Un día con Hermes :: Crónica

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El pasado 06 de diciembre murió en Ciudad Ojeda don Hermes Atencio; el hombre, quizás más longevo de Venezuela. Había nacido en la Alta Guajira venezolana en 1904. En abril de 2015 le dispensé una visita a su residencia en el sector El Ahorcado, a orillas del lago de Maracaibo que dio origen a una crónica.

Un día con Hermes
Marcelo Marcelo A. Morán Polanco

A noventa kilómetros al este de Maracaibo a orillas del lago, en la parroquia Venezuela del municipio Lagunillas, un rebaño de chivos desciende por una hondonada ante la mirada celadora del pastor. La función acrobática exhibida por los animales obliga al guía a seguir con precaución el sendero irregular, devenido en grietas, que separan tramos de la carretera que lo llevará a su hogar.
Al fondo, entre una pausa que concede un cinturón de manglares, aparece una vista del lago, desconcertante, para quienes guardamos la tradicional estampa desde el puente Rafael Urdaneta: no hay garzas, buchones ni boyas oscilantes. En la superficie se observan centenares de cabrias sobre viejas estructuras de concreto. Unas enhiestas, otras inclinadas y abatidas por la intemperie. Es como si se tratara de otro lago en un sombrío lugar del mundo.
La acción reverberante del sol crea un efecto sobre el horizonte lacustre que perturba la visión del pastor. Por un momento cree que las aguas van a salirse de su cauce y amenazaran con barrer tierra firme. Detiene la marcha y después de volver su mirada y superar el sobresalto, se acomoda el sombrero de cogollo y continúa marcando pasos por medio de un bastón de curarire.
Su nombre es Hermes, a diferencia de su tocayo el dios griego de los viajeros, no calza sandalias aladas: tiene que recorrer como otro mortal un kilómetro a pie, por una senda salitrosa y calcinada por el sol.
Son las 3:00 de la tarde y el calor es insoportable para un hombre de cincuenta y cinco años como yo, que reclama cuanto antes un vaso de agua para sobrevivir. No ocurre lo mismo con el pastor, que camina impasible sin mostrar signos de agotamiento, pese a que dentro de ocho meses cumplirá ciento diecinueve años.
–Allí vive mi hijo, José – señala al único palafito que se observa en el lugar.
Está hecho con tablas y levantado sobre aguas manchadas con petróleo. El resto es una escena viva de la novela “Casas Muertas” del escritor venezolano Miguel Otero Silva. Sobre escombros de antiguas viviendas, esta laboriosa familia wayuu ha levantado sus nuevas moradas. Reconstruyeron techos, paredes, como piezas de lego para aproximarse un poco a las versiones originales. Los primeros pobladores fueron reubicados a mediados de 1990 ante el acuciante problema de la subsidencia. Fenómeno que representa el progresivo hundimiento del suelo a causa de la explotación petrolera, y coloca el nivel del lago (siete metros) por encima de tierra firme.
A El horcado se llega de forma expedita a través de la carretera que bordea el Muro de Contención. Fue construida hace más de medio siglo para facilitar las labores de patrullaje en esa extensa área operacional perteneciente ahora a PDVSA. En la actualidad se encuentra intransitable en varios tramos por efectos de la erosión y los embates del tiempo, que dificulta el tránsito sobre todo a vehículos pequeños: como alternativa, hay un laberinto de carreteras que conduce a una infinidad de locaciones de pozos, dispersos en una geografía compleja y desértica. A este lugar ubicado a veinte minutos de Lagunillas, pero apartado de los ruidos del mundo y al que ningún taxista se atreve a llegar, vive uno de los hombres más longevos del planeta.
La primera vez que visité El Horcado fue en 2007. Me había apoyado en la buena disposición de mi amigo Edwin Arteaga; viejo compañero de Maraven y formidable conocedor de esa zona. Ahora, después de ocho años, regreso con la guía de un mapa casero, elaborado con la ayuda de otros compañeros de Gente del Petróleo para no extraviarme en esa confusa y solitaria red de caminos.
