La naturaleza del hombre es un tema complejo, y a su vez tan interesante, que no hemos parado de hablar sobre la misma por siglos.
A todas estas, siempre me he preguntado la razón por la cual es un tema tan sonado. Chomsky la mira a través de los lentes del lenguaje. Freire asume que la naturaleza del hombre es un diálogo entre acción y reflexión, que en conjunto, crean la verdadera praxis y nos permite impactar el mundo que nos rodea.
En fin, hay muchísimos otros argumentos e ideas sobre la misma, pero me gustaría llamar su atención a este ejemplo en particular.
Gu Hongming escribió el libro: The Spirit Of The Chinese People. Un trabajo muy interesante que sin duda alguna, y para bien o para mal, marcó a toda una generación de pensadores chinos, entre ellos Mao Zedong.
La primera vez que lo leí, me quedé fascinado por la habilidad casi ancestral con la que Gu describió a su pueblo. En mi opinión, la sutileza con la que forma su argumento está tallada a mano por un cincel hecho de valores, tradición y estética. Más que enfocarse en el individuo y su relación con la sociedad, él se enfocó en la sustancia intangible; el espíritu colectivo. El mismo que tal vez profundamente implícito está, en su obra, establecido como argumento principal.
En retrospectiva, ¿no podríamos también hablar de la naturaleza de la sociedad del mismo modo del que hablamos sobre la naturaleza del hombre?
Este enfoque es la piedra angular de mi reflexión; mi visión sobre la esencia de la libertad común, el valor imbuido en una sociedad que se percibe a sí misma como un ente poético, como la suma de años del embellecimiento de una tradición, el producto visto como una identidad constituida de identidades. En fin, emanación social de la esencia del hombre en su exponente más complejo a través de la experiencia común; la conciencia colectiva alcanzando su estado de libertad.
Sin embargo, escribiendo este texto me he topado con un problema muy singular; el uso de la retórica explicativa convencional. ¿Como dirigirnos a este tema en particular? Es suya una abstracción de tal grado, que sin duda abordar todas su vertientes con asunciones, opiniones, deducciones y lógica es virtualmente imposible.
Mi deseo es introducirte a ti, mi lector, mi audiencia, la razón de todas mis felicidades, e irónicamente, de todas mis disyuntivas gramaticales, a un mundo que cuestione lo que conoces. Que de manera intuitiva, más que lógica, tu subconsciente se enamore de estos conceptos y con paciencia, y sobre todo, juntos. Nos embarquemos en un viaje sin retorno al país de la lujuria cognitiva.
Hablemos del argumento en sí, de sus defectos, de sus ironías, de las sutilezas con las que maneja a los titanes imperecederos; el tiempo, la muerte, la íntima relación de la casualidad, la acción y sus efímeras consecuencias. Aferremonos a un análisis fuera de lo común; la narrativa poética en su estado más puro; libre de lógica o gramática aplicada con los mismo fines.
Asumamos mis premisas como certezas, adentrémonos al reino de las conjeturas, opiniones falaces y metáforas. Procuremos una narrativa que verse sobre la relación de dichos elementos como protagonistas de una obra de teatro de la que no somos más que espectadores.
Consecuentemente, señalemos su función polisemántica atribuida en aras de mi argumento. Adaptémosle a términos más pragmáticos. Restemos ambigüedad a la función del poeta y devolvamos a la vida la magia de su lenguaje; dejemos que sea parte de la naturaleza floreciente del hombre y parte de la filosofía de su naturaleza colectiva. El colectivo hecho hombre, hecho poeta.
¡Arrojemos la palabra al cielo descriptivo y que ella decida!, sobre los augurios del futuro razonamiento de la naturaleza de la sociedad que me vio nacer. Desdibujemos la línea de la razón, y su naturaleza junto con la del hombre y la de su sociedad. Un canto al Bravo Pueblo, un culto a las ironías del yugo. La contradanza del individuo libre y el colectivo esclavo reflejada en sus líneas libertarias.
Así pues, ¡resquebrajemos juntos el telón que da paso a la obra! Abran paso a los protagonista de la razón y el odio, del amor y la locura, de la verdad y la ambigüedad, de la mentira y la certeza.
