ELECCIÓN
Estaba confundido, no entendía el motivo de ese sorteo. Bueno, prácticamente todo el mundo en ese anfiteatro estaba como yo: con un gran signo de interrogación en la frente.
Ya se me había olvidado completamente el número que me habían dado, el pedazo de papel con dicho dígito estaba en mi bolsillo. Lo saqué y lo leí mentalmente.
«Trescientos setenta y siete» repetí varias veces en mi cabeza.
En el papel no sólo estaba el número, sino que también estaba el logo de la compañía ECC que cuando lo movía el corazón parecía palpitar. En la parte posterior de dicho papel había un escrito que rápidamente me lancé a leer, pero mi lectura fue interrumpida por la voz del orador.
—Doscientos quince. —El hombre levantó la mano con la papeleta y una cámara lo enfocó.
En la gran pantalla se podía apreciar perfectamente el 215. Sin mucho protocolo, un hombre de mediana edad, creo yo, se levantó de su asiento y se fue hacia la tarima.
El público bipolar estaba más callado que un velorio de mudos.
En la tarima, dos chicas habían traído como una especie de pizarra, donde el orador había pegado la primera papeleta que sacó. El hombre portador del 215 subió a la tarima con paso firme, llevaba una camisa manga larga vinotinto arremangada a los tres cuartos de su brazo. Vi que se llevaba su dedo índice a sus labios, mandando a callar a alguien, que pronto me di cuenta que se trataba de su hijo pequeño el cual se había quedado, creo yo que con su madre.
—Bien, colócate justo allí. —Demandó el orador al hombre que había llegado a su lado—. Sigamos... —Hizo una pausa mientras volvía a meter su mano en el bowl lleno de papeletas—. Seiscientos cuarenta y ocho.
«¿Cuántas personas hay aquí?» pensé y miré a mi alrededor.
Como mínimo había ochocientas personas, o quizá hasta pasábamos las mil, o sólo quizá éramos toda la población que quedaba en ese país.
—¿Cuál es tu número? —lLe pregunté a Zoe.
—Quinientos veintiocho, tú eres el... —Me dijo y me tomó por el hombro llevándome hacia adelante—. Trescientos setenta y siete. ¿No es así?
Asentí y volteé, había olvidado que las butacas tenían unas placas de metal con los números.
—Creo que no sabes para que es todo esto, pero no perderé nada con preguntar... ¿Para qué están llamando? —esbozó Zoe mirándome directo a los ojos.
—Ni idea...
«¡Amigo tienes que mantener la conversación!» me regañé en mi cerebro.
Zoe ya había apartado su mirada, ahora veía al frente, dando por terminada nuestra "conversación". Yo bajé mi cabeza, estaba viendo mis botas que se había desajustado y me encargué de atarlas de nuevo, porque si tenía que correr odiaría que mi muerte la ocasione una estupidez.
—¿Quién tiene el seiscientos cuarenta y ocho? —Escuché preguntar al hombre en la tarima con el número en la mano.
Pensé que ya el dueño de ese número había subido a la tarima cuando Zoe y yo estábamos hablando, pero ya veía que no. Quise levantar la mirada, pero también quise ajustar las agujetas de mi otra bota.
—¿Es usted la señorita Zoe Ferrara? —Escuché una voz muy cerca de nosotros, volteó la mirada y me encontré con el traje azul militar.
—Sí, soy yo. ¿Ocurre algo malo? —habló Zoe un poco nerviosa.
No tenía idea que hacía ese hombre hablando con Zoe, al parecer nunca antes habían cruzado palabras porque el tono de nerviosismo que encontré en su voz me lo estaba gritando.
—¡Seiscientos cuarenta y ocho! —exclamó nuevamente el orador.
—Aquí están las cosas de su abuelo y su hermano. —El hombre le entregó una pequeña bolsa azul oscuro.
Zoe no es que había dejado de llorar, sólo que la tensión que había creado el orador la había distraído un poco. Pero en ese momento, otra vez, habían aparecido las lágrimas a montones.
—Gracias... —susurró abrazando la bolsa.
El hombre asintió y volvió a su posición en las puertas con su arma.
