Asaltar el poder para darle a los desamparados, a los descamisados, a los olvidados, a los pobres, a los pelabolas, en buen venezolano, pareciera el único camino latinoamericano para realizar la justicia que no nos han dado ni los gobiernos de facto ni las supuestas elecciones democráticas. Ese camino ya es monótono y a veces desalentador por, entre otras razones, sobreabundancia de redentores devenidos en meros charlatanes. Nuestros pueblos han soportado más que cualquier Cristo crucificado o cualquier Sócrates obligado a tomar la cicuta; pero, sobre todo, hemos sido y seguimos siendo gente jocosa, que sabe sobrellevar las penas con aguardiente, loterías, fervor hípico, devoción beisbolera, glorias faranduleras y resignación, además de todos los discursos libertarios que nos atosigan desde el siglo XIX, sin que quienes consiguen el poder y después se aferran a él, hagan algo mejor que el peor de los generales impuestos por el Departamento de Estado de Estados Unidos o los dependientes del poder económico transnacional.
¿Se trata de una maldición o de un destino por varios siglos?
No sé ni pretendo saberlo. Pero si sé que abundan los que apelan al ensalme y a los rituales aborígenes o africanos o de estirpe europea o sincréticos para ganar o mantenerse en el poder, porque es lo único que les interesa. El pueblo, vale decir ese nosotros que sólo quiere libertad y buen vivir (aunque sea modesto, sin pretensiones hedónicas y ostentosas angloamericanas o europeas que machacan los medios de comunicación globalizados, ocultadores de valores diferentes al “si tienes, entonces vales”), soporta una y otra vez el fracaso de la esperanza, de esa justicia cristiana que nunca llega por más que crea en vírgenes y santos. Sabemos, con absoluta seguridad, que estamos jodidos, que como andan las cosas no hay posibilidades de mejora (al menos en una mayoría que las estadísticas ofrecerían con beneplácito y exaltación de la democracia representativa o participativa), que si no nos atenemos al envidiable modelo gringo o europeo estamos condenados a los cien y más años de miseria y subdesarrollo que la CEPAL o el PNUD supuestamente tratan de evitar. Porque seguramente nos lo merecemos: por flojos o por mestizos o por libertarios o por cualquier elección divorciada de “los parámetros ceñidos a la libre competencia y el ejercicio de las virtudes democráticas”. Ya no importa cuál es el credo: igual da Marx con el Che o Bolívar entremezclado con Lenin y Fidel y un toque de Allende con algunas estrofas del Canto General de Neruda y Víctor Jara cantando a dúo con Silvio Rodríguez. Y estamos pasmados, mientras los países más poderosos disfrazan su propio terrorismo, para que los grandes centros del poder mundial exalten las bondades de las urnas electorales y nosotros sigamos creyendo que lo que vivimos nos lo merecemos por desordenados y faltos de sentido común, como si ellos, los que planifican y ya casi amoldan al mundo a un solo parecer, son tan dados a la bondad y a las virtudes del protestantismo y del catolicismo, que a islámicos y otros desafectos a sus iglesias ya les llegará el momento de enmendarse, quizás con piadosos bombardeos y sangre “necesariamente derramada”. Entonces, y sólo por todo eso, debemos (y valga el imperativo) empezar por abajo.
¿Habrá, acaso, mejor resistencia y mejor insurgencia? No creo. Los ejércitos guerrilleros se amañaron demasiado al negocio, se encariñaron con los titulares de los noticieros y se dieron cuenta de que más les conviene no llegar a ser gobernantes: practicar el terrorismo y traficar drogas les da mejores resultados, sobre todo financieros. Empezar por abajo requiere aprender de otras personas y compartir con ellas, ponerse en su mismo plano, y nunca acercárseles como redentores: defender y ejercer derechos y cumplir deberes para no aprovecharse ni imponerse a otros es tarea más difícil, pero esencialmente más sincera. Hoy sobran los revolucionarios de escritorio, de pura cabeza, de pura prédica encendida, pero que ni de casualidad van a cambiar un pelo de sus privilegios, de sus prejuicios, de sus comodidades intelectuales y menos de cuanto tienen para que haya más justicia en este mundo. Pueden, eso sí, ser extremistas de opinión, chuparse la hostia de la justicia social, arrodillarse ante cualquier caudillo de prédica antiimperialista, alcanzar éxtasis bolivarianos o revolucionarios, aunque en las costras de su corazón sepan que eso es “muela” y demagogia; su orgullo, que al fin y al cabo es tumor del ego, les impide reconocer que en un país como Venezuela, por ejemplo, sólo cambian la denominación de la República y la Constitución, pero, para decirlo en lenguaje de calle, el daño es el mismo.
Del porfirismo a la revolución, David Alfaro Siqueiros, 1964
Empezar por abajo es más que lenguaje y opinión, porque no faltan quienes creen que sólo se hace haciendo obras tangibles, como si hablar, escribir, reflexionar, dudar y pensar en tranquila soledad no son hacer ni construir: y así lo piensan, me atrevo a afirmar, porque no se dan tiempo ni tregua espiritual para salir de las aguas de sus renegadas dudas y sus esquivados temores. Aquí no se trata de recuperar lo perdido ni de abarcar lo inabarcable; apenas estoy insinuando que más despistados andamos si no nos arrancamos los disfraces, las nostalgias y las imposturas. La izquierda revolucionaria quedó para los alardes exóticos y los museos, la subversión armada para el engorde de las industrias bélicas, el terrorismo para que los dominadores del mundo lo conviertan en el espantajo de la juventud y en el infierno medieval en el que ya no creemos, la democracia para que nos aferremos a sus barbas si por algún descuido nos preocupamos por la justicia: el capitalismo es el rey, y no por bueno sino por ganador, por sus habilidades para sobreponerse a las burocracias partidistas que tanto le deben al genio de Lenin. Hoy sólo queda empezar por abajo, volver al principio, a lo que cada ser humano de la calle necesita, a esa necesidad de contar con la otra persona que vive con nosotros, que está cerca y preferimos discriminar o ponderar según el tener.
Somos una sociedad fracasada y una posibilidad pendiente. Las ideologías aparentemente derrotadas no son las únicas, aunque se nos quiera hacer creer lo contrario. Ahora predomina y avasalla una sola ideología que no tiene ideales ni principios, pero sí muchos euros y muchos dólares. Lo demás es paja.
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Recuerdo mis lecturas de Ludovico Silva, su llamado a poner fin a las ideologías y guiar nuestro accionar por ese gran faro esclarecedor: La conciencia de clase.
Yo preferiría hablar de conciencia de ser humano, de estar vivo, por encima de cualquier diferencia y de cualquier prejuicio.