En el trayecto de veinte minutos que demoré en llegar no me crucé con ninguna presencia humana. Ni siquiera un espejismo en la dilatada carretera gris. Reinaba un silencio inquietante que solo fue quebrantado por el fugaz paso de un conejo que a esa hora quizás huía de las garras de un cazador.
Hermes llegó a El Horcado procedente del municipio Mara en 2004. “En Caño El Indio no había trabajo. Fue entonces cuando mi hijo José se vino primero a esta tierra para trabajar como pescador, después lo seguimos”, refiere mirando a Maríangel y a su mujer llamada Aura, de ciento dos años, que permanecía sentada en una silla de ruedas.
Hermes expidió su cédula de identidad en 1960. El empleado de identificación que lo atendió en aquella oportunidad prefirió colocarle cincuenta y seis años en lugar de los sesenta y cuatro que aseguraba tener.
El oficinista hizo el cálculo después de darle una fugaz mirada al rostro, pues no había manera de entender el enrevesado wayuunaiki del pastor de cabras, como tampoco este entendía el riguroso castellano del funcionario. A diferencia de la cultura occidental al wayuu no le inquieta reducir su edad. “El secretario debió colocarme los años exactos y no hacer una valoración basada en una simple mirada; eso nada más lo hacen los buenos piaches allá en la Guajira”, dijo Hermes con vehemencia.
Después de cincuenta y seis años el abuelo centenario asegura que el funcionario debió ser más gentil. Se resiste a creer que en una ciudad como Maracaibo donde la población wayuu es muy numerosa no hubiere en aquel momento un paisano que sirviera de intérprete y evitara que el secretario recortara seis años por medio .de un método poco convencional. Considerando esa afirmación, Hermes nació en 1896 (dos años antes de la Revolución Restauradora liderada por Cipriano Castro que depusiera al presidente Ignacio Andrade). A pesar de su inconformidad, la fecha registrada –en la cédula de identidad– es 13 de diciembre de 1904. Para 2015 estará cumpliendo ciento once años en lugar de ciento diecinueve; su verdadera edad.
De su tierra natal, Sillamaana: caserío de la Alta Guajira, recuerda el suelo pedregoso y el cielo azul, limpio e infinito Tanto así que un repique de tambor puede escucharse a varios kilómetros sin requerir amplificación. Aunque su tierra es bordeada por el mar, nunca fue atraído por la pesca como otros de sus parientes. “El mar es muy hermoso, pero a la vez impredecible: lo frecuentaba solo para bañarme en la orilla. Por eso me hice pastor. En tierra firme me sentía más seguro”, recordó, esbozando una sonrisa.
En su juventud cazaba conejos, iguanas, recolectaba higos de cardones y semillas de tapara –esta última – la consumía tostada y a la que atribuía propiedades nutritivas. Él confiesa que esta simple dieta, junto al hábito de acostarse a las siete de la noche constituye parte de los secretos de su longevidad.
Mientras conversábamos bajo la sombra de un cují, dos perros amarillos se echaron en el suelo arcilloso para contener el feroz calor de la tarde. Más allá en un taburete, Maritza una de las hijas de Hermes, revisa con mesura un extenso chinchorro de pescar, sin hacer comentarios.