****
Tenía tantas ganas de abrazar a Zoe, de tranquilizarla, de decirle la típica frase "todo va a estar bien" para que se fuera calmando poco a poco, aunque ambos sabíamos que nada lo estaba. Pero no, sólo la estaba viendo con mi mano tocando la costra que me había dejado las puñaladas.
—¡Último llamado para el seiscientos cuarenta y ocho!
Zoe sacaba las cosas de una en una, llorando cada vez más cuando veía algo de sus parientes: Un reloj, dos billeteras, una esclava de oro, un teléfono celular, unos audífonos y por último los dos papeles con los números.
—¡Revisa los números! —La desperté de su trance—. ¡Quizás sea uno de ellos sea al que están llamando!
No sabía porque la estaba animando, si ni siquiera sabía para qué estaban llamando personas al azar.
Zoe como un rayo se levantó de la butaca gritando como una loca.
—¡Yo lo tengo! ¡Yo lo tengo! —Salió corriendo hacia la tarima, dejándome todas sus cosas.
—¡Vaya loca! —dijo quien estaba sentado a mi otro lado.
—Y tú eres un imbécil —susurré.
—¿Hablas conmigo? —inquirió.
—Para nada...
****
—Estén pendiente de sus números, no queremos perder tiempo —dijo el hombre en la tarima. Zoe ya había llegado y se había colocado junto con el primer elegido.
Miraba a Zoe que se limpiaba su cara con su antebrazo. Quise mirar más allá para buscar a mi padre, pero la gran pantalla no me dejaba ver.
El orador hizo el mismo recorrido unas cuatro veces más. Llamando a los números: 12, 109, 96, 763.
El 12 era un mocoso creo que de la misma edad que su número.
La 109 era una chica alta con cabello corto color rojo, llevaba una mini falda y tacones que cuando subió los escalones para entrar a la tarima dejó mostrar más de lo debido.
«¿Cómo carajo llegó hasta aquí? ¡Y con tacones!»
Quizá todo el mundo había llegado de lo más tranquilo, pero eso era algo imposible las calles siempre estaban repletas de Contemporáneos y Antaños.
«Esto tiene que estar arreglado...»
96, otra mujer, pero ella sí lucía decente. Era una futura madre, ya que era notable su gran barriga.
Un chico adolescente que llevaba unas gafas de sol en un lugar cerrado, ¡en Canadá! Eso lo decía todo. Él era 763.
Uno a uno fue subiendo al momento de su llamada, colocándose con los que ya habían llamado antes.
Guardé todo lo que Zoe había sacado de la bolsa, excepto el teléfono celular, eso lo metí en mi bolsillo junto con el mío que llevaba más de dos semanas sin cargarse porque aún tenía batería, esa cosa nunca la usaba, sólo para llamar a mis padres cuando me encontraba fuera de casa. Le regresaría todo a Zoe en cuanto se bajara de la tarima.
—Siguiente —habló el orador terminando de pegar la papeleta en la pizarra y yéndose hasta el bowl metiendo la mano—. Trescientos setenta y siete.
El número me retumbó en la cabeza, me sonaba muy familiar y comprendí que se trataba del mío.
Levanté la mano con el papel que decía ese número y empecé a salir por el lado derecho, por donde había salido Zoe y me llevé la bolsa conmigo.
El revólver que me había dado Zoe para que acabara con el sufrimiento de su hermano se me cayó al suelo, parecía un bobo corriendo tras él por las largos escalones. Tuve suerte de que no se hubiese disparado solo.
Escuché unas pequeñas risitas, pero no le di importancia y empecé a subir los peldaños para entrar a la tarima. Seguía sin ver a mi padre, creo que todos los médicos ya se habían ido tras escenario.
Me coloqué al lado del chico con los lentes de sol.
—Bonita chaqueta hermano —comentó el chico, tenía una voz ronca parecida a la de un fumador, quizá sea uno de ellos, quizás no.
—Gracias —asentí y busqué con mis ojos a Zoe.
****
—Veintidós —dijo el hombre pegando la papeleta en la pizarra.
Una chica que estaba cerca de la tarima se levantó y subió los escalones colocándose al lado de mí. Era preciosa, en todos los sentidos de la palabra.
—Ochocientos noventa.
