba el cuerpo, Aparecida sacó su cuatro y entonó admirablemente su “Ansiedad”. La voz no se le quebró pero las lágrimas le saltaron. Aquello pareció un verdadero ritual sagrado que conmovió hasta a las piedras, a la vez, me transportó mágicamente a la playa de Micondó. Percibí en su voz la misma vibración nostálgica del que asume la necesidad de enaltecer lo que se sabe ya perdido para siempre”.
Cuando terminó de hablar, tuve que buscar una forma desesperada de lograr un anti-clímax para eliminar cualquier atisbo de sentimentalismo que pudiese escaparse de mis riendas. Le dije: “si tú necesitas clases de español, entonces yo también”. Ella reventó a reír, como liberando la tensión que su propio relato había generado. Me dijo: “bueno, basta por hoy. Nos vemos el próximo viernes”. Me levanté y justo antes de irme, añadió: “Aparecida se fue a vivir a Paraguachí, en Margarita, me escribió diciendo que se puede vivir con una gran saudade esencial, pero no con dos”.
P.D: acá les dejo el link de la canción ansiedad de nuestro maestro Simón Díaz
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