Tengo la costumbre de salir a caminar por las noches. A punto de terminar verano, salvo que seas masoquista no sales a caminar si no ha bajado el sol. Y eso aquí significa que no se te ocurre salir al menos hasta las 7 pm. Antes de las 7 pm, es una locura, el sol brilla a las 5 pm como si fueran las 2 pm en mi antigua ciudad. O usas lentes oscuros (descartado, sin lentes normales no veo más de 5 metros) o te arriesgas a que el reflejo del sol en una pared blanca queme tu retina y quedes ciego al menos por media hora. Eso sin contar con que no hay viento y el poco viento que sopla se siente como secador de pelo.
A ver, pero no se vayan a imaginar que ando en mallas, caminando rápido o pegando saltitos para ponerme en forma. No, para nada. Camino para distraerme, para despejarme un poco y para estirar las piernas; me pongo una camiseta de 2 euros, unas bermudas de las rebajas de Primark y unos zapatitos cómodos; me pongo audífonos en las orejas y empiezo a caminar.
Una de las ventajas de ser inmigrante es que nadie te conoce; así que puedes ir "cantando" por la calle con la mascarilla de corbata pensando en pajaritos preñados y mientras tengas ojo avizor para subirte la mascarilla cuando pasa un policía, puedes ir tranquilo. A veces me miran feo (coronaparanoicos) pero me importa un comino.
Tranquilidad. Esa es otra ventaja. Tras casi dos años afuera al fin puedo caminar sin pegar un brinco cada vez que pasa una moto. Puedo escuchar música sin temor a sentir una pistola en la espalda acompañada por una voz que diga: "dame el teléfono".
Pero también hay desventajas. A veces me siento como un loco, pero la mayoría de las veces me siento como el único cuerdo en kms a la redonda. Sí, debería conocerlos, me crié con isleños y con sus familias. De hecho, los conozco bastante bien, pero a los viejos, a los de la generación de mi padre y quizá, a los de la siguiente generación.
Pero algo pasó en España. Algo pasó aquí que volvió a mucha gente loca o quizá, algo me pasó a mi que los cuerdos me parecen locos.
Por ejemplo, hace un par de días iba caminando por una avenida medio concurrida y cuando miro al otro lado de la calle por el rabillo del ojo veo que alguien está paseando a un perro bastante extraño. Pequeño, delgado, con un paso renuente tras su dueña. De hecho, no caminaba, se resistía a caminar; leyendo te imaginarás uno de esos pinchers, esos perros que parecen más bien ratas de ojos saltones y pésimo humor. Pero no, no era uno de esos. Giré la cabeza y enfoqué mejor, estamos hablando que estaba un poco oscuro y era al otro lado de la calle en una avenida concurrida, habían peatones y coches circulando, con las luces encendidas que me encandilaban un poco. Me costó un poco distinguir bien la silueta.
¡Una mujer iba caminando mientras arrastraba al GATO que paseaba como un perro!
¿A quién coños de la madre se le ocurre pasear a un gato?
¡Es un GATO COÑO! ¡LOS GATOS SE PASEAN SOLOS!
No, la categoría gato no es una construcción social. Ni perro.
En fin, no me quedó otra que soltar una carcajada. De dos cuadras.
Lo irónico, quién vio la escena seguro pensará que EL LOCO SOY YO!
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