En 1910 cuando apareció el cometa Halley, Hermes tenía catorce años. No se entusiasmó en admirar el prodigio estelar, pues los viejos aseguraban que su aparición era el presagio de eventos catastróficos Y cuánta razón tuvieron aquellos mayores que en menos de dos años hubo grandes acontecimientos que sacudieron la Guajira como nadie lo imaginaba. Primero hubo grandes crecidas producto de imprevistos aguaceros. La lluvia que no había caído en tres años se desplomó con toda su fuerza en menos de un mes, matando rebaños de chivos y vacunos. Después surgieron terribles enfermedades como la “Aleyajawaa” (encefalitis equina) y “Onojowaa” (tuberculosis) más adelante llegó un militar llamado Juan Bautista Reyes que se volvió peor que mil pestes. Cuando Hermes escucha el nombre del coronel Reyes, hace una pausa, para retroceder cien años en el tiempo y vuelve con un recuerdo doloroso: “Ese tirano reclutaba jóvenes en complicidad con otros mestizos para venderlos como esclavos a las fincas del Sur del Lago, o eran canjeados por sacos de maíz y panela. El que se resistía era mandado cavar un hueco, y cuando tenía una profundidad de medio metro era ajusticiado y luego sepultado en el mismo hoyo. Otras veces eran colocados en cepos, donde eran azotados por tres días hasta morir de mengua”. Hermes golpeó el suelo con su bastón para reafirmar su añoranza:
–Hasta que un día, esa calamidad… recibió su merecido y se acabó.
Maritza, después de identificar los cuadros reventados en la red de pescar, los repara a punta de aguja sin descuidar la exposición de su padre.
–Papá, pero ahora tenemos algo peor que el coronel Reyes. No hay nada que comer y para conseguirlo tenemos que matarnos como locos.
Maritza después de silenciar a su padre con esa respuesta, prosigue su labor en la red que en breve tiempo desplegará en alguna parte del lago.
Ella tiene cuarenta y nueve años de los cuales ha dedicado diez a la actividad pesquera. Asegura no temerle al lago a pesar de que en 2010 fue arrinconada por una tormenta en una plataforma petrolera a once kilómetros al sur de El Horcado. Al preguntarle a Maritza si sabía nadar, como todo pescador que se lanza a las aguas, la réplica fue sobrecogedora para alguien como yo que esperaba una descripción más épica de esta admirable mujer, sin embargo, reconozco que su respuesta estuvo más cargada de sinceridad que de pudor:
–Nunca aprendí a nadar.
De pronto, una iguana se precipita de una rama del cují y cae como una pelota entre los pies de Hermes causando un gran sobresalto. Los perros que yacían amodorrados en el suelo saltaron y se llevaron una silla por delante tras la persecución. Pero la fugaz iguana alcanzó sin contratiempo el copo de otro árbol para resguardarse, mientras que los afanosos perros regresaron exhaustos a las sombras del cují a fin de reanudar el sueño interrumpido.
–¡Aquí hay iguanas como arroz! –exclama Maritza desde su sitio de trabajo.
Cuando le hablo a Hermes de su longevidad, vuelve a hacer una pausa: “Yo trabajo desde niño en armonía con la naturaleza. Me movía al ritmo de la tierra. Cuando el sol se acostaba al poco rato también yo hacía lo mismo para descansar. En mi mente no había espacio para almacenar maldad ni remordimientos. Al día siguiente me levantaba fresco y radiante tal como se asoma el sol en las mañanas. Antes de ir a dormir oíamos hermosos relatos que reconfortaban aún más nuestros sueños. No sabíamos nada de política; esa cosa que ahora envenena la mente de la familia al extremo de que padre e hijo no pueden dirigirse palabras, hermanos que se caen a trompadas y amenazan con matarse la próxima vez que se encuentren. Mientras la gente mantenga ocupada su mente en ese credo maligno, nunca llegará a viejo”.
Hermes cierra sus ojos, y por unos segundos, creí que se había quedado dormido en su chinchorro que balanceaba por medio de uno de sus pies colgado.
Le comenté que en Bolivia vive un paisano aimará, llamado Carmelo Flores Laura, que puede considerarse el hombre más viejo del mundo. Dicen que tiene ciento veintitrés años. Hermes abrió de nuevo sus ojos para preguntar:
–¿Dónde queda Bolivia?
–Es un país distante, montado sobre empinadas y frías montañas, fundado en honor a Simón Bolívar –respondí.
.–No me sorprende que ese hermano indígena tenga tamaña edad, Dicen que el frío conserva mucho a la gente, y creo que es así.
