El sol y la luna giran y giran.

in #spanish6 years ago

Viviendo donde vivimos, en la dulce y trágica madre patria, al norte del sur, donde caminar sustituyó, como en una especie de evolución ecológica totalmente indeseada, al conducir; donde poquísimos tienen muchísimo y muchísimos tienen
poquísimo: allí, en esa tierra, la persona más buena, más positiva y más amable puede cambiar su naturaleza por completo, adoptando el cinismo, el más crudo, como mecanismo de defensa. Él se había transformado en un cínico.

Los inocentes al empezar a exponerse al mundo se someten a cambios, cambios involuntarios pero necesarios: unos se encierran, otros se deprimen, otros adoptan posturas maliciosas, otros simplemente optan por hacerse invisibles… el optó por ocultar, con muchas capas, con muchas máscaras, con mentiras y falsas actitudes, su corazón inocente, transformándose en un cínico, en un completo pesimista.

Odiaba todo. Odiaba las risas, odiaba el derroche; se preguntaban cómo podían algunos derrochar, cómo podían algunos fingir, en esta situación, ser cosas que realmente no son; cómo un niño rico comía y bebía, y cómo vestía caro, cómo hablaba con modismos sifrinos, como podían andar en camionetas, salir de fiestas, coger en hoteles lujosos, viajar en grupo a sitios lejanos, subir fotos a Instagram y tener más de 300 likes…, cómo podían oler bien y vestirse bien todo el tiempo. Lo odiaba, el odiaba todo eso, pero porque se sentía el mismo impotente, incapaz de nada, envidioso. La envidia lo carcomía: sentía que todos ellos eran crueles, malos y egoístas sólo por tener lo que otros no.

Hasta a los que se iban lejos, a ellos los odiaba también. La felicidad ajena le causaba asco, repulsión: la sentía como algo incorrecto, como si la felicidad de otros fuese una cachetada, un insulto, para aquellos que, como él, se sentían en el fondo del agujero de aquellos quienes ha sido olvidados. Él se sentía olvidado.

Pero sonreía, todo el tiempo sonreía. Sonreía a todos, pero el odiaba, sentía mucha rabia dentro de él. A todos sonreía, a todos apoyaba y a todos intentaba alegrar el día, hasta a quienes odiaba profundamente. Sonreía bastante, pero solía quedarse sin batería. Cuando esto pasaba, él desaparecía: desaparecía la extroversión, la buena vibra, el optimismo y todo tipo de intento de conversación. Lo llamaban bipolar, aquellos que disfrutan usar el término a la ligera, cuando desaparecía, cuando se alejaba a recargar baterías; pero él sabía, él se conocía: sabía que cuando la rabia y el odio estaban por emerger lo mejor era desaparecer antes de explotar.

Sentado en un rincón, en una esquina, observaba mientras recargaba las pilas, en completo silencio. Comprender por qué las personas actúan como actúan y por qué quieren lo que quieren era para él, para el cínico, entretenido. La rubia se tomaba fotos todo el día, asumía el cínico que era por necesidad de atención; el alto, el que andaba con tres mujeres, era mujeriego porque se sentía inseguro, porque su vida era un desorden y porque necesitaba suplir el amor propio con bonitas palabras ajenas, eso asumía el cínico; el moreno de la esquina, el afeminado, se escondía, caminaba asustado, deseaba pasar desapercibido, pues sus propios complejos lo atormentaban, eso asumía el cínico. Se creía señor absoluto de todas las verdades, se creía que todas sus deducciones iban en la dirección correcta. Pero había personas muy difíciles de leer, personas que lo frustraban.

Ella se sentaba siempre en un rincón, en una esquina. No hablaba mucho, sólo fingía prestar atención y, luego, prestaba atención verdadera a su teléfono. Al cínico le gustaban sus ojos, grandes y marrones. Intentaba leer que había en ella, pero le costaba. Pronto se dio cuenta que lo que buscaba era un cruce de miradas, y ella lo percibió. Se miraron dos, tres… siete segundos, y él desvió la mirada, sonriendo: por diez segundos el cínico no odió a nadie. Luego de desviar la mirada, se levantó y se fue: su estado de odio y cinismo, del cual se sentía orgulloso, se veía amenazado por cosquilleos estomacales.

Pero volvía, a diario, al mismo sitio. Cuando la veía, morena, seria, rígida, hermosa y distraída, él se distraía: su mente volaba y lo proyectaba lejos, en un mundo mágico donde la morena de grandes ojos sonreía al verlo, le sostenía las manos, caminaban por la playa…, un mundo mágico donde el cínico le hiciese el amor en una nube a la morena, en una nube al final de un arcoíris. Cuando no la veía, el cínico era más cínico, el cínico odiaba más y con más fuerza. Dale lo que quiere a un hombre débil y, por un momento, parecerá un hombre, quítaselo y se volverá un trapo sucio en el suelo. Él se sentía como un trapo sucio en el suelo cuando le quitaban lo que más quería.

-¿Qué me miras tanto siempre?-. Lo tomó desprevenido. Ella se le acercó y, con postura hostil y un tono pícaro en su voz, sacó al cínico de su ensoñamiento, mientras él recargaba sus baterías.
-¿Qué miras tanto tú?-. El cínico pego el retruco.

Él miraba directo a sus ojos. Ella tenía el busto abultado y las caderas bastante anchas: estaba muy buena; pero el sentía sus propios ojos encadenados a los de ella. Aunque vamos, le veía el culo cuando se ponía de espaldas.

No hablaron mucho la primera vez: ella se ofendió por el retruco. La segunda y la tercera vez tampoco, pues él era un cínico poco cortés y ella acostumbraba lo dulce, acostumbraba atención desmedida, elogios compulsivos y, en síntesis, que se arrastrasen por ella. Lentamente las cosas cambiaron.

