Alcanzar los profundos significados que se encierran en el lenguaje, en sus signos y símbolos, parece ser una de las metas de creación propuestas por Clarice Lispector. La palabra como detonador de mundos posibles, originadora de un sinfín de nuevos significados que se encierran en una engañosa sencillez en la que parece estar encerrado un deseoso afán de renovación. Todo, aparentemente tan cotidiano y trivial, no hace más que empujar al lector a nuevos descubrimientos, a espacios ignotos pero comunes, a lugares ignorados por alguna razón a pesar de su evidente proximidad. Y justo en esas aparentes simplezas parece estar el sentir de las cosas que Clarice Lispector transmite, esa imagen cargada de contrariedades aparentemente inexplicables que quedan dibujadas en el lector a modo de impresiones, como si se estuviera frente a una pintura en la que distintas escenas han sido plasmadas.
Piénsese en La hora de la estrella, una novela en la que se encierra una cotidianidad desdoblada, una historia cargada de patetismo, de tedio y de monotonía, pero que descrita en términos sensoriales da espacio a un experiencia estética bastante lograda. Los ejes de la novela parecen ser el desdoblamiento del narrador y de los niveles de la historia, en donde todo parece ir relegándose y distanciándose a un siguiente en la cadena, a un ser que vive a través de lo que se escribe y a quien se busca construirle con una sustancia que le dote de vida. Es como tratar de armarlo en significado, dotarlo de coherencia en una historia tan enrevesada, tan llena de signos, en una cotidianidad apabullante, moderna.
Existe el distanciamiento entre el narrador Rodrigo y el personaje Macabea. El narrador le dota de una voz, de un cuerpo, de algo que le permita moverse y tener cierta independencia. Todo desde unos signos sencillos, pero bien cuidados y escogidos. Buscando siempre cargar con significaciones que trasciendan una construcción viciada y subjetivada en extremo. Parece tratar de crear un personaje que esté tan distanciado de sí que no haya la posibilidad de comparación. Por ello hay tal vez una búsqueda de significaciones en el vacío, en el silencio de las cosas, en las imposibles definiciones de las totalidades. Esta búsqueda parece dirigirse a aquellos símbolos y signos que más llenos de significado están, pero a la vez más desvirtuados se encuentran: la palabra. Por ello tal vez el personaje de la historia narrada dentro de la novela es una dactilógrafa, una joven que replica la belleza en las formas de las palabras, aquellas tan rimbombantes y sonoras, tan difícilmente explicables por esta joven. Efemérides, cultura, fuerza de ley, expresión. Esculcando en la forma de las palabras, desarmándolas y experimentándolas desde sus sonidos, así Macabea vive su trabajo de dactilógrafa, ensimismada en vivir más que en comprender el significado de aquellos extraños símbolos tan comunes para su jefe, pero que a ella le parecen tan distantes.
Pero esos aparentes vacíos, esos espacios reconocibles que se creen estar llenos de nada se convierten en espejos en el texto, son réplicas a modo de matrioshka que recargan los distintos niveles de la historia contada, que le dotan de una profundidad perceptible y hace que cada uno de los elementos se vea desdoblado en otro que a su vez realiza la misma acción en otro nivel del texto.
Había cosas que no sabía lo que significaban. Una era “efemérides”. ¿No le hacía el Señor Raimundo copiar con su linda letra la palabra efemérides o efeméricas? Encontraba el término efemérides absolutamente misterioso. Cuando lo copiaba le prestaba atención a cada letra. Gloria era estenógrafa y no sólo ganaba más sino que parecía no confundirse con las palabras difíciles que tanto le gustaban al jefe. Mientras, la muchachita se había apasionado por la palabra efemérides.
El misterio descubierto en la ausencia de significado de la palabra efemérides, es una réplica del espíritu de Macabea, que a la vez es eso que da cuerpo al torrente de palabras que surge del narrador Rodrigo inserto en la obra. La búsqueda del vacío, del silencio más profundo de estos personajes se convierte en algo incesante, pero es una búsqueda en la que cada paso va creando un nuevo lugar, van generando nuevas pistas, va montando toda una utilería en la que una historia empieza a representarse. Por ello vemos esos primeros comentarios inconexos hechos por el narrador al comienzo de la novela, allí en esa búsqueda del instante, en donde entre los tropiezos del presente se van formando los cuerpos significantes que dan vida a la historia, a los personajes de la misma.