Una nación en cuyo caso diremos: (1) que la corona la ostenta la posibilidad en su estado natural; impreciso. Auspiciosos semblantes se inclinan ante la magnitud del alcance de su juicio. (2) La razón deambula los lindes de su propio futuro, enmascarada en negro taciturno, capa y botas de seda sofocante, urge a la acción entre risas maquiavélicas y danzas heterogéneas. Ella danza entre callejones, entre suntuosos salones. Ella se mueve dejando retazos hechos de sombra pura, el ápex de la teoría de la heliocentricidad del cosmo yace en la razón. (3) La niña de los ojos canela, asciende y desciende, consuetudinariamente y con miedo, la cima de los cerros que apestan a muerte. Ella entiende que las cáscaras que contienen la vida se escacharran al toparse con su putrefacto aroma; la distorsionada imagen que se hace pasar por la transitiva e ineludible entidad; la muerte. (4) La sociedad inefable de los Próceres se sienta alrededor de una fogata vigilada por el silencio de la magia volcánica, impermutable en su sueño eterno. Para retener su presencia en letargo, ellos recitan los cánticos mágicos del grimorio que huele a musgo, hecho de tierra y con broches de arena — Ávila algún día despertaras y vertiras la ira de tus recuerdos entre los que malinterpretaron tu silencio. (5) Y la magia explota en el redoblante de la caja que repica en las caderas de los semi-morfos rostros de Yare; el reconocimiento de los lindes entre el bien y el mal, la esperanza yace en esta dualidad. La creencia en el rito de la rectitud. La salvación de la carne adjudicada por las artes profanas de la magia para perseverar en los dos mundos; el profano y el sagrado. (6) El grito del caribe, del mal llamado indio, del mar. ¡Del lenguaje mismo! Su pasión desatada en forma de amor irascible en la tormenta que precede a la muerte de la carne y subsigue a través del nacimiento de la idea sublevante; el amor rebelde. Resistencia pura a la dominación necrofílica, ambición del otro; humano, que cruzó el mar y sus furias para masturbarse en oro, diamantes y perlas. La pasión suya es, de hombres y mujeres, y a su vez de esa pequeña orbe; esa que llaman hogar, que define sus cantos, sus cuentos. Los gestos de una civilización plasmados en las acciones de sus parientes más lejanos. (7) La Dama de la Pantomima; un cuadro pintado con guache diluido en el desconocimiento de la esencia ajena al pragmatismo económico y la realidad social — Paz la nomina: la otredad; el estado alienado a la percepción convencional de la realidad. El hecho transfigurado por los sentidos; es sin duda alguna la esencia de aquel otro que asomas a ver de cuando en vez a través de los ocelos de los hijos de la sociedad libre por naturaleza, encadenada por convicción; Venezuela. Orinoco rebelde, se desbordó en protesta a la tortura. Llanos implacables se extendían hasta el más allá del horizonte para retardar el minutero de la muerte. Y Caracas y sus valles, juntos con sus habitantes, jamás cedieron al miedo. El valle de la muerte, de las balas o de la magia — La Dama esconde un tesoro detrás de su lienzo; la verdad.
Los protagonistas de un pensamiento filosófico — la identidad social, como una sola entidad, de los venezolanos y no del venezolano per se — entran en escena casquivanos.
Los 7 estigmas de nuestra sociedad toman forma en una sola frase irreductible. Todos son parte del conjunto colectivo y a su vez independientes aspectos del refrán diario; la sociedad. La obra comienza sin miramientos.
La niña de los ojos canela se encuentra sola en una habitación larga y oscura, con ventanas umbrías; ella escudriña los resquicios cercanos a sus manitas de mármol caribeño; semitostado, hecho de ambar. Los rasgos de la Dama son divisibles desde su rincón en la estancia. Sin embargo ella pertenece al final de la habitación, desde donde vigila todo.
A su lado, firme pero sin ataduras, como un perro salvaje hecho de retazos de tela estratificada por el eterno aliento del futuro, yace la coronada; hija del destino; la posibilidad. Retozos de incertidumbre caen en su periferia al percibir el movimiento voluble de sus pasos — Una Reina vigilada por una Dama, y una Niña que se esfuerza por llegar al final de la habitación.
La niña de los ojos canela se aventura al camino, o deberíamos decir al ascenso, pues a gatas empieza a notar la inclinación de la estancia, a cada gata, a cada elongación. Sus miembros de desgarran discretamente.
La oscuridad es absoluta, y vibraciones rítmicas comienzan asumir formas demoníacas. Ella asustada trata de apartarse. Yares, copados en sus máscaras de carne y hueso, se burlan de ella en lenguas inhumanas, evocan el olor a azufre, la pena del pasado, el remordimiento de lo que pudo ser.
Ella se mira sus manitas, el mármol de sus palmas está desgarrado. Ya no es ámbar, es piedra gris. Entre alaridos que buscan auxilio, bramidos en forma de llanto y lamentos que buscan la verdadera cara del perdón, ella sigue su camino.
Dos horas han pasado, más dos siglos se asemejan a la realidad cuando la relatividad del tiempo juega sus cartas en nuestra contra. La niña toma un descanso, y se acurruca a un lado de la loma formada de cemento que ahora se cernía sobre sus pies y manos, una cuesta se interponía en la búsqueda de la Dama; de la verdad.
Somnolienta y cansada, la niña de los ojos canela se esfuerza por decir sus oraciones antes de rendirse a los placeres de Orpheus; un dios que ella todavía no conoce.
La realidad material toma forma de valle, estrellas difuminadas en el firmamento se revelan como si estuvieran en medio una danza eterna, entre dos seres eternos; el cielo y la tierra. El silencio es reacio a hablar sobre los secretos de sus vecinos etéreos; la noche, la luna y las estrellas. No hay luces artificiales. Es aroma a lluvia con esencia de lucero. Un valle de miedo, oscuro y maravilloso al mismo tiempo; terrible, sanguinario pero mágico en esencia; es Caracas, ¡mírala ella! pavoneándose en la plenitud de su esplendor taciturno.
Y ella, paradita ahí, sin más, siente temor ante la magnitud del paisaje, pero el sentimiento de libertad es irremediable e irremplazable, es único y ahora desborda su mente, y por consiguiente su alma. La sola mención de la imagen de ese mundo, le pone los pelos de punta; es magia pura. Visión sensorial que emana manantiales de realidad al otro lado de la desembocadura.
Cánticos, voces enarmónicas llegan heterogéneas a un lado de su cabeza, ella olisquea la oscuridad en busca del sonido. Y su temor desaparece, el sonido guía sus pasos. Camina por horas. Las estrellas la entretienen en su vaivén. Ella no lo sabe pero el aire volcánico es aquel que doma el sonido del rito. Lo transforma desde su belicoso estado a la forma de armonías tradicionales, entendibles a los sentidos mortales; el Ávila cuida sus pasos desde el anonimato.
Un círculo de voces extrañas aparece por el rabillo de sus ojos, y de repente al enfocar la mirada, ya no está. Las voces continúan su letárgico canto. Reaparecen en la visión periférica y se esfuman. Infinidades de veces el desvaneciente acto se repite. Ojos canelas, desbordan lágrimas ambarinas. Sentada, con la cabeza entre las rodillas, la incomprensión hace que su llanto se ahogue, porque a pesar de su inesperada valentía, todavía no se atrevía a irrumpir el silencio innato o la constante melodía de las voces que se le ocultaban.
Una vibración recorrió la parte baja de su espalda. Ella levantó la mirada. Su rostro cubierto de pequeñas gotitas de aspecto dulzón, conforman una imagen bella y abrumadoramente triste al mismo tiempo.
Está rodeada de hombres con capas enormes y rostros inentendibles. El canto parece cesar, y una voz le dice;
— Solo tienes una oportunidad. Una pregunta, sin tartamudear ni rezongar. Eres hija del viento, del valle y de la costa. Compórtate como tal — el susurro provino de todos lados y de ningún lado a la vez. Como si todos estuvieran hablando a través de una sola voz.
Apenas y pudo hilvanar dos palabras, inaudibles, incomprensibles para los oídos que no se han rendido a los placeres del dormitar ¡pobrecilla!
La pregunta fue escuchada, meditada y cantada en diferentes lenguas. En otros tiempos semejantes palabras habrían sido una sola. Pero inclusive en el mundo de los sueños, ese tiempo se olvidó ya hace mucho. Obstinadamente, trataron de fundir las palabras una y otra vez, o la unidad de la frase que en sí conformaban; irreductible si al caso vamos, mediante la desvinculación de sus principios alquímicos.
Mientras tanto, la niña de los ojos canela esperaba.
La niña de los ojos canela se desesperaba. El mundo del sueño se desvanecerá pronto y con él, el firmamento de estrellas, el regente sin rostro no se había mostrado. Era solo una pregunta. Sin embargo, no había respuesta.
Sus ojos refulgentes reflejaron la ira causada por la espera interminable. Ella se hartó de coraje y miró alrededor, buscando escabullirse de aquellas voces que ya perdían su encanto. Eran aburridas, dialéctica y lógica predominaba su discurso. Los inefables salían del estado ajeno a la consciencia. No había más encanto, no había ni pizca de magia.
Decidió que los dejaría deliberando sobre las formas que tomaría la palabra al reconstruirla. Se rebeló a la espera, a la posibilidad que nunca llegó.
Pronto la niña de los ojos canela encontró una abertura donde la raíz enorme de un Araguaney le ofrecía una buena coartada. Ella saltó de sopetón y luego con las mismas se agazapo de una, paso por debajo de la raíz y se incorporó para acto seguido, correr.
Ya no corría por miedo, sino por sed de conocimiento. Tenía una astucia rebelde que le permitía correr como si ya hubiera surcado las planicies que se avecinaban más allá del tupido río de árboles.
Poco a poco, se adentro en las planicies, que eran sábanas, que eran una montaña con una cúspide interminable. Tal vez, las estrellas la guiaron, guiñandole furtivamente. Corría, libre.
El sonar de diez mil tambores, y millones de voces la rodeo. Unísono grito de algarabía, de resignación ante la inminente sucesión del acto de vivir; la muerte se cernía ante la atenta mirada de el solitario turpial que sobrevolaba a ras del terraplén colindante. Miles de rostros; blancos, pardos, negros, canela, rojizos, cobrizos, la observaban con lanzas erguidas, listas para ser blandidas, en aras del derecho natalicio que se ostenta sobre la tierra.
Las tribus de las desconocidas llanuras del sur exclamaban palabras más allá del entendimiento. Estas no pasaban por ningún sistema reflexivo, en contraste, besaban el corazón de los guerreros, palmo a palmo. ¡Karib! ¡Caracá! ¡Pemoní!
El miedo, la ira, la rebeldía, el deseo, la revelación.
Las tribus comenzaron a danzar de excitación, se amontonaron en grupos. Como borrosas manchas de acuarela sobre lienzo, se desplazaron en una misma dirección; la niña de los ojos canela; el epicentro de la disputa, ya no lloraba.
El ritmo de sus pasos se convirtió en el clamor de miles de zancadas apuradas. Ligeras capas de sudor cubrían sus desnudos pechos. Hombres y mujeres anhelaban el olor a sangre. La niña de los ojos canela levantó la mirada al cielo. A milésimas de colisionar; masas de furia, pasión y honor. Ella entendió; cerró los ojos.
Un sueño que duró años, o décadas, o siglos. Ni ella puede saber a ciencia cierta. Ahora se encontraba en la misma habitación, solapada a medias entre sus nauseabundos andrajos. La niña de los ojos canelas se levanta como mujer de piel bronceada y ojos que relampaguean.
La Dama sopesa a la mujer desde lejos, ladea su cabeza y sonríe. El desafío es aceptado. Con desenvoltura, hace un movimiento con la mano. El perro sale a la caza, a trote y luego a vuelo fantasmagórico. Un animal que no obedece a nadie, solo obedece a su naturaleza, solo confabula con quienes necesitan de sus servicios.
Desde la inhóspita oscuridad muestra su cara; la razón yacía escondida detrás del telón, esperando el momento oportuno para tomar partido. Las carcajadas resuenan, dando tumbos en cada rincón de la habitación. Los Yares danzantes se alinean detrás de la dama. La corona se hunde poco a poco, carcomida por el creciente estrato de átomos violentos que se desfasan dentro del cúmulo negro de su reina. La dualidad de la forma y el género; reina y perro, aúlla sin cesar cada vez más cerca de su presa.
Manantiales de luz comienzan a emanar de la capa de la razón. Opulenta en picardía la razón revela, con un pésimo gesto teatral, la forma de hombres oscuros, que cantan, que recitan, que evocan. Los inefables, los próceres muertos le cierran el paso a la reina.
En medio del despelote, la niña se mira la palmas de las manos, que ahora son canela. Ojos relampagueantes, sin vacilar, se abalanza hacia el destino con el alma en boca y miles de millones de gritos de guerra, sublevantes, que se alzan en su favor y rezan por su victoria. Un acorde de voces que susurraban a gritos ante las puertas entreabiertas de su corazón — Venezuela eres rostro canela.