La pequeña pradera se tornó inconsolable, el bullicio aledaño de motores vertiginosos la proveyó de un duro corazón, aprendió a no soñar. Cansada de no lucir el verdor y la flor, la mazorca y la espiga, se lanzó al abandono, a sollozar con el alba. Se dio por gemir su soledad y desapercibido rostro de desidia y olvidos. Enterada estaba que no esparcía encantos en su contorno, que la gente transitaba muy cerca sin apegos, inadvertida, obviandola con desfachatez, ignorándola con displicencia . Nadie le daba una consoladora mirada, nadie estaba al tanto de saber, ni de sospechar acaso que padecía de soledades, que urgente requería de tiernas manos que le acicalaran su juvenil figura, su corazón húmedo y fértil que añoraba el agua vertida con candor sobre su epidermis aterronada de veranos sin amor. Nadie intuyó jamás que su amanecer era claro rocío y trinar de pájaros alborotados, ni que bandadas de garzas vagabundeaban en su cielo de asombros, nadie se percataba que sus tardes se hartaban de nostalgias en el viaje de los crepúsculos hacia la infinitud de la noche, hacia la penumbra y el ocaso. Nadie sabía que ella más que hectáreas y abrojos, más que malezas adormecidas, más que polvareda en la inclemencia de marzo y lodazal en los chubascos de octubre. Todos ignoraban que podría algún día, palpitar al llamado de un nombre, que más que promesa era una reiteración de la tenacidad enclavada. La Milagrosa se le puso por aparejamiento con el desafió. Pero no tarda para siempre el desamor y el olvido, no retrasa tanto la caricia y el mimo de la mano tierna que milagrea la tierra desolada, la sabiduría asentó su fragor y su delicia. Entonces ocurrió que el beso acerado del arado desembarazó el frescor de la tierra y la mano inquieta, hacendosa, maternal, aniquiló malezas y nutrió sus entrañas y derramó semillas en los surcos de su lecho. Brotó así la hierba adormecida y reventó su verdor de promesas ignoradas, la flor desparramó su inacabable colorido y encendió el campo de aromas y abejas. Luego fue la morada, la campesina, coqueta, vanidosa la que espantó todo lejano desgarramiento de aridez y fantasmal horizonte. La casita campesina con su sinuosa hilera de varas apretadas rumoreándose con sabor a galletas, el papagayo apretado en el costado como clavo de la infancia. Más tarde fue el calor, el humano calor el que colmó sus predios, el que anidó esperanzas, el que diluiría al fin pesadillas pasadas de esta tierra encantada, de esta plácida tierra de refugio hechizado. Las cosas han cambiado, lo dicen las mutaciones de septiembre, la pradera ahora sueño. Al declinar el día, el ocaso parlotea con las venustas hierbas y enfiestan sin fatigas cada asedio. Ya no está la tierra delirante de amor, es otra ahora, derrama presuntuosa y charlatana su engalanada estampa y nos convida ufana a visitar sus confines remozados para la cosecha primogénita que parirá en diciembre.
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