Sin complicaciones.
Raúl llegó a su casa temprano. Quería sorprender a su mujer, Lucrecia, así que le llevó un ramo de flores, un helado de oreo y unas bolsas de platanitos.
Raúl no era de los que se complicaban: se visualizaba a Lucrecia emocionada por las flores, recibiéndolo con un beso fuerte, oloroso a café, pues sus labios siempre olían a café; se proyectaba poniendo alguna película en netflix, sirviendo el helado en tazas y desparramando los platanitos en su bol gigante de Hot Wheels. Se proyectaba besándola en la nuca, en su cuello blanco y largo, mientras la empotraba contra el cabezal de su cama, embarrándola de helado, con las sabanas y los platanitos regados en el piso, con alguna serie mala de netflix sonando de fondo en el televisor. Raúl era un hombre muy sencillo, eso era para él la mejor noche posible. Luego de empotrarla, sin ninguna clase de tacto, con toda la descortesía y simpleza que lo caracterizaba, él se proyectaba quedándose dormido: dormir era para Raúl incluso más placentero que darle duro a su mujer, pues trabajaba demasiado.
Raúl llegó a casa temprano, con las flores, el helado y los platanitos, y buscaba cómo sorprender a su mujer; se sorprendió él al escuchar voces en el cuarto donde ambos dormían.
Estaba Lucrecia recostada en la cama, en pelotas, con ambas piernas abiertas y alzadas en el aire, en la más dulce postura de sumisión que jamás le había visto; y sobre ella estaba, en pelotas también, un delgaducho hombre, pálido como la nieve, dándole como todo un misionero.
Ambos se veían fijamente a los ojos, encadenados visualmente, y él movía su delgaducho trasero de atrás hacia adelante, entrando y saliendo; Lucrecia no gemía, sólo susurraba “papi, que rico”, y mantenía su boca abierta.
El delgaducho era un empleado que Lucrecia y Raúl tenían en la casa. Raúl se había equivocado, pues pensaba que por su postura afeminada el delgaducho era del otro bando: pero ahí estaba, dándole duro.
Lucrecia y el delgaducho ni lo notaron, a Raúl. Se tomó la libertad de soltar las flores en el piso, y empezó a comerse el helado: todo esto mientras, como un voyeur, observaba la escabrosa escena. Para cuando terminó con el helado, el delgaducho se estaba corriendo dentro de Lucrecia: no usaba preservativo. “Nota mental: pagarle a los trabajadores para que les alcance pal condón”, se dijo Raúl.
Ambos se arroparon, y, en vez de dormir, empezaron a hablar. Él la entendía más que Raúl: el delgaducho era su amante y su amigo. Raúl abrió la bolsa de platanitos y empezó a comer, masticando muy fuerte, pero ellos ni pendiente. El delgaducho le daba el soporte emocional que Raúl no podía brindarle. Raúl sólo le brindaba comida, casa, spinning, educación, viajes, gimnasio, autos, ropa, joyas y dinero, pero Raúl entendía que eso no era suficiente.
Para cuando terminó de comerse los platanitos, ellos estaban por irse a dormir. Esperó que ambos cayeran dormidos para así él irse. Cerró la puerta, no dejó huellas de su llegada. Le envió un mensaje a Lucrecia: “Llegaré mañana, te amo mucho y lamento no estar para ti hoy, mi amor”.
Salió de la casa, se montó en su Audi rojo y arrancó. Fue a la zona roja de su ciudad y buscó a la prostituta que más rentable le saliese en relación costo-calidad. Se fue a un motel y ahí empotro a la prostituta, luego se quedó dormido. Raúl no era de los que se complicaban.