FOTO PROPIA. Tomada con Canon t6i 50mm
A ti, mi dulce y querida Marie
Los ojos son las ventanas del alma. Ellos dicen verdades que con palabras queremos callar. Esto lo aprendí contigo Marie. A ti quiero pedirte perdón por no querer escuchar el auxilio que me suplicaban a gritos tus pupilas. Algo en mi interior me decía que estabas en el punto de no retorno y necesitabas de una mano que te rescatase, pero no lo quise entender. No. Me negaba a hacerlo, a aceptar que en tus ojos aguarapados y tristes se palpaba el dolor, no uno inmediato; se trataba de uno punzante, con historia, lamento, sin guión, sin teatro; solo agonía en lo más profundo de tú ser.
Eras la mujer que amaba y no quería aceptar que tras esa fachada de perfección y aparente felicidad se escondía una lucha titánica, una batalla campal que se llevaba sin falta todos los días en tu infierno interior. No quería entender que no calzabas unos hermosos tacones, sino un par de bloques de cemento que no te dejaban avanzar. Esos malditos grilletes de la depresión que no te dejaron ser la mujer que podías llegar a ser y te arrastraron sin contemplación al foso de la desesperanza; te hicieron creer que tu vida ya no tenía sentido y transformaron cada latir de tú corazón en agonizantes puñaladas, que cada vez más se clavaron con más y más fuerza hasta que ya no pudiste soportarlo más.
Sé que la forma en la que terminaste con tu existencia terrenal no es la que esperabas, pero estoy seguro que estás mucho mejor. Sin dolor, ni agonía; sin sentimientos de culpabilidad, angustias o demonios internos con lo que pelear. Solo quiero pedirte perdón por vivir con este sentimiento de culpabilidad y esta sensación de qué pude haber hecho mucho más por ti, por mí, por nosotros.
Soy consiente de que no hay culpables, pero es difícil pensar que de haber estado más, compartido más o haber escuchado con lo decía tu alma y no tus palabras, podrías seguir con vida a mi lado, encendiendo cada noche este farolito en nuestro porche que nos recordaba que la llama de nuestro de amor se mantendría vivo y ardiente. Prometo encenderlo todos los días, después del ocaso, en memoria de ti, de nuestro amor y lo que no pude hacer, aún y cuando en mi ser sabía que algo en ti no estaba bien.
Siempre tuyo, Andrés.