Y buscando el silencio, siempre parece inevitable conseguir sonidos, ruidos que declaren la existencia de esta figura antitética. Así mientras se nos reclama escuchar las notas de un piano o el redoblar de un tambor, reconocemos la existencia de un vacío, de un silencio abismal que embarga a estos personajes de la novela, Silencio cotidiano, algunas veces exasperante, pero en su mayor parte tan común que parece asimilado por los personajes de la novela –y quizás por el mismo lector-.
Entre desdoblamientos antitéticos surgen los personajes de la novela, todos son objetos de comparaciones, todos son aquello aparentemente externo a lo que se es, pero que sólo se aprecia y valora desde un yo, desde una interioridad. Así vemos a Rodrigo, disertando acerca de este pobre personaje, sintiéndose distanciado de él por sus beneficios económicos. Esto pasa también con Olímpico, quien contrasta opuestamente con Macabea en cuanto a aspiraciones, a sueños, a pesar de parecerse tanto a ella físicamente. Olímpico está revestido de ciertas características que le hacen ser pobre, raquítico. Y desde su endeble condición piensa y observa el mundo, hace una idea de este, construye una realidad y se inserta en ella por medio de sus deducciones.
Los cabellos crespos se los oxigenaba de amarillo huevo y las raíces siempre quedaban oscuras. Pero aún oxigenada ella era rubia, lo que significaba un peldaño más para Olímpico. Además de tener una ventaja que ningún nordestino podía despreciar. Cuando Macabea se la presentó, Gloria le dijo: “¡soy carioca de pura cepa!” Olímpico no entendió lo que significaba “de pura cepa” pues era una jerga del tiempo de cuando el padre de Gloria era joven. El hecho de ser carioca la hacía pertenecer al ambicionado clan del sur del país. Viéndola, él enseguida adivinó que, a pesar de fea, Gloria estaba bien alimentada. Y eso hacía de ella material de buena calidad.
De esta forma entre los giros de la narración empieza a asomarse una cotidianidad, un espacio habitable en donde estos personajes hacen vida, en donde se recrea un mundo y quizás algunos espacios de la realidad. Entre esas escenas narradas hay algo de las penurias de la vida real, hay ciertas reminiscencias que traen consigo un contexto de enunciación, a un Brasil entrado en la modernidad, cargado de pobreza y de funcionarios famélicos. Hay algo de novela social, de crítica hecha desde las voces de los desprotegidos, un giro dostoievskiano que se traduce en la explicación de un aspecto de la realidad material. Aunque todo desde cierta novedad, planteando el problema social más que como una realidad ofensiva, como algo a lo que los personajes están acostumbrados y que asumen como la única forma posible de vivir, como una dichosa vida.
Otro retrato: nunca había recibido regalos. Además, ella no necesitaba de mucho. Pero un día vio algo que por un pequeño instante codició: un libro que el Señor Raimundo, dado a la literatura, había dejado sobre la mesa. El título era Humillados y ofendidos. Se quedó pensativa. Tal vez se había encontrado definida, por primera vez, en una clase social. ¡Pensó, pensó y pensó! Llegó a la conclusión de que en verdad jamás nadie la había ofendido y todo lo que sucedía era porque las cosas son de esa manera y no había lucha posible. ¿Para qué luchar?
Así parece surgir este héroe –Macabea- lleno de vacíos, de palabras huecas, de situaciones que no puede explicar, atravesada por unas creencias y unos valores impuestos, pero desde una ligereza tal que denota ciertos desprendimientos, ciertas astucias. Y esto se ve en los espejos que reflectan a todos los personajes de la novela, esto permite disertar acerca de ese extraño narrador que corre en la búsqueda de una objetividad imposible, y que en lugar de crear algo distante, se termina dibujando a sí mismo, caricaturizándose, volviéndose el personaje ficticio y vacio que debe matar en la historia narrada. Porque parece tan incondicional que aquellas búsquedas de la inocencia no sean más que el reconocimiento de la pérdida de la misma, y terminen reflejando aquellos espacios tan profundos del ser con esas historias urdidas desde la conciencia de sí mismos.
