Saludos, comunidad de Steemit. Hoy quiero volver a la ficción, en este espacio tan diverso y creciente, con un capítulo o episodio (el décimotercero) de mi novela inédita La vida realenga.
Esta novela fluye en tres vertientes de tres personajes principales que en algunos momentos confluyen, no por azar sino por eso que suele denominarse las vueltas del destino. No son tramas lineales, pero sin llegar a lo que en muchas novelas del siglo XX se construía con la transposición de los planos temporales, según la crítica especializada.
Este episodio narra parte de la adolescencia y un poco después, la juventud, de Maryorí Montenegro, madre de Eliécer Montenegro, uno de los personajes principales de la novela; pero no quiero abundar en detalles y sólo pretendo ubicarlos en el espacio y el tiempo referidos.
La noche es cómplice, la noche nunca es igual en todas partes: en algunas es la llegada placentera de la frescura y la tranquilidad; en otras, la vida aflora y se alborota, y su manto encubridor le sirve a las sombras y a los demonios para pasearse a su gusto. Los predicadores de la luz y la salvación le temen a la oscuridad; la noche reafirma su creencia fanática por miedo, no por convicción; temen verse a sí mismos en ese despiadado espejo; la noche siempre es cómplice de cuanto no queremos ver o no queremos aceptar. La noche denuncia nuestra fatalidad, la noche no permite escogencias entre lo bueno y lo malo, la noche no da treguas a quienes se ahogan con palabras de salvación y la noche llega, cada noche, al barrio Las Cruces con promesas de sobrevivencia, con la certeza de plata en el bolsillo de cualquier manera, cada quien como puede, como sabe. Francis y Nilda le dicen a Maryorí que la acompañen: no es nada difícil, haces lo que tienes que hacer y más nada, y ganas plata, porque el cabrón del marido de tu mamá cuando no se bebe toda la plata en la licorería, le cae a coñazos para que ella consiga para una botella de ron; si vienes con nosotras te ganas lo tuyo y no tienes que esperar que te den algo, dice Francis. ¿Y qué tengo que hacer?, pregunta Maryorí con temerosa ingenuidad. Ellos quieren que los toques y que se lo beses hasta que se alivian, ¿entiendes, Maryorí?, dice Francis. Aprende a usar tus manos y tu boca, dice Nilda. ¿Pero quiénes son ellos?, pregunta Maryorí. Ellos, los camioneros de la Recicladora Nacional, los que hacen cola con su camiones en la calle ciega que está detrás de la pared de bloques de cemento y muy alta, ellos duermen ahí con sus chinchorros colgados debajo de las plataformas de los camiones hasta el amanecer, pero les gusta que les hagan cariñito, ¿entiendes?, dice Francis. Que te paguen primero porque algunos, después de que los consientes, te dicen los muy coños de madre que nadie te mandó a hacerle lo que les haces, dice Nilda. Y pasan por el hueco que desde hace muchos años está abierto en la pared que divide el barrio Las Cruces y la calle ciega donde estacionan los camioneros que llevan su cargamento para la Recicladora Nacional; pasa Francis, pasa Nilda y después Maryorí. Busca el tuyo, le dice Francis a Maryorí. Te paras junto a él y dices buenas noches, y él te dirá, pero no dejes que te lo metan, nada más la boca y las manos, le dice Nilda. Está bien, dice Maryorí. Desde entonces, Maryorí aprendió a complacer a hombres cuya cara jamás veía: aprendió a usar sus manos, su lengua y sus labios en esa parte de ellos cuya dureza pronto se rendía a sus recientes habilidades. Al menos llevaba plata para la casa con frecuencia y su mamá no le preguntaba de dónde salía ese dinero; Maryorí le decía con firmeza y responsabilidad: aquí hay algo para el mercado. Su mamá sonreía y no averiguaba, o se hacía la pendeja, de dónde salían esas monedas sucias y grasosas o esos billetes arrugados y mugrosos. Era siempre de noche, sin la luz de los postes de alumbrado público; ellos, los camioneros, les caían a piedras a los bombillos, los quebraban para que nadie viera que las niñas de Las Cruces desfilaban por allí a exprimirlos, como ellos decían, y Maryorí se volvió muy solicitada desde que aprendió a cómo hacerlo y decían algunos: yo quiero a la trigueñita culona y de labios gruesos. Porque Maryorí aprendió a ganar dinero en menos tiempo en una noche: dos, tres cuatro o hasta cinco gandolas visitaba y cada vez ganaba más con esas manos y esa boca que, según Francis y Nilda, fueron concebidas para el goce de los hombres.
