Caminábamos una noche. Habían muchas personas sobre la acera, aunque la noche se volvía con cada minuto más oscura y tétrica. La luna se escondió en poco tiempo, duró brillando sobre la ciudad pocos minutos. “¿Para dónde vamos?”, me pregunta ella. No sé qué decirle, quizás al café que se encuentra en la calle aledaña o en el bar al final de la avenida. Podemos ir para todos los sitios posibles. Seguíamos caminando hasta llegar a una pequeña tienda donde vendían antigüedades, armas y comida. El negocio lo atendía un inmigrante africano. Su acento hacia indescifrable sus gritos. Los precios estaban etiquetados en cada producto: una pistola costaba 2 mil dólares, una cesta de atún 5 dólares y un reloj de bolsillo 20. Desde hace mucho tiempo que no había dinero en efectivo, ni tarjetas, ni formas posibles de pago. Viendo esta dificultad para las transacciones posibles dentro de la ciudad, los poderosos que manejan los hilos, las pequeñas fibras que se tornan invisibles entre los callejos y las sangrantes venas de los individuos que esta noche caminan, decidieron poner a la orden una cantidad inimaginables de pequeñas monedas doradas. Cada moneda representaba un billete.
Siempre me he sentido feliz y contento caminando por estas calles, llenas de luz, inabarcables de vacíos oscuros, donde a veces me resguardo. Puedo caminar eternamente noche tras noche, día tras día, sin, siquiera, sentir un suspiro de cansancio. Llevo años caminando por aquí y ni un rasguño ha sufrido mi cuerpo, tampoco ha envejecido, las arrugas nunca aparecieron sobre mi rostro. El cuerpo se duerme bajo las sabanas del tiempo, dejándose ahogar en sus instancias, muere lentamente y se deteriora pero cuando llegue a esta ciudad se detuvo mi muerte.