El gran problema del amor es su (re) significación en esta nueva era de la locura. Por mucho que sigan los poetas posmodernillos pensándose distintos, comiendo vegano, viendo Netflix todo el día con porro en mano, escribiendo versos desgarradores en Facebook y creyéndose especiales y únicos en el mundo, tenemos que admitir que seguimos sumergidas/os en un medievo con smartphones y robots.
Y nos gusta regresar a los clásicos y al boom. A Hollywood, a The Beatles y las novelas venezolanas ochenteras. Todo aquello que nos recuerde cómo está hecho el molde de lo que debería ser el acto de amar y ser amado. Poseer y controlar. Luchar, morir y matar por ese ser que salió de un cuento de hadas -construido en nuestras mentes desde que estábamos en el vientre de mamá- y así vamos andando por la vida, pensándonos diferentes e invencibles hasta que ese “alguien” te rompe en pedacitos el cuentecito y te envía al inframundo del desamor.
Y ahí, en esa dimensión, como en todo, hay dos alternativas: salir victoriosa o quedarse atrapada, sin brújula y sin camino. ¿Y por qué duele tanto? Pues supongamos que el ego es un tirano que odia que lo contradigan. Y no debe ser agradable saber que toda tu vida te mostraron una versión ficticia -y cruel- del amor, en otras palabras el machismo nos ha jodido nuestra manera de relacionarnos y emparejarnos.
Amor caricatura. Amor imposible. Neurótico. Mortal, patriarcal, sucio, delicioso y carnal. En efecto, el amor, como el cosmos, lo encierra todo y no deja escapar nada. Pero como ha demostrado la vida, lo que hace funcionar las cosas es el equilibrio. Lo que no hemos aprendido todavía es a darle el valor a todas esas variables que encierra el misterio de amar.
Y hay quienes no les importa saberlo y renuncian a la idea. Y empiezan a comprar cosas o personas para sentirse “felices”. O adoptan un gato y se meten al gym para ponerse bellos y así sentirse finalmente “amados”.
La sociedad del consumo y el exceso nos ha hecho un daño profundo. Nos enseñaron a darle al amor el mismo valor que tristemente le damos al dinero. Conseguirlo y retenerlo a toda costa, encima de quien sea, incluso de nosotros mismos.
Y no es que yo sepa tanto del tema. Todavía pienso que el amor sobrepasa el lenguaje humano y es casi imposible definirlo, -si, la intensidad sigue al pie de la bandera-.. Pero en esta selva de fieras hambrientas, he entendido que lo más cercano al amor es el instinto, pero ese que viene de la divinidad, no del animal.
Mi generación, mal llamada “millenial”, está siendo atacada por una oleada de virus zombi. Que nos convierte en criaturas egoístas, superficiales y excesivamente narcisistas, olvidando el verdadero rumbo y deber que exige la existencia a cambio del precioso regalo de la vida.
Supongamos que Pedro es el millenial común. Primero nace, ama a los que le dieron la vida. Luego crece y aprende a amar a los amigos porque le hacen sentir bien. Al rato entra en una carrera de crisis existenciales después de la adolescencia. Danza en un baile interminable de relaciones tóxicas. Se gradúa y se convierte en otra cifra más del desempleo, por tanto, no puede comprarse ese carro que le dará mayor status para “conquistar” mujeres lindas en la U. “Primero hay que comer y después amar”, es la lógica de los abuelos. En el amor neoliberal, -exportado desde los teatros Neoromanos yankees-, primero hay que profesionalizarse como esclavo, después trabajar, luego consumir y comprar para amar y ser bien amado/a, para después convertirse en enemigo con el ser amado, en disputa de lo comprado y lo perdido.
No puede ser más decadente. Sin embargo, hay quienes se resistieron siempre y nos seguimos resistiendo hoy a pensar el amor como una mercancía. La propiedad privada más compleja de alcanzar y más fácil de destruir. Un comodín para salir de la prisión de la realidad. En Honduras lo confunden con los efectos del guaro y otros psicoactivos. Por eso es qué hay tanto artista incomprendido.
Cuando tenía diecinueve años conocí al amor (compañero) de mi vida. A los veintitrés por fin me dio un primer beso y yo me fui a Saturno. La magnitud de un imán solo puede sentirse cuando te encontras a tu par.
Hoy, a los veintisiete volví a besarlo y descubrí que tengo el Sol metido en el pecho. Arde y se siente tan cálido como el hogar, tan inmenso como el infinito, tan simple como la paradoja de un atardecer en San Juancito.
Mi relación con él, además de estar marcada por uno que otro conjuro pernicioso, me dejó transitar en ese extraño laberinto de sentirme plenamente feliz por respirar. Un punto trascendental en la vida cuando sos del país más peligroso del mundo.
Luego, en un segundo el miedo te cambia los planes y es cuando la escuela vida nos hace aprender.
La continuación de esa historia aún es inconclusa, y espero continúe hasta mis noventa y nueve, pero una de las lecciones fundamentales de la vida -al menos- está aprendida. Tuve que transitar otros puentes, caerme un par de veces, amalgamas intensas, corazones locos, ensayo y error, para darme cuenta -finalmente- que el amor nunca podrá ser total si antes no has aprendido a amarte con locura a vos misma/o.
Ni el cuento más cursi de Laura Esquivel o los poemas más empalagosos de Benedetti tendrían sentido si antes no descubrimos que el amor yace dentro de nosotros, a medida nos acercamos más al centro de las cosas, de las más simples como decía Chavela.
Y el amor es justamente eso en este momento de mi viaje. Una simpleza que flota en este mar de complejidades. Una fuente desbordada de agua, cruzada con el fuego heredado de los dioses de la pasión, de la ternura que me invade cuando veo al mundo ser uno mismo, a pesar del absurdo y del dolor.
Tuve que encontrar ese instinto primero. Aunque la millienitud por poco y me alcanza. No será posible nunca encontrar la felicidad en otra persona, si antes no la peleaste y conquistaste contra tus sombras. Aunque duela el tiempo, el sistema, el desorden de leyes antiamor del patriarcado. La compañía será luego el infierno si antes no aprendiste a hacer de la soledad tu mejor aliada y no tu peor enemiga.
Por tanto, la vida, que ya es bastante jodida sin el desamor, y aunque al lado caminen pequeños frankestains sin rumbo, siempre nos llamará al encuentro para aventurarnos a esa interminable carrera de conocernos y amarnos a profundidad. Solo así llegará tu imán o te reencontraras con el que conociste en tu primera juventud, o simplemente serás eternamente feliz con tu gatito, -si al caso no decide abandonarte a la primera-.