Su padrastro, Ángel Custodio Moreno, papá de sus tres hermanos, supo de esas habilidades y comenzó a meterse en el cuarto de los niños; es decir, la otra pieza del rancho que compartía con Magalys Montenegro; esperaba que los niños se durmieran y Magalys cayera doblada por las cervezas, y se acostaba en el piso, junto a la colchoneta donde dormía Maryorí y le metía mano, poco a poco, susurrándole frases que a él parecían tiernas y bonitas; la primera vez, sin apuro, le quitó la pantaleta, le subió la dormilona y le desfiló los dedos de la mano derecha por el clítoris y los las labios jugosos de aquella suyo que iba abultándose cada vez más, cuya notoriedad en pantalones cortos llamaba tanto la atención de los hombres del barrio, y como apartando un estorbo, pero con paciencia y temor a parecer brusco, su padrastro le abrió las piernas, le enjugó de saliva eso ardiente y temeroso entre las piernas y se fue sobre ella con ligeros empujes, acariciándole la cabeza con gozo y culpabilidad, y una y otra vez fue contra ella, y le decía que no le iba a pasar nada, que ya con ese cuerpo, con ese pecho tan brotado y esas nalgas tan lindas y esas piernas tan bonitas y gruesas y torneaditas, ella podía aguantar lo que viniera, y la penetró así, a escondidas, durante varias noches de varios meses, no muchos, y Maryorí se vio a sí misma con algo extraño y perturbador en el vientre, creciendo como un tumor, doliendo como una herida infectada, como algo innegable, inocultable porque, pensaba ella con miedo y culpa, lo que no está bien sale a la luz y nos delata. Si mi mamá sabe que su marido me prefiere a mí, me mata, pensaba Maryorí. Ella lo amó, si acaso puede decirse de esa manera, mientras aquella culpa no mostraba pruebas palpables, más allá de las sospechas; pero antes de ser así, Magalys sorprendió a Ángel Custodio disfrutándola con todo su egoísmo y virilidad; cuando Magalys vio con sus propios ojos a Ángel Custodio afanado sobre ella, enseguida la corrió porque “cómo es posible que la muy puta me quiera quitar mi marido, a cuenta de que es más joven y tiene la cuca y el culo más frescos, que se vaya a la mierda y que se busque otro macho y no el mío, a mí no me quita el mío que mal que bien me da para la comida y para que este rancho no se caiga, que se vaya bien lejos de aquí esa putica y se busque otro macho”.
-Vete pal coño, mal agradecida, aquí no puedes estar; mujer que se respeta no se deja quitar el marido así como así, para eso está la calle y, sobre todo, el montón de hombres pajizos y solitarios. Vete de aquí puta y malparía, y no te quiero ver más. Anda a que te coja un burro- así le dijo Magalys con rabia y dolor, sintiéndose traicionada, y la echó a la calle con un morral roído por ratones en el que apenas le metió dos mudas de ropa y unas sandalias.
Por fortuna para Maryorí, en medio de aquel infortunio, Nilda tenía tres tías solteronas y caritativas en el barrio Río Verde, a quienes solía asearles el caserón de donde jamás salían y donde con paciencia y rezos esperaban la muerte. Allí pudo refugiar a Maryorí con el cuento de que un malandro le había quitado a la fuerza su honra y, para mayor desgracia, quedó embarazada. Aceptaron las tías a Maryorí, comprometiéndola a que siguiera estudiando y trabajara para ellas, aunque fuese barriendo y coleteando los pisos y haciendo mandados. La acomodaron en un cuarto del traspatio, para lo cual se vieron obligadas a salir de muebles viejos y cuanto cachivache habían guardado allí por décadas; entre Nilda, Francis y la cansina Maryorí lo limpiaron con esmero, recuperaron un jergón de hierro oxidado y chirriante, apalearon para librar de polvo añoso un colchón arrumado en otro cuarto, y las tías prepararon un moisés y algunas ropitas para el bebé, mientras reunían plata para comprar una cuna.
