Un día de tantos Adrián, mi único hijo, decidió encerrarse en su cuarto. Había perdido algunas materias en el colegio y le habíamos llamado la atención. Nos escuchó a su mamá y a mi sin decir palabra. Después de que terminamos de hablar se fue a su cuarto y jugó videojuegos en línea toda la noche. Al día siguiente no fue al colegio y no volvió a salir para nada más que ir al baño. Pedía que se le llevara comida a su cuarto y apenas nos dirigía la palabra o respondía con monosílabos. Yo ya había escuchado de los hikikomoris, esos jóvenes japoneses que se encierran para no volver a salir. Cuando se cumplió un mes de su encierro, empecé a preocuparme de veras.
Muchos adolescentes al molestarse gritan, se ponen rebeldes, se enojan. Es normal. Pero Adrián nunca fue agresivo, y hasta donde yo recuerdo, tuvo una niñez feliz y si bien nunca fue un alumno destacado, ganaba los cursos sin mayor esfuerzo. Por eso nos sorpendió a su mamá y a mi que perdiera varias materias de repente. Al principio pensé que nos estaba castigando por haberlo regañado, y le dije desde afuera que esa manera de castigarnos me parecía demasiado y que no tenía razón.
—No es sólo eso, papá. Tengo miedo me dijo después de insistir.
Por más que quise sacarle más información no pude. Le pasé notas por debajo de la puerta, le envié emails, mensajes de texto, todo lo que se me ocurrió. No decía nada más. ¿Miedo a qué? ¿Por qué? ¿Qué fue lo que te decidió a encerrarte? ¿Cuando saldrás? Te quiero, hijo. Después de algún tiempo tratando de comunicarme, desistí. Quizá no debí hacerlo.
Mientras tanto yo leía en internet todo lo que se podía acerca de los hikikomoris. Pasaron varias semanas y cuando cumplió dos meses de estar encerrado, supe que definitivamente tenía un hikikomori en casa. Del colegio llamaron varias veces, y les dijimos que pronto volvería. Un par de amigos de Adrián al verme por la calle preguntaron por él. Dije que había ido a visitar a sus abuelos en México. Con ellos tampoco se comunicaba.
Adrián se las arreglaba para salir al baño y ducharse cuando nadie estaba en casa. Sacaba la basura de su cuarto y los platos de comida. Al contrario de muchos de los casos de hikikomoris de la web, era aseado. Ese detalle era un alivio. Mi hijo se entretenía jugando videojuegos, viendo series y películas y navegando en la web. Supe que se había comunicado con un amigo del colegio y que sus compañeros de clase estaban enterados de su encierro voluntario. Pero no sabían nada más. Indagué en el colegio sobre su comportamiento, pero dijeron que era un muchacho normal, aunque algo tímido. Sus compañeros de clase se expresaron bien de él, según sus maestros no había acoso por parte de ninguno porque Adrián nunca se dejó de nadie.
Los vecinos, la familia y los amigos nos preguntaban por él. Mentíamos todo lo que podíamos, pero cuesta trabajo hacer que las mentiras cuadren y siempre había alguien que lograba sacarnos qué estaba pasando. No es que me diera vergüenza, es que cuando uno tiene un problema raro, o poco común, la gente cree saber cuál es la solución a tus problemas y te lo dice sin que se lo pidás. Y en muchas ocasiones sus grandes ideas no son más que tremendas estupideces.
Al cuarto mes de encierro decidí quitarle el cable e internet. Pensé en que al menos tendría una reacción, aunque fuera violenta, pero reacción al fin. Sin embargo no dijo nada. Siguió con los videojuegos, y en sus salidas furtivas por la noche o cuando no había nadie en casa, sacó libros de la biblioteca para leer en su encierro. A veces se desaparecía mi kindle.
Después intentamos con la comida. Le dijimos que ya no le llevaríamos comida y que para comer tendría que salir de su encierro. Vaciamos el refrigerador y las alacenas para evitar que en sus salidas tomara comida. No dijo nada. Simplemente no comía. Al tercer día su mamá no aguantó más y le pasó comida.
—Gracias mamá. No quiero salir, el miedo sigue ahí. Te quiero.
Mi mujer regresó llorando y me hizo prometer que nunca volveríamos a hacer algo así. En los comentarios de los reportajes de hikikomoris que hay en la web, no falta el listo que tiene la solución: abrir la puerta del cuarto del joven, derribarla si es el caso y sacarlo. A pesar de que pensé en hacerlo me aterraba pensar en su reacción, alguien podría salir herido, o podría afectar de alguna manera su ya dudosa salud mental. Sería algo muy desagradable, pensaba.
A Adrián lo visitaron un cura, un pastor evangélico y dos psicólogos. A nadie dejó entrar a su cuarto y lo único que les decía era gracias por venir, pero no tengo nada que decirle. Por la calle a veces notaba que los vecinos murmuraban al vernos pasar. Por la casa se respiraba un ambiente triste. Era un poco como si Adrián se hubiera muerto. En ocasiones, me da vergüenza admitirlo, habría preferido que de veras hubiese muerto.
Pasó un año. Fue un año muy largo. Para su cumpleaños por la puerta le pasamos una pizza y un pastel pequeño. Cantamos el happy birthday en la puerta y terminamos llorando. Adrián sólo dijo gracias. Creo que nos escuchó sollozar porque subió el volumen de su televisión. Su mamá lloró toda la noche, no encontraba consuelo. Empecé de nuevo a escribirle al email. Le escribía cartas largas. Escribía como su estuviéramos en países distintos y no hubiera teléfono, contándole el día a día. Le empecé a contar de cómo me iba en el trabajo, de sus primos y tíos. De las muertes entre la familia y los amigos. Escribiéndole de esa manera al fin encontré consuelo, y más cuando uno de esos correos electrónicos tuvo respuesta.
El día que me respondió el correo fue un día extraordinario, a pesar de que le anuncié que había muerto un amigo mío. Lo siento papá, me dijo, era una buena persona, comenzó a decir. Me explicó que su miedo tenía que ver con la situación en general. Nadie puede salir tranquilo en un país como el nuestro. Incluso navegar por las redes sociales es peligroso: nunca falta el que dice que matando se arregla todo. El día que me encerré, decía en el email, vi cómo mataban a un piloto de bus urbano. A nadie le importa, papá. Hacen campañas por el facebook en contra del bullying, que no está mal, pero no lo hacen para que no sigan matando gente. No es cool hablar de los muertos, la gente prefiere que no se mencione en los periódicos, para que los turistas extranjeros no se espanten. Que tenía miedo no sólo por él, sino también por nosotros.
Al terminar de leer su email, que era mucho más largo que lo que escribo aquí, respiré aliviado. No es normal que alguien se encierre así. Pero tampoco debería ser normal que mueran violentamente tantas personas, ante la indiferencia de muchos otros. Algo está mal en este país.
No sé cuándo saldrá de nuevo Adrián. Le escribí un email respondiéndole. Le dije que tenía razón, que yo también tengo miedo, que seguiré teniéndolo. Al día siguiente no fui al trabajo, me quedé en casa todo el día sin salir. Tampoco fui a trabajar toda la semana siguiente. Vi con mayor atención los noticieros en la tele, leí los diarios y entendí mejor a Adrián y sus miedos. Tuve la tentación de encerrarme yo también. Pero mi mujer me dijo que a la vida no se le huye, se le enfrenta. Y así, salí a enfrentarme de nuevo al día a día.
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