Para seducir a alguien así, que está acostumbrado a tener todo, para seducirlo realmente, hacen faltan ciertas habilidades y detalles. Debes negarle todo mientras todo le das, debes evitar hacerla creer que es el foco de tu atención mientras le das a demostrar que sólo a ella miras, debes cuestionarla, confundirla, molestarla y obstinarla; debes cambiarle el foco, cambiarle la lupa con la que todo mira, debes cambiar el mecanismo viejo y oxidado de su mente por uno novedoso y brillante. Debes ser capaz de enseñarle cosas que ella no sabía que quería, debes ser capaz de enseñarle cosas que tú quieres que ella quiera, de enseñarle a necesitarte, de hacerte tan insoportable y necesario al mismo tiempo que le resultes vital. Aunque claro, esto puede ser una completa idiotez, una falacia, un conjunto de palabras dichas por alguien que cree entender cómo puede un hombre cogerse a una mujer: puede ser todo eso. Pero al cínico, aunque sin planearlo, le funcionó.

A la morena le gustaba el cínico. Su palabrería oscura, sus comentarios sarcásticos, sus elocuentes susurros al oído, y sus pequeños ojos de niño, que la observaban ahí donde fuese. Le frustraba, también, que éste no diese un paso más allá: que como el resto de sus pretendientes, que eran muchos, no intentara salir de ahí con ella, llevándola a lugares fantásticos, como una tasca o una discoteca, porque aquí en Venezuela los lugares fantásticos son bien escasos.

Pronto se dio cuenta el cínico de que ella era la encarnación de todo lo que él odiaba. Era obstinada, caprichosa, emocionalmente inestable; adinerada, despilfarradora, aventurera; era inteligente, pícara, complicada y sencilla, era deseada por todo hombre…, y notó que ella carecía de ambiciones, que no parecía expresar deseos por alcanzar algo, lo que fuese, mas allá de la realidad de mierda en la que vivían. Él se dio cuenta que todo esto lo odiaba, y también se dio cuenta pronto que todo esto lo amaba.

Ella salía, bebía, jodía y se enamoraba. Él se frustraba, viviendo encerrado en la Venezuela solitaria, sin dinero, y pensaba en lo mucho que la odiaba. Ella y él eran, en cierta medida, íntimos: ella hablaba, a veces, de sus amores; él fingía no prestar atención, cuando quería, en realidad, quedarse sordo, quería no escucharla. El cínico, amaba a la morena, amaba estar a su alrededor, que ella sintiese confianza hacia él, pero odiaba, a la vez, todo eso: se sentía anulado, incapaz como hombre. Él deseaba que ella lo desease, pero sin ser uno más del montón; deseaba marcarla, crear en ella el recuerdo más precioso de amor; quería destrozarla y reconstruirla, quería sentirse poderoso a través de ella. Él sabía, pese a todo, que si llegaba a tenerla jamás podría mantenerla, al menos no en su lamentable estado actual, donde no se quería ni el mismo, donde todo lo que quedaba de él era la autocompasión,.

Nunca le había hablado a la morena, nunca le había hablado desde la verdad; quitándose todas las capas y dejando de ser un cínico; contándole a ella su verdadera historia. Pero ese día lo hizo.

Se acercó, la beso en la frente mientras le sostenía, con su mano, su cuello tibio. Se sentó en el banco frente a ella, sostuvo sus manos y empezó, luego de encadenar sus ojos con los de ella, a hablar. Habló de cómo el sol y la luna se perseguían, viéndose a lo lejos, hasta perderse de vista…, para luego encontrarse y fusionarse en un corto eclipse, justo cuando ambos creían que nunca jamás se verían de nuevo. Habló de la frustración y de la pena, del odio y la rabia; habló de la calma, la paz y el deseo. Habló de la imposibilidad, habló del amor. Él, le dijo a la morena, era la luna y ella era el sol: el sólo brillaba porque encontraba, al verla, una razón y un motivo, porque era su reflejo; ella brillaba porque el sol simplemente debe brillar; ellos, le dijo a la morena, se estaban viendo, en este instante de su vida, a lo lejos, y ya era hora de perderse de vista. Era hora de buscar, realmente, encontrarse. –Adiós-. Le dijo el cínico. Besó suavemente sus labios y empezó a alejarse.

Ella lo sostuvo del brazo. -¿Cómo puedes decir todo eso y luego irte, maldito enfermo? -Dijo con voz ahogada.
-¿Tú me amas?
-No lo sé… podría ser.
-¿Sí o no?
-Si…
-Eso es suficiente, en este momento, para mí. No me esperes: sigue brillando. Te amo y me amas, y el amor es aquello que no puede morir; te amo y me amas, y no me esperes, te lo pido, o no nos volveremos a encontrar jamás.

La morena abrió la puerta de su casa y salió a trotar. Vivía en Madrid, no iba a Venezuela desde el 2019. Era feliz: vivía bien, se había graduado de algo interesante, viajaba mucho, bebía y jodía mucho; y a veces, como ahora, hacía ejercicio. Trotó una cuadra, dos, tres… y vio una librería. Se acercó a observar, y allí lo vio.

Era un libro marrón. En la tapa ilustraron a la luna, de ojos pequeños, y al sol, de grandes ojos, girando alrededor de la tierra. El nombre del libro llevó ciertos recuerdos a su cabeza: “Amortis: el amor es lo único que no puede morir”. Lo compró de inmediato. En la primera página, en la zona de dedicatorias, había algunas palabras y algunos nombres que no le importaban, pero destacaba, al final y en negritas, lo siguiente:

“Para ti, sol, de un cínico que gira y gira, buscando algún día encontrarte”.


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