Un término para describir el pecado y la idolatría ha sido olvidado tanto en su uso como significado, dicho término es abominación. Este término implica una condenación o castigo a algo que es considerado repulsivo. Y muestra la percepción emocional de Dios ante la idolatría y el pecado.
Para nosotros algo repulsivo puede ser alguna imagen o saber desagradable que nos haga sentir ganas de vomitar. La humanidad siente una sincera repulsión hacia actos verdaderamente inmorales como al violación a una niña, asesinato a su propia familia o la pedofilia.
La sociedad posmoderna ha tenido un alivianamiento moral tal que, aunque lo nieguen, hasta estas cosas puedan parecer absolutamente normales. De manera que el término “abominación” en cuanto al pecado puede incluso no entenderse correctamente. Pero aun así tenemos algunas referencias para entender lo que Dios siente y entiende por el pecado.
El Señor Dios considera la religión muerta, meramente como un formalismo de sacrificios sin compromiso sincero de corazón y una búsqueda de la santidad como una abominación (cp. Is. 1:10-15). La hipocresía genera tal repugnancia ante sus ojos, y detesta hasta tal punto aquellos que se encuentra entre dos aguas de temperaturas opuestas, que en ocasiones advirtió con vomitarlos (Ap. 3:16).
Los pecados pueden ser para nuestra existencia en la carne ser un deleite, alguna fugaz sensación de placer y contentamiento, pero para Dios son vomito, asco y repugnancia. Los antiguos puritanos pretendían siempre tratar de inspirar este tipo de sensaciones en las mentes de sus hermanos, procuraban dar orientaciones para odiar el pecado tal cual como lo hizo Richard Baxter.
Nuestra tarea también es la misma, es recordarles a nuestros hermanos y recordarnos constantemente a nosotros mismos cuán grande y terribles son nuestras miserias, y luego aplicar el Evangelio.
Pero creo que existe la tendencia a temer a la repugnancia de nuestra propia condición, nos aterra, de una forma u otra, ver con completa sinceridad lo desfigurada y descompuesta que se encuentra nuestra condición a los ojos de Dios, le tenemos miedo a la oscuridad de nuestra alma, y como un método evasivo aplicamos la gracia y el Evangelio de forma apresurada.
Creo que esto también puede surgir por el hecho de no entender debidamente la cruenta cruz, y me refiero a no entender lo magnitud de la maldad, de la repugnancia, de la descomposición y contrariedad del pecado, hasta tal punto que el Hijo de Dios (el resplandor de la gloria de Dios según Hebreos 1:1-4), se entrego para morir crucificado, siendo maldición sobre un madero.
No simplemente para librarnos de la condenación en el juzgado de Dios, sino también para limpiar nuestros pies de los pantanosos caminos del pecado, vestirnos de blanco y llevarnos a caminar por senderos que le generen una constante felicidad a la vista de Dios, por medio de su poder y su gracia.
Es en su último contraste con el Evangelio, la gracia y la santidad, cuando entendemos su hermosura y nuestra alma empieza a suspirar por los atrios de Yahveh, es que de la misma forma aprendemos a aborrecer el pecado, lamentando nuestra condición en eco con las Escrituras ¡Miserable de mi! ¿Quién me librara de este cuerpo de muerte? (Ro. 7:24).
Imagen: https://pixabay.com
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