Podía sentir el calor que me envolvía, aún así nada veía. Una extraña sensación movía mi cuerpo de lado a lado, me mecía con las caricias de lo inexplicable. Podía oír los más graves sonidos, y las más estruendosas vibraciones. Era el calor y era el frío, ellos eran el todo para mí. Eran mi corazón. Pues yo no necesitaba un corazón en el cuerpo mío. Había un corazón único, fuera de mi. Era el corazón de todos mis hermanos también. Nos guiabamos por el palpitar del corazón, por ese intermitente paso del calor al frío, que marcaba cada latido, con perfecta precisión.
La danza era mi vida, el movimiento constante, estirar mi cuerpo era un placer para mí y para el resto de los mortales. Cuando calor no había, el no movimiento venía. Ahí muchos nos poníamos a pensar, y nos acurrucabamos. Las vibraciones se sucedían constantemente, la humedad preciosa era el placer de los dioses. El roce de los fluidos en la cálida cueva eran el amor de mi vida. A veces sentía la humedad por fuera de la cueva, y me podía estirar con más libertad. Aquello era ciertamente disfrutable. Así vivía, en perfecta quietud y en armonía, con mis hermanos.
Es un árbol quien habla.