El Enigma de Baphomet. Novela. (75) Risa en la tragedia

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Le relatamos nuestro supuesto encuentro en la ciudad de Burgos rezando:

Captura de pantalla 2017-10-11 a las 18.10.06.png “... antes, no nos conocíamos de nada. La amistad vino iluminada por el Espíritu Santo”.
Roderico le dijo que se llamaba Ordonosindo, como su padre, para ocultar su verdadero nombre.
Habíamos discutido acerca de la conveniencia de ocultarlo. Roderico me instaba fervientemente a que yo también lo ocultara y no revelara mi nombre de pila, Martín de Castriello, por nada del mundo. Yo no le hice caso por orgullo. Más tarde me rendí a la evidencia de que no se puede despreciar la opinión de un jovenzuelo como Roderico, por más que uno se crea más viejo y experto, porque no hacerle caso supuso otro de los grandes errores que yo he cometido en mi vida.
Tras las meditaciones en los santuarios del camino, habíamos encontrado la serenidad del alma y decidimos consagrar nuestras vidas en la oración y en el trabajo dentro del claustro de San Benito. El Abad intercalaba palabras latinas como el nombre del santo al que, cuando lo nombraba, llamaba “Santus Benedictus”; pero también intercalaba otras que no le entendíamos. Además, tenía una muletilla que repetía a cada momento, que a mí me despistaba, porque, al principio, creía entenderle “ego”, que significa “yo” cuando uno habla de sí mismo, pero luego agucé el oído y decía “ergo”, con “erre”.
—Siendo peregrinos no tengo que enseñaros a rezar el Pater Noster ni el Credo, ergo...
Roderico seguía mis instrucciones de no interrumpirme, que yo había tratado a frailes de todo el orbe y sabía cómo torearlo. Aceptamos entrar en noviciado durante un año; no había más remedio.
—Estaréis bajo obediencia del cillerero hasta que hagáis votos solemnes. Él os instruirá en vuestras obligaciones. Ergo...
La palabreja dichosa estaba haciendo mella en Rodericus que, para no soltar la carcajada y estropearlo todo, ponía cara de estúpido, con una sonrisilla, simulando actitud digna y sometida, levantada la cabeza, afilando la barbilla y mirando al suelo. A mí también, la estampa de aquel fraile alcachofa con perifollos de hábitos negruzcos desbordándosele la papada pálida me provocaba risa, pero me aguantaba, porque la entrada en el monasterio era absolutamente imprescindible para nosotros.
Aquel montón de tocinos bajo el hábito más ancho que largo, al ver a Rodericus le dijo:
—Eres muy alegre, ergo...
Yo empecé a temblar como nunca había temblado en un campo de batalla frente al más fiero enemigo. Iba a estropear nuestra entrada en el convento por menos de una puntada.
Rodericus, hierático, no obstante, siguió fiel a mi mandato de no hablar ni una palabra: se puso de puntillas conteniéndose, amplió la sonrisa con los carrillos salientes y los labios apretados, acercó la oreja al hombro sin abrir los ojos y alzó las cejas arrugando la frente.
El fraile, sin pretenderlo, le imitó el gesto agrandando la blanquísima cara de sandía con dos puntos rojos en sendos pómulos como velas encendidas. Los colgajos de tres lorzas en la barriga debajo del escapulario empezaron a temblarle a causa de la risa floja y silenciosa. Nos causábamos hilaridad mutuamente.
Por unos momentos nos olvidamos de la tragedia que teníamos encima.
Al fraile se le acrecentó el tembleque, revoleó girando media vuelta sobre un pie como un danzante, y, al levantar el otro, se le soltó un pedo sonoro que retumbó en la sala sin poder disimularlo, por lo que quedó inmóvil y se le cortó la risa. Se largó sin mirarnos ni esbozar ademán de despedida y desapareció diciendo entre sollozos risueños: “esperad, esperad... ahora os atenderá frater Pelagius que yo tengo otras obligaciones, ergo... ergo...”.
Solos en la sala, Rodericus explotó la carcajada. Yo no las tenía todas conmigo hasta que llegó el siguiente fraile. Cuando nos pusimos de pie, nos indicó con una jaculatoria que nos sentáramos en el escaño de nogal negro, debajo del ventanuco que dibujaba en el suelo un cuadrado de luz del sol con una cruz en medio, reflejo de las dos rejas.

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Éste comenzó con los santos mandamientos y, como vio que nos los sabíamos, nos dijo que decidiría el Abad si admitirnos como idiotas_(Nota)*** o como hermanos conversos; pero que, de todas formas, estábamos admitidos.
—Nosotros queremos ser hermanos legos —dijo Rodericus sin controlar el impulso.
Yo lo miré recordándole que se callara. Me entendió al instante.
El fraile sonrió diciendo:
—Fuera del claustro, todo mundo cree que, en el monasterio, hay o bien monjes o bien legos. Ya os iréis instruyendo durante los seis meses de postulantado, antes de ser novicios, sobre la organización del monasterio y de las distintas jerarquías. Cambiaréis el nombre mundano. Tú serás Petrus —le dijo a Rodericus—. Tu guía espiritual será San Pedro. De momento te ocuparás de las llaves de los portones y de la portería y desde la hora sexta hasta la nona y las vísperas se te encomendarán otros trabajos mientras la mitad de los monjes descansan y la otra mitad oran. Y tú, me dijo, serás Bartolomé, como el apóstol de Kilikia.
Yo me opuse tajantemente, y el fraile abrió los ojos y torció el cuello muy sorprendido.
“Martín me pusieron mis padres y Martín llegaré a la sepultura” —le dije—. Para santificarse, el nombre es lo de menos; y sin embargo, el cuarto mandamiento me obliga a ser fiel a la promesa que les hice siendo muy niño: mis abuelos paternos están enterrados en Castriello de Salas, cerca de Burgos, y el Rey lo puso en un rifirrafe guerrero en Castrello de Halile, al lado de Astorga, donde están enterrados mis abuelos maternos; por eso yo seré siempre, hasta en la gloria eterna, Martín de Castriello de Castrello como mi padre y mi madre”.
La verdad me llenó de más orgullo.
Ante la contundencia de mi discurso, el fraile quedó muy conmovido y pasó por el aro. No le encontró réplica y no me cambió el nombre.
Por una abertura lateral del hábito sacó de sus refajos una pizarra y me la entregó con un pizarrín para hacerme un examen exhaustivo. Quería que hiciera cuentas y que escribiera al dictado. Yo negué con la cabeza como si fuera un analfabeto avergonzado de mi ignorancia. En la vida, me dije, casi siempre es mejor pasar por tonto que por listo. Tiempo tendría de demostrar que podía aprender muy deprisa. Esto me lo enseñó un jefe moro en las cruzadas, al que tuvimos tres meses prisionero creyéndonos que era un vulgar remero. Al creer los vigilantes que era persona no relevante, se relajaron en la guardia. Por haber parecido humilde e ignorante, desapareció para siempre. Si hubiéramos sabido a tiempo que era un alto jefe de la algarabía, como más tarde nos enteramos, todavía seguiría prisionero o quizás muerto.
Fray Pelagio quedó convencido de que no sabía leer, y me llamó la atención diciéndome:
—Tú serás ayudante del cillerero. Ya el Abad me dijo, dentro, que podrías desempeñar el trabajo en los almacenes de granos y otros alimentos, pues el cillerero, últimamente, se encuentra débil y necesita ayuda porque le duele la espalda; los sacos pesan mucho y tú estás fuerte.


Nota:
*** Los idiotas, en la jerarquía de los monasterios: “Los que no eran instruidos”.

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