Mi familia materna es andina, de Chachopo y Apartaderos. Mi familia paterna es negra, de Barlovento y Catia. De esa particular mezcla nace mi piel blanca y mi cabello alborotado. Quienes me conocen saben que soy negra por dentro y blanca por fuera.
En fin, vayamos un momento a la infancia que es primordial para comprender nuestra relación con el pelo rizado. Mi madre hizo lo que pudo con los recursos que tuvo. Su pelo es liso al igual que el de toda su familia. Para ella era muy complicado tener una niña con esa indomable y misteriosa melena.
Y mi familia negra tenía un particular rechazo a su pelo, con su respectivo afán en alisarlo. Según he podido ver en fotos, la excepción fue en los años 70, cuando lucían orgullosamente sus afros y franelas de la Fania All-Stars. Pero en los 90 era otro el canon estético en torno al pelo. Cada vez que visitaba a mis tías trataban de experimentar conmigo el último producto de moda que se encontraba en las perfumerías y usaban en todas las peluquerías de Catia. Probaron desrices, lacas, fijadores, planchas caseras, etc etc.
Todo tenía más un aire de castigo, o de enmendar un error genético que de cuidado hacia nuestras cabelleras. De hecho, muchas de esas técnicas eran muy violentas hacia nuestro cuerpo. Las primas repetían las prácticas de las tías adultas y a escondidas experimentaban con la plancha de ropa, con agua oxigenada. Estos cánones de belleza no son inocuos, viví y observé piel y pelos chamuscados, más el daño psicológico que se va inoculando en las niñas por la presión a las que nos vemos sometidas.
En todas las fiestas familiares no faltaba el comentario de alguna tía que dijera: “Liz, ya tengo la solución a tu problema”. Y acto seguido me mostraban el último producto de moda: alisado japonés, cirugía capilar, mayonesa con queso, qué se yo. Era difícil cuestionar eso cuando además no tienes ningún referente diferente a ese entorno reforzado con la televisión de los 90, donde no se veían casi mujeres negras y las pocas aparecían con el pelo alisado.
En mi adolescencia intuía que algo no estaba bien. Mi cabello estaba destrozado, y no podía ser de otra forma. Mis tías y primas tenían cada vez menos pelo y buena parte de sus ingresos los destinaban en probar la nueva panacea que ofreciera la industria cosmética. De forma un poco primitiva decir volver a la raíz y a los 16 años me lo corté todo.
Para mí significó un gran alivio y durante un tiempo lo mantuve corto.
Para mis tías fue perturbador, casi lloran. Y yo no entendía qué extrañaban cuando cuando se me hacía tan evidente que odiaban mi pelo, igual que el de ellas mismas.
Ahí comenzó una nueva etapa. Sabía que quería llevar mi pelo de forma distinta, aunque todavía no sabía muy bien cómo, Internet aun no se había masificado como ahora. Hoy día existen muchas páginas y videos con información súper didáctica y amorosa acerca de las transiciones capilares, pero en aquella época las mujeres con rulos no teníamos muchas opciones más allá del alisado.
Así que observé en las playas de nuestras costas venezolanas las mujeres con muchos tipos de trenzados, y decidí probar por ahí. En la medida que fue creciendo de nuevo mi cabello lo comencé a trenzar de diversas maneras. Y así estuve por años.
Hasta que me di cuenta que seguía cayendo en un nievo ciclo de amarre, de control, de dominio sobre el volumen.
Y entonces dije basta.
Desde hace aproximadamente 2 años decidí soltarlo y la experiencia ha sido desafiante.
Porque se trata de descolonizarte no sólo la mente sino también el cuerpo.
Afortunadamente he contado con el apoyo de mi hermana y amigas con las que compartimos tips, datos, experiencias. Hasta descubrí que existe una clasificación de los tipos de rizos desde el 1A (más liso) hasta el 4C (más rizado) y creo que yo soy 3C.
Nos regocijamos mutuamente con la reconciliación con el volumen, nuestro pelo, nuestras raíces negras. Y vamos sanando tanta presión y violencia ejercida sobre nuestros cuerpos.
Este es el post #7 de mi cuarentena de publicaciones en Steemit.