por Leonardo Laverde B.
NOTA: Este artículo fue redactado en 2010, antes de la publicación de la nueva Ortografía.
Se suele decir que el ser humano soporta cualquier cosa, menos la carencia de sentido. Hace algunos años, cuando comenzaba a dar clases de lengua y literatura a nivel de bachillerato, advertí muy rápidamente que una de las razones por las cuales los estudiantes se desesperaban con la ortografía, era que no comprendían el sentido de las diferentes normas. Por ello, uno de los anuncios más alentadores sobre la nueva Ortografía de la Real Academia Española es la promesa de que desarrollará el porqué de las diferentes reglas.
Ésos porqués que hace tanta falta responder tocan incluso el sentido mismo de la Ortografía. En cada nueva generación, estudiantes levantan sus cabezas de sus cuadernos y claman al cielo: “¡Dios mío! ¿Por qué se inventó la ortografía?”.
La ortografía, como su nombre lo indica, es el conjunto de normas que determinan cómo escribir correctamente. Ahora bien, ¿qué significa escribir correctamente? ¿Cómo sabemos que algo es correcto o no? ¿Y por qué todo esto es importante?
Existe la percepción generalizada de que lo correcto es aquello que dictamina la Real Academia Española. ¿Debemos suponer, entonces, que los académicos son una especie de dictadores que modelan la lengua al vaivén de sus caprichos? ¿Por qué los académicos? ¿Y por qué precisamente los españoles? Al plantearnos estas preguntas, suelen manifestarse toda clase de sentimientos de rebeldía. Sentimos renacer en nosotros el espíritu de los libertadores que continúan combatiendo a los “realistas”, esta vez en el plano de la lengua. Recordamos que los hablantes americanos de español superan varias veces en número a los peninsulares, y también los inmensos y valiosos aportes de los escritores y gramáticos hispanoamericanos. Sin embargo, sería oportuno, antes de tomar las armas, preguntarnos hasta qué punto es real este “colonialismo cultural”.
Desde hace algún tiempo, la Real Academia Española dejó de ser ese organismo ombligocentrista que trataba al español como su patrimonio exclusivo. Los contactos entre las diversas academias ya no se limitan a una descuidada búsqueda de “americanismos”. Cada vez más estos organismos trabajan juntos en un intento por establecer consensos que reflejen razonablemente el uso del idioma en todo el mundo. Sin embargo, es verdad que la RAE conserva aún notables vestigios de su papel hegemónico. Si bien ya no es la “dictadora”, sigue siendo la vocera de las academias. Sus publicaciones (los diccionarios, la Gramática, la Ortografía) siguen siendo la referencia suprema a la que apelamos todos. No en balde, estas reformas ortográficas sobre las que conversamos hoy, fueron anunciadas primero por la RAE, y no será sino hasta el 28 de noviembre próximo (de 2010) que oiremos la voz de las demás academias, a pesar de que ellas son tan responsables como la española de estas reformas. ¿A qué se debe esta situación? Al menos algunas de las academias extrapeninsulares han reunido tantos méritos y realizan un trabajo de tanta calidad como la RAE, pero también es verdad que pocas de ellas –si acaso alguna– tienen la pareja influencia sobre sus propios países.
Con todo, este papel de privilegio de la RAE también tiene su lado oscuro, pues es también sobre ella que llueven todas las críticas.
Para arribar a una norma y determinar qué está bien y qué está mal, los académicos recurren a algo más que su estado de ánimo. Utilizan una serie de criterios objetivos y solidarios entre sí, si bien muchas veces fallan al aplicarlos, y todavía más al explicarlos. Entre los criterios generales que pueden utilizar los académicos y que justifican la propia existencia de la ortografía podría mencionar los siguientes: la claridad, la unidad del idioma, el uso, el prestigio, la tradición y la lógica.
Algunos argumentan que las preocupaciones por la claridad son exageradas y que son contados los casos donde realmente puede presentarse ambigüedad. Esto muchas veces es cierto (aunque no estoy tan seguro, después de ciertos mensajes de texto que he tenido la oportunidad de recibir). Lo grave es que puede servir de excusa para actitudes del tipo “Tú me entiendes”, que pueden ser reflejo, bien de pobreza de ideas, o bien de una despreocupación por la forma que termina por ser una falta de respeto para con el destinatario.