Parió Maryorí, en el Hospital Civil una madrugada de febrero de 1965, un varón a quien bautizaron Eliécer; nombre escogido por Carmen Victoria, la menor de las tres solteronas, en homenaje al único hombre que ella había amado en su vida y a quien el destino se lo negó para casarse porque se estrelló en una moto contra un árbol de la avenida Las Delicias, después de una de farra. No le faltó nada a Eliécer, gracias a la bondad de las solteronas; pero Maryorí, aunque muy agradecida con ellas, no demoró en aburrirse, en sentir que las cuatro paredes del cuarto la oprimían: a los tres meses destetó a Eli, como ella prefería llamarlo porque Eliécer le parecía nombre de viejo y anticuado; comenzó a salir de noche, algunas veces con Nilda y Francis a lugares nada benditos, y otras con un joven policía que le había puesto el ojo en sus días de ronda en motocicleta por el barrio Río Verde. Al menos por las tardes paseaba por calles cercanas o pasaba horas sentada en un banco de la plaza Salvador Allende (recién rebautizada con ese nombre por los simos, pues antes se llamaba Arístides Bastidas) y sacaba a Eli del coche y lo acunaba en los brazos para contemplarlo y detallar su rostro, y si Eli abría los ojos, ella se adentraba con ternura en esos ojos negros de brillo arrinconado y todo a su alrededor cesaba, ya no se oía el ruido de los carros y autobuses que pasaban por la avenida inmediata ni las voces de los contertulios que ocupaban los otros bancos, desaparecía la claridad de la tarde ardiente y se iba bien lejos por esos ojos que parecían preguntarle muchas cosas acerca del futuro y de las vicisitudes por venir, sólo sentía la presencia de los apamates, los caobos, los flamboyanes y los chaguaramos como únicos testigos de esa inmensa ternura revuelta con culpa y tristeza que le inundaba el pecho y le aguaba los ojos; en los ojos de Eli, por esos ojos negros de brillo arrinconado, Maryorí Montenegro desgranaba sus sentimientos encontrados, preveía un destino al que no sabía ni podía darle forma comprensible, se le presentaba como la desazón que deja un sueño cuyas imágenes y representación jamás podremos recordar. Nunca antes sintió algo parecido a cuanto se le encimaba ahora, tan sólo contemplando a esa criatura para cuya crianza aún se reconocía incompetente; luchaba consigo misma para alejar pensamientos nefastos, para espantar de sí la posibilidad de dejar a Eli en casa de las solteronas y desaparecer para siempre; incluso se le ocurrieron soluciones crueles para las cuales, por fortuna para Eli, ella no tenía el guáramo suficiente para realizarlas. Al perderse en esos ojos de brillo arrinconado y apretarle suavemente las manitas a Eli, olvidaba o mejor se disolvían las circunstancias en las que fue concebido; olvidaba que Magalys encontró a su marido sobre ella, y que Magalys nuca supo que de esa infidelidad tuvo un nieto; pero eso era lo de menos, a Maryorí sólo le importaba el brillo arrinconado de esa criatura cuyo destino ella no podía resolver ni podía explicar: ¿cómo decirle algún día que era hijo de su padrastro?; ¿cómo decirle de dónde venía? Y se le ocurrió, en medio de esa confusión adolescente y en medio de esa falta de respuestas verdaderas y desenmascaradas, que el padre era un futbolista colombiano que decidió perderse y no saber de Eli; pero ella ya estaba muy metida en esos ojitos negros de brillo arrinconado y por ahí se iba hasta el fondo de un mar único y personal: sólo sabía de ella, de su soledad, ante esos árboles indiferentes y leales que la acompañaban cuando en sus delicadas fibras de adolescente solitaria sólo estaba Eli con su carita redonda y risueña, mirándola con preguntas cuya respuestas ella nunca sabría responder y con premoniciones distantes de sus esperanzas. Ya no sabía más nada; lo único cierto era ese universo particular de desengaño y de posibilidades, absolutamente azarosas, como en una partida de barajas, teniendo en cuenta que de verdad se depende de la infinidad de combinaciones del destino. Maryorí renegaba de su existencia, al mismo tiempo que la afirmaba con las modestas inