—O me podas la mata del frente o tú y yo no volvemos a acostarnos en la misma cama.
José Ignacio fregaba los platos sin jabón porque aún no cobraba la primera quincena del año. Su mujer soltó aquellas palabras sin perturbar el clima sosegado de la vivienda.
— ¿Qué?
— Sí, lo que escuchaste sí fue lo que te dije —cesó su intento por sacarse la pintura de las uñas sin acetona y posó su mirada de hierro en los ojos de quien había sido su amigo, su esposo y en contadas ocasiones su amante por ya más de 12 años—. O me podas la mata del frente o tú y yo no volvemos a acostarnos en la misma cama… ¡Y tú sabes todo lo que eso conlleva, José Ignacio!
El hombre se secó las manos en sus jeans desteñidos por los malos ratos, y dejó que el agua del grifo suavizara los espaguetis rígidos que aún se hallaban soldados a la vieja olla. Perturbado, trató de tragar saliva, pero aquellas palabras le habían secado por completo la boca. Pensó de pronto en los escenarios:
La venenosa amenaza significaba que él tendría que irse; que el caluroso y en ocasiones asfixiante santuario de la intimidad que siempre había sido de ambos, y nunca de nadie más, perdería su condición sobrenatural… convirtiéndose en una ingrata habitación para dos ocupada por solo una persona.
Y José Ignacio presintió cómo sería aquella pesadilla doméstica: entendió que se acabarían los 15 minutos de amor apurado que se dedicaban una vez a la semana, que tendría que olvidarse de sostenerla en sus brazos, de dormir acurrucados en cucharita, de los mañaneros que se sentían como una obra pasional surgida del mismo Espíritu Santo.
José Ignacio era consciente de que el espacio en su cama tarde o temprano sería bien utilizado por otro amante. Pensó pronto en el tacto denso y caliente de su mujer, pervertido y vinagroso por ser sentido por un hombre que le sería ajeno.
Porque José Ignacio tenía una cosa clara: su mujer se sentía de él tanto como él se sentía de ella.
Y era verdad. Carlota Carmen amaba a José Ignacio como ama la gente que no ha conocido nunca algo mejor: con la terca convicción de que con paciencia, y con las uñas afiladas, las cosas pueden funcionar.
José Ignacio era conocedor del carácter poco especulativo de su mujer. No hubo en su matrimonio amenaza que no cumpliera, o promesa que no resguardara. Por ello, José Ignacio temía ver partir a su amor lejos de sus brazos, temía olvidarse de cómo se oían sus gritos al ser amada o importunada, temía olvidarse de su olor… ¡de su olor, sí! A José Ignacio le aterraba olvidarse de aquel olor a niña que ni el paso del tiempo ni las primeras canas pudo nunca alterar.
Ambos salieron hacia el jardín, y Carlota Carmen apuntó, obstinada, hacia el árbol que brindaba sombra a toda la casa.
— ¡Mira eso, José Ignacio! ¡No puede ser que desde julio nadie haya podado esa vaina! ¿Será que tengo un hombre en esta casa o habrá que ver en tu cédula si naciste mujer?
— ¿Dónde están las tijeras?
— ¡Las tengo metidas en el rabo, José Ignacio! —Tomó pausa, respiró—: están en el mismo sitio donde las dejaste olvidadas hace 6 meses… ¿Dónde más iban a estar?
José Ignacio comprendió entonces que la amenaza, y todo el consiguiente escándalo, habría surgido nada más, y nada menos, que por amor. Las ramas del árbol alcanzaban ya los cuatro metros, y se escurrían por aquí y por allá, llenando de bichejos la casa entera.
Si sus aptitudes como jardinero no fueran tan deficientes, quizás hubiera podido encargarse ya del podado y de la limpieza del árbol. Pero los meses transcurrían y observaba con la placentera culpa del procrastinador cómo su tarea se iba complicando con cada día que moría. Además, sumado a todo lo anterior, José Ignacio sufría un fuerte temor hacia las alturas.