La unidad del idioma es un objetivo loable por cuanto busca mantener y fomentar la comunicación entre los hablantes que comparten el uso del español alrededor del mundo. Sin embargo, existen recelos ante este propósito. En concreto, se teme que la defensa de la unidad idiomática sea utilizada como una camisa de fuerza contra la diversidad natural de los pueblos hispanohablantes y la evolución de la lengua. En gran parte, este recelo es infundado: en un hipotético enfrentamiento entre la academia y el uso, solo podría triunfar este. Desde hace tiempo la academia ha tomado conciencia de ello, y ha incluido como otro criterio fundamental reflejar con la mayor fidelidad posible el uso real de la lengua, para lo cual es vital la cooperación entre las distintas academias, como ya hemos mencionado.
Sin embargo, como ya lo reseñó Rosenblat en su memorable obra “Buenas y malas palabras”, lo que caracteriza al español (a cualquier lengua, en realidad) es la diversidad. El uso lingüístico de cada región, clase social, grupo de edad, profesión, sexo, individuo, es irrevocablemente único. ¿Cómo es posible conciliar esta realidad con el ideal de una norma? Y es entonces cuando descubrimos algo que los académicos del siglo XVIII ya tenían muy claro: la academia se apoya en el uso, sí; pero no cualquier uso. La norma, especialmente la norma ortográfica, que se desenvuelve en un ámbito muy peculiar como lo es la lengua escrita, se basa en el lenguaje culto, en el lenguaje de los que hablan mejor. ¿Y qué me permite decir que alguien habla mejor o peor? Podemos alegar muchas razones, pero en el fondo siempre habrá una arbitraria, convencional, social, como todo en el lenguaje: el prestigio. El mejor uso lingüístico es aquel que tiene el prestigio de serlo. Cuando los primeros académicos se propusieron establecer la ortografía recurrieron a aquellos escritores que tenían el prestigio de ser autoridades en el uso de la lengua. Por eso, el primer diccionario de la RAE fue el Diccionario de Autoridades.
Sobre el prestigio se basa también la función social de la ortografía. Nosotros mismos, por muy desprejuiciados que seamos, desconfiaremos siempre del profesional que percibamos tiene mala ortografía, aunque su especialidad sea, por ejemplo, los números.
La tradición es otro criterio básico de la ortografía. El único medio para aproximarnos al uso real de la lengua lo constituyen los hechos lingüísticos ya consumados. A través de ellos podemos conocer los hábitos, gustos y tendencias de los hablantes, lo cual es muy útil para establecer las normativas. Por desgracia, a pesar de todos los avances de las ciencias lingüísticas, es imposible analizar en tiempo real la evolución de la lengua y mucho menos prever con certeza sus desarrollos futuros. Es por ello que la norma siempre va un paso por detrás del uso. Es inevitable.
El criterio de la lógica vela por que las normas ortográficas se sujeten a principios generales y coherentes que faciliten su aprendizaje y aplicación. Para ello, muchas veces se recurre a la analogía, un fenómeno que también opera en el desarrollo espontáneo del lenguaje.
A la luz de esta reflexión, examinemos algunas de las “reformas” propuestas en la nueva Ortografía.
Una de las más polémicas la constituye la supuesta desaparición de algunas letras (la ch y la ll), que pasan a convertirse en dígrafos (como gu, qu y rr). La ch, por ejemplo, posee un sonido propio, único y muy querido por los hablantes (y amantes) del español, por lo que nuestra alarma por su anunciada desaparición está plenamente justificada.
En esto influye, no lo voy a negar, la presión que experimenta España para adaptarse a los usos comunes europeos. Para tranquilizarnos, debemos tener en cuenta algo que mis alumnos recordarán muy bien de las clases de fonética y fonología: el hecho de que los sonidos (los fonemas) y las letras pertenecen a mundos separados, el lenguaje oral y el lenguaje escrito respectivamente. Esta importante diferencia es una de las razones por las que existe el Alfabeto Fonético Internacional: nuestros alfabetos convencionales (incluido el español, que es uno de los más fieles a la pronunciación) están llenos de irregularidades, dígrafos y signos mudos que los hacen inútiles para una transcripción fónica rigurosa. De aquí se desprenden dos conclusiones: por una parte, al considerar las letras desde el punto de vista estrictamente gráfico y no sonoro, no tiene sentido mantener la unión de dos signos que de hecho existen independientemente. Por otra parte, los cambios en la representación gráfica tienen muy poca influencia sobre la realidad sonora, por lo que el sonido de la ch nunca ha estado en peligro.