Era un hombre de mediana edad bajando los escalones con toda la calma del mundo, pero al llegar a la mitad de su camino, éste cayó boca arriba.
Todo el mundo entró en pánico alejándose del cuerpo. Pero los uniformados bajaron y lo apuntaron en el acto.
Quería ver lo que pasaba, pero todas las personas estaban rodeando esa escena y los murmullos hacían un sonido que mis oídos no soportaban.
Lo que escuché fueron millones de disparos, unos tras de otro.
Todo pasó tan rápido que hasta ni noté cuando se llevaron el cuerpo del octavo seleccionado.
Las personas de la audiencia al parecer ya estaban madurando, todas sin excepción volvieron a sus asientos a esperar los demás números que diría el orador.
—Este número se desecha... —Arrugó la papeleta tirándola al suelo, luego volvió a meter su mano en el bowl sacando una nueva—. Cincuenta.
Vi a otro hombre de mediana edad levantarse, llevaba un corte muy bajo a los lados y al centro una hilera de cabellos cortos también, creo que era un moicano. Una chaqueta con temática militar y una de esas cadenas que usan los militares lo vestían.
Concluí que era un militar, pero no estaba prestando servicio en ese momento. Y cuando llegó a la tarima, y miré sus piernas, supe el porqué... Tenía una prótesis en una de ellas.
****
El orador lucía impaciente por sacar la siguiente papeleta que hasta le dio el número cincuenta a una de las chicas que lo acompañaban en esa parte de la tarima, para que ella fuese quien lo pegara en la pizarra.
—Último número. —Informó el hombre—. Quinientos cuarenta y ocho... ¡No disculpen! Mi error, es quinientos cuarenta y tres.
Ok, prácticamente el tres luce como un ocho partido a la mitad, pero no era para una equivocación.
—¡¿Cómo que último número?! —gritó una persona del público—. ¡¿Qué hay de los demás?!
«¿Quién es el 543?» pensé, me sonaba familiar, pero no lograba unir los puntos para formar la imagen.
Miré al público enfurecido y observé por el gran espacio que dejaban los escalones para bajar a una figura masculina. Creo que lo diferencié fue por la chaqueta, esa es mi chaqueta. ¡Ese era Frank!
—¡Calma señores y señoras! —esbozó el hombre que nos explicó todo—. Ellos serán los primeros en recibir la cura, tenemos que reproducirla y buscar si alguien es alérgico a ella u cualquier otra cosa. No queremos que pase como La Milagrosa, porque no queremos a más Contemporáneos.
—¡A la mierda La Milagrosa! —Coreó el público. Estaban de terror, sólo le faltaban las antorchas y los trinches—. ¡Queremos la cura!
Todos se levantaban de sus asientos. Peleas estallaban aquí y allá. Niños llorando, maldiciones por doquier y un sinfín de dedos apuntando a los que estaban de pie en la tarima.
Frank tuvo que acelerar el paso para subir a la tarima, pero una mujer lo tomó por la chaqueta y lo hizo retroceder.
—¡Si lo mato me darán el puesto! —La mujer le colocó una daga en el cuello a Frank y empezó a gritarle cosas al orador—. ¡Sólo queda a tu elección! ¡Me das la cura o tendremos un nuevo Contemporáneo con nosotros!
Saqué el revólver que me dio Zoe y la apunté.
—¡Baja el arma! —Escuché una voz familiar y miré quién lo decía.
Era el uniformado que le había dado las cosas a Zoe.
Me estaba apuntando con su ametralladora.
—¡Que bajes el maldito revólver! —gritó a los cuatro vientos—. ¡Yo también quiero la cura!
No sólo ellos el desespero les dio por apuntar a alguien con un arma o una daga, sino que cuando miraba a otra persona, ella ya tenía la mira puesta sobre alguno de los nueve que estábamos en la tarima.
—¡Esto es un maldito caos! —dijo el chico con lentes de sol. Lo noté nervioso.
Obvio yo también lo estaba.
—¡Ay! —exclamó un hombre con una cicatriz en su rostro, apenas lo pude oír con todo el alboroto—. Acabemos con esto ya.
Y lo siguiente que escuché fue una detonación.
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