Pero Hermes olvidó que la Guajira –su tierra natal– es un desierto donde la temperatura puede llegar a 48 grados centígrados y aun así, le pisa los talones al abuelo boliviano. Entonces la longevidad no es un atributo del frío ni del calor sino del equilibrio humano con el universo. Tal como lo había enunciado antes.
Hermes dejó de parrandear en 2012 cuando tenía ciento dieciséis años. Los fines de semana solía tomarse una botella de ron con su hijo José y sus nietos. En ese ameno clima familiar interpretaba hermosos jayechis (canto épico wayuu) que recogían parte de sus andanzas por los rincones de la Guajira. Pero al año siguiente este sencillo conversador centenario y perteneciente al clan Pushaina sufrió un ACV, que a su edad pudo haber sido fatal, sin embargo, tuvo una recuperación digna de un milagro que su hija Mariángel atribuye a la fe evangélica. Ese colapso no dejó secuelas en su rostro ni en el resto de su pequeño cuerpo, como otros casos en que pacientes han quedado parapléjicos. Quizás en la vida de Hermes hubo una desconexión, pero volvió a entrar en armonía con ese ciclo vital regido por las fuerzas del universo y le ha permitido esa recuperación que raya en lo sobrenatural. No hay otra explicación.
Al caer la penumbra la brisa proveniente del lago arremetió contra los manglares creando una sensación sísmica en el ambiente. Se oían crujir de ramas y el incesante choque del oleaje contra la orilla. Una lluvia de hojas secas cayó sobre el techo de la enramada como una frenética invasión de gatos. Sobre su endeble estructura había colgado mi chinchorro para hacer más amena la conversación con el viejo. Sin embargo, las ráfagas de frío que se iban colando ayudaron a precipitar mi sueño y a olvidarme de otros ruidos de la noche.
A las 6:00 de la mañana los perros empezaron a ladrar de manera incesante hacia la carretera que tiene dos metros de altura y por donde descendía presurosa Maritza con dos bolsas atestadas de pescado. Más atrás, sus hijos la seguían con los aperos de pescar.
–Nada más cogimos siete kilos de corvinas, lo demás es para la casa – le dice a uno de sus sobrinos que la recibe.
Hermes, inspecciona sus cabras en un corral construido al lado de la casa. Tiene ocho paridas que le dan entre siete y ocho litros diarios para el consumo de la familia. Él mismo las ordeña. Después de cerciorarse de que todo está normal, ordena para que lo escuchen:
–¡Ya es hora de tomar café!
Al cabo de una hora, Maritza, la única mujer que practica el oficio de la pesca en la Costa Oriental del Lago, llamó para anunciar el desayuno: el menú estaba compuesto por lisas fritas, queso de cabra, plátano asado y una garrafa de “oüjol” chicha de maíz.
Una nieta le servía el alimento en la boca a Aura, la esposa de Hermes. Aura estaba sentada en una silla de ruedas, donada este año por Mervin Méndez, alcalde del municipio Lagunillas y gestionada por el periodista Manuel Arends.
Es muy agradable desayunar con lisas cuando uno mismo las pesca –dijo Maritza orgullosa al recoger los platos.
A las 10:00 de la mañana me despedí de Hermes con la satisfacción de haber pasado un día inolvidable y con la promesa de regresar. A esa hora se aprestaba a emprender a la inversa el recorrido que hicimos el día anterior.
En plena carretera acomodó su sombrero de cogollo y empezó a marcar sus pasos al golpeteo de su bastón. En seguida su rebaño de cincuenta chivos, empezó a moverse con obediencia por la carretera como si hubiera recibido la orden en código Morse. Más adelante, Hermes se detiene y da instrucciones a su nieto Lisandro, de trece años, que lo acompaña en este ejercicio diario a orillas del lago de Maracaibo, a quien desgranará parte del imaginario wayuu, que es tan largo, como el tiempo que ha visto transcurrir.