Hace algunos días, al salir de un establecimiento comercial, un niño de aproximadamente 11 años de edad se acercó a mí, su ropa estaba sucia y desgastada, su cabello despeinado y polvoriento y su rostro era triste, con una mirada que no tenía esa luz que caracteriza la mirada de los niños. “¿señora puede darme para comprar un pan? Es que no he comido nada hoy” me dijo el niño, con una voz que aún recuerdo perfectamente, amable y dulce, como solo un niño puede ser. Bien, yo iba tan de prisa que no podía devolverme para comprarle lo que me pedía y no disponía de dinero en efectivo en ese momento, mi respuesta fue “lo siento mi amor, ahora no puedo” mientras lo decía mi corazón parecía encogerse pero ya se me hacía tarde para llegar a la universidad, así que crucé la calle y no tuve el valor de voltear para mirar al niño.
Fue tal el peso que ese acto tuvo en mi conciencia que durante varios días no hacía más que pensar en ese niño, me preguntaba si alguien pudo al fin es día comprarle algo de comer o si todos habrían hecho lo que yo.
Días más tarde, al regresar de la universidad pasé a comprar algunas cosas para la cena y nuevamente se me acercó un niño, su estatura y color de piel eran muy parecidos al del niño que había visto hacía unos días atrás, aun no sé si se trataba del mismo niño o si mi mente quiso verlo igual para calmar mi culpa. “señora puede darme un pedacito de pan” inmediatamente vino a mi cabeza el recuerdo de aquel niño y pensé: “es él, es el mismo niño, Dios me está dando otra oportunidad de enmendar mí falta”. Lo miré y le sonreí, pedí a la empleada que agregara un pan más a mi bolsa, lo tomé y se lo di al niño, el me devolvió una sonrisa y sentí una hermosa sensación en el pecho y di gracias a Dios por esa oportunidad.
Luego de pasar por esto me pregunto si Dios en realidad habita el corazón de todos nosotros. Una pequeña acción como ayudar a alguien que lo necesite puede hacernos sentir tan bien que realmente puede marcar la diferencia, pero son tan pocos los que brindan su apoyo sin esperar nada a cambio que es difícil creerlo.
En lo personal pienso que tener a Dios presente en nuestras vidas es más que ir cada domingo a misa (en mi caso porque crecí bajo la religión católica), predicar la palabra de Dios u orar cada noche. Tener a Dios en nuestras vidas está más ligado a nuestra forma de pensar, nuestro comportamiento y nuestras acciones.
Existe tanta maldad, tanta indiferencia y tanta anarquía en el mundo que es difícil creer que Dios habite los pensamientos de todos. Y es que, cómo creer que Dios o Alá pueda alojarse el corazón de un terrorista que con una bomba, hace explotar su propio cuerpo para arrasar con la vida de decenas de personas, solo por pensar distinto o por llevar un estilo de vida diferente. Es difícil pensar que Dios esté en los pensamientos de un dictador que someta a su pueblo a vivir en la miseria, solo por orgullo o por sentir el poder de gobernar una nación, o que Dios esté presente en el alma de los que niegan su ayuda a cualquiera que lo necesite.
Es necesario evaluar la forma en que nos comportamos cada día, pensar en cuántas veces hemos tendido la mano a un desconocido solo porque nos nace del corazón y no para quedar bien ante otros.
No importa si no dispones de una gran fortuna que te permita crear grandes fundaciones, hospitales escuelas, etc… con hacer una buena acción cada día, aunque parezca mínima, podemos ayudar a construir un mundo mejor.
En el mundo ya existe suficiente malicia, un poco de amor, compasión, ternura y bondad puede marcar una gran diferencia pero eso solo es posible si dejamos que Dios habite nuestros corazones.