Sabía que Carlota Carmen sabía que él solo se iba a mover si se le amenazaba con la muerte de su dignidad conyugal, y entendía que esa jugada le causaba a ella tanto pánico como a él. Pero el amor, como los buenos culos, siempre ha movido más al mundo que el miedo.
José Ignacio se puso manos a la obra: se colocó su mascarilla de soldador, sus guantes de obrero y el mono de algodón con el que fue al colegio y se encaramó sobre el tronco. Le pidió a la mujer las tijeras, y cortó por aquí, y cortó por allá.
Carlota Carmen sonreía orgullosa. Preparó limonada con los limones que le robó a su vecina, y se sentó bajo una sombrilla a observar aquella proeza de las dos de la tarde.
En media hora, José Ignacio dio por concluida su lucha, y sintió que el peso de los problemas del matrimonio se desvanecía de sus hombros. Más tarde le pediría a Carlota Carmen en la cama que le hiciese un masaje, que le acariciase la calva… ¡Incluso se arriesgaría a pedirle que lo besara!
— ¡Mira, muchacho! —Gruñó Carlota Carmen desde su silla plegable, sacándolo de sus sueños vívidos —¿Y tú no piensas rebajarle el tamaño a la rama más alta? ¿O es que piensas que eso se va a caer de ahí solito?
José Ignacio miró hacia arriba, y se le alborotaron los parásitos del estómago y del ano. Se reconoció a sí mismo cagado del miedo. Y hubiese huido de aquella empresa, hubiese dejado que aquella rama creciese hasta los cielos si le daba la gana, de no ser por la certeza consecuente del fin del amor.
Y subió como pudo la mata indeseable, rasgándose el mono, los brazos y el alma. Pensó, para alejar el miedo, en las razones por las que se dignaba a hacer tal acto de valentía.
Se descubrió meditando sobre lo mucho que lo satisfacía aceptar el rechazo de su mujer cuando él tenía ganas de hacer el amor. Encontraba placentero permitir la egoísta libertad en la que Carlota Carmen se apoyaba. No había experiencia más exótica y afrodisiaca en la vida entera, y de eso estaba seguro, que la de vivir en guerra con una leona.
José Ignacio alcanzó la copa del árbol y notó que las ramas se hallaban enredadas en los cables de corriente que corrían de poste a poste.
—¿Qué se supone que debo hacer ahora? —preguntó a su mujer.
—Bueno, tú eres el hombre… yo no sé.
Qué carajos, pensó José Ignacio, o corto esta vaina y muero como héroe o me bajo y huyo como un cobarde.
José Ignacio cortó, y el peso en suspensión de la rama hizo desprenderse los cables de corriente. Sonó un chispazo del diablo que pudo oírse hasta por Pantanillo. José Ignacio cayó del árbol por la impresión, y todos los vecinos salieron alarmados de sus casas.
— ¡Vecino, vecino! ¿Está usted bien? —preguntaron en coro, acumulados a su alrededor.
— Miren, yo no sé… pregúntenle a mi esposa.
Sonó otro chispazo del diablo que pudo oírse hasta en San Juan. Uno de los niños de la calle gritó:
— ¡Coñísimo de la madre, se fue la luz solo en nuestra calle!
Todo el mundo replicó la mentada de la madre. Hubo quien la dirigió a la progenitora del mandatario primero.
Carechola, una de las amistades más cercanas de José Ignacio, se le acercó y le preguntó:
— Mi hermano querido… ¿Tú eres loco o te pegó la mariquera? ¿Qué hacías tú encaramado allá arriba? ¿Te la quieres tirar ahora de Spaiderman?
José Ignacio, ebrio de dolor, habló desde el suelo:
— Mi compadre del alma, no habrá dolor ni pena que aqueje mi alma, ni humillación o calvario que me conviertan en indigno, ¡pues lo que hice, todo ese mierdero que hice con esa mata, lo hice por amor!
Sonó otro chispazo que pudo escucharse hasta en Villa Dorada. La urbanización entera se quedó sin electricidad. El mismo niño profirió un último grito:
— ¡Coñísimo de la madre, ahora resulta que nos quedamos sin luz por amor!