Otro cambio tiene que ver con los nombres de las letras: la “b grande” ahora es simplemente “b”, la “i latina” ahora es simplemente “i”, la “v pequeña” ahora es “uve”, la “doble ve” es “doble uve”, la “y griega” es “ye” y la “zeta” ahora es “ceta” (con C) o “ceda”.
En estos casos, creo que los criterios han sido principalmente la unidad idiomática y el deseo de claridad. En efecto, a mí no me hace mucha gracia decir “uve”, pero con esta diferenciación, tal vez los estudiantes del futuro tengan menos problemas para distinguir estas dos letras. Sin embargo, al hacer esto, nos vemos obligados por analogía a adoptar esa “doble uve”, tan horrorosa, al menos para mí.
El deseo de uniformidad y claridad también han llevado a sacrificar uno de los dos nombres de la ahora “y”, aunque en realidad esta letra representa más de un sonido. Me gustaría recordar que fonológicamente la “ye” representa dos sonidos: uno vocálico (la y representada aisladamente o cuando cierra un diptongo al final de palabra) y uno consonántico palatal, africado o fricativo (como en ayer).
Naturalmente, como la ye deja de ser “y griega” ya no tiene sentido decir “i latina”, sino simplemente “i”, y así ambas letras quedan bien diferenciadas. Sin embargo, no puedo dejar de lamentar que en el futuro haya que explicar a los estudiantes qué quiso decir Pocaterra con aquellos de la “i latina”.
Con la Z, me parece que la única razón que puede alegarse es la tradición. La academia ha querido rescatar una vieja idea: la de que la Z y la C representan el mismo sonido, pero que deben usarse en casos diferentes: la C ante E o I, y la Z en los demás casos. Siguiendo este criterio, la Z se convierte en una de las pocas letras que no se encuentra dentro de su propio nombre.
Algo parecido ocurre con la Q. Según la norma tradicional, solo puede funcionar en dígrafo, por lo que “cuórum”, “Catar” e “Irak” constituían una irregularidad. El cambio me gusta especialmente en el caso de “Catar”, que crea una ambigüedad deliciosa.
En el caso de las tildes, el criterio que sigue la academia es el de la economía. Aunque muchos de mis estudiantes no lo crean, la academia trata de exigir la menor cantidad posible de tildes. Esa es una de las razones por las cuales los monosílabos, en general, no las llevan. En ese sentido, las palabras “guion” y “truhan” constituían una irregularidad que ahora ha sido corregida.
Las tildes diacríticas de “solo” (en el sentido de “solamente”), la conjunción “o” entre números y los pronombres demostrativos, se justificaban en nombre de la claridad. Con este cambio, la academia ha cedido un poco al criterio del “tú me entiendes”, y a la influencia de la tecnología.
Con todo esto, no quiero decir que todos los cambios propuestos por la academia sean adecuados o me gusten. Lo que pretendo decir es que no son del todo arbitrarios, son defendibles. Sin duda, todo cambio, bueno o malo, genera resistencia, en especial con la extraña política comunicacional que ha mantenido la academia en las últimas décadas. Ahora, con toda la pena del mundo, tendré que llamar a algunos amigos y alumnos, para decirles que algunas reglas que les machaqué durante mucho tiempo han dejado de ser absolutas para convertirse en obsoletas. Y no faltará alguien que, atrasado en noticias, se apresure a condenarme cuando me vea usando las nuevas reglas.
Todos compartimos, en mayor o menor medida, el deseo de mantener la unidad dentro de la diversidad del español. Sin embargo, con el ritmo de crecimiento y desarrollo de nuestra lengua, esa empresa luce cada vez más compleja. Tal vez en un futuro que ahora parece muy lejano, debamos ir pensando en desarrollar dentro del español una lengua literaria que permita comunicarnos a los hispanohablantes de todo el mundo, sin pretender establecer ataduras sobre dialectos regionales cada vez más diversos, más indomables.
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