De esa naturalidad develada parece surgir el ritmo del texto, regido por una serie de elementos que recrean un espacio, lugares con sonidos propios, escenarios con sus efectos sonoros. Tratando de rescatar en el cantar del gallo algo natural inserto en una gran urbe, como aquella muchacha nordestina inserta en esta ciudad. Todo está lleno de colores que denotan algo –como el color de piel de Macabea-, los sonidos son constructores de espacios, de escenas. Las digresiones se hacen presentes en las aparatosas apariciones e intervenciones del narrador en la historia, siempre buscando cargar de mayor significado, siempre construyéndole a Macabea más situaciones, rellenándola con un poco de sí mismo. Porque quizás es esta la forma que concibe este narrador para insertarse en la historia, para hacerse ficción –o más ficción-. El sueño de ser artista de cine de ser Marilyn Monroe de Macabea es complementado por Rodrigo, quien convierte su historia en una película, la hace escenas vívidas, le acompaña con un piano, con el sonido de esas voces y canciones insertas intencionadamente. Así ella viaja por los días acompañada de teatralidad, representando un papel penoso y heroico en el escrito de Rodrigo. Y es que este narrador es tan consciente de sus actos, que se permite las acotaciones, las intervenciones, el dominio de la historia a diestra y siniestra; la vida del personaje la controla a diestra y siniestra, le hace buscar esos enrevesados y tortuosos caminos, con una inocencia exacerbada que sólo desde la ficción es posible construir. En la ficción inserta en la ficción es donde surge el collage de modos de representación, de música, de sensaciones e imágenes.
Hay en la novela una forma de asumir la sensualidad, que está también presente en otros textos de Lispector como La mujer más pequeña del mundo. Sensualidad corporal, llena de vida. Un sentimiento natural que recorre a estos personajes y que les hace reir, llorar, experimentar el mundo. Para Macabea, esta sensualidad se traduce en una sensorialidad, en una forma de asimilar el mundo y sus vivencias por medio del cuerpo, sintiendo aquello que no comprende y dándole el nombre de amor. De la misma forma pasa con la pequeña flor del relato, esa que le podría decir te amo al francés, a sus botas, a sus anteojos. ¡A todo! Porque ser sensuales para ellos, también como para los Karamazov dostoievskianos, es aferrarse a la vida, amarla y querer permanecer en ella a toda costa.
Macabea, me olvidé de decirlo, tenía una infelicidad: era sensual. ¿Cómo en un cuerpo derruido como el de ella cabía tanta lascivia, sin que ella lo supiese? Misterio. Le había pedido a Olímpico, al comenzar el noviazgo, una foto pequeña de tamaño 3×4 donde él salía riéndose para mostrar el canino de oro y ella se quedaba tan excitada que rezaba tres padrenuestros y dos avemarías para calmarse.
Pero estos escritos tan aparentemente llenos de inocencia, tan cargados de historias cotidianas, o ficciones hechas con los elementos más simples, son quizás espacios profundos de reflexión, en donde se busca más que la comprensión, la experimentación de los sentimientos que allí se reflejan. Léase tal vez como una invitación a los sentidos, a atravesar aquellas situaciones insoportables y cotidianas a la vez, a vivir la experiencia imaginaria de ser la madre que se maquilla en el espejo viendo la monstruosidad de su hijo; a ser arrollados por un auto y a experimentar más que el remordimiento de ver a una tísica arrollada, la sensación de ser esa persona que ha aceptado a la vida y al destino con una paz estoica, inamovible, con una inocencia que no hace más que generar felicidades en el presente trágico que aquellos terceros perciben con horror desde sus despiertas conciencias.
Alejandro Mathewvizc.
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