Por: Miguel Lapuente
Para: https://lacongeladora.com
A nuestros 15 años, con esa soberbia que nos encausaba a aventurarnos a retos futbolísticos muy complicados, nos inscribimos algunos amigos y yo a una liga de futbol categoría libre, es decir: no había un límite de edades, por lo que jugaríamos con personas considerablemente mayores a nosotros. Nos reforzamos con “El Chino”, el vendedor de frituras afuera de nuestra escuela, quien se jactaba de cualidades inexistentes o extintas con el balón, como muchos otros que llegan a su edad. También con mi hermano mayor, aunque éste sólo asistía cada 15 días.
No nos iba tan mal, éramos un equipo de “mediopelo”, ganábamos un partido y perdíamos dos. Nos pasaron cosas inauditas: nuestro portero metió gol desde un saque de meta, un árbitro voló con toda impunidad un balón que me había regalado mi madre, y también nos vimos envueltos en una riña en la que, por la diferencia de edades, nos superaron brutalmente y nos causaron moretones que no supimos cómo explicar a nuestras madres. En esa ocasión “El Chino” fue el único que salió bien parado y nos juró que buscaría posteriormente a cada uno de los rivales para “ponerles en su madre”. Según él lo hizo y como no teníamos pruebas pero sí una amistad que trascendía a sus cacahuates preparados con el chile que pica y que no pica, le creímos ciegamente.
Durante el transcurso de la liga salió un rumor en forma de amenaza: había un brasileño que derrotaba por goleada a todos los equipos sin la necesidad de que su equipo se esforzara. El brasileño parecía no tener nombre, sólo su reputación de crack, por lo que nuestra imaginación se echaba a andar cada vez que oíamos su nombre, y cuando salimos rotados contra su equipo, en la escuela y fuera de ella – con “El chino” – no pudimos hablar de otra cosa que no fuera él y el partido. ¿Qué estrategia utilizaríamos? ¿Podríamos buscar refuerzos?
Después de una semana de angustiante expectación nos presentamos al partido con una buena actitud, aunque todos sabíamos que estaba perdido. Llegamos con 40 minutos de anticipación, cosa inusual en el futbol de llano, donde la puntualidad es considerada llegar tarde por 15 minutos y con el equipo incompleto. Nos vestimos pero no atacamos los nervios con movimientos de calentamiento por vergüenza a que el otro equipo nos viera preparándonos para enfrentarlos. Nuestra dignidad nos decía que no teníamos que darle tanta importancia a ese equipo invicto, al brasileño.
Llegó el otro equipo y llegó el brasileño. Lo vi de lejos y vi en él a un viejo conocido, vi también en él una vieja historia.
El brasileño venía de un origen humilde, una infancia acaparada por la pelota y había sido compañero de equipo de mis hermanos mayores. El brasileño en ese entonces no era reconocido sólo por sus cualidades, también porque jugaba con unos tenis desahuciados, rotos a tal grado que con un punterazo podía perder alguna o varias uñas del pie. En un partido sabatino, mi padre antes de comenzar el partido lo llamó y le hizo una oferta: si metía tres goles en el partido, le compraría unos tacos (tachones) y todo un kit deportivo para que lo utilizara en los entrenamientos del equipo. El brasileño aceptó ilusionado y en el partido no sólo anotó tres, sino cinco goles que le dieron al equipo una contundente victoria.
No me acerqué a saludarlo por miedo a que no se acordara de mí, tampoco les dije a mis compañeros que conocía al brasileño. Comenzó el partido y la tragedia que tanto temimos no fue tal, sólo nos metieron dos goles y generamos varias oportunidades para anotar. Lo que más me llamó la atención fue que el brasileño no le hizo honor a su intimidante reputación, jugó bien, pero como cualquier mortal, incluso percibí en él una falta de hambre por destrozar al otro equipo, que en este caso éramos nosotros. El brasileño parecía no tener ánimo, no tenía el brillo en los ojos que tanto lo caracterizó alguna vez cuando le llegaba el balón. Sólo tenía la memoria de cómo jugar, no las mismas ganas de jugar.
Terminó el partido, y aunque yo sentía que ya me había reconocido durante el juego, cruzamos miradas y sentí que me vio con la melancolía de alguien que ve en un joven a alguien que conoció como un niño.
No me preguntó si era yo quien él pensaba que era, con toda seguridad dijo:
-¿Qué pedo, Migue, Cómo estás?
-Bien cabrón, ¿tú?
Platicamos durante un rato, me contó que lo habían lesionado unos años antes, una ruptura de tobillo que le había hecho perder la esperanza de jugar como profesional. Me dio un abrazo, me dijo que si alguna vez necesitaba pintar mi casa le avisara, que a eso se dedicaba. Obviamente a mis 15 años yo no tenía ninguna preocupación de ese estilo, pero le contesté afirmando que si alguna vez necesitaba algo así, lo llamaría. Me guiñó el ojo y se dio media vuelta, se fue con toda la historia de su pasado, como si no la reconociera, como uno más de nosotros, a continuar su vida después de un partido de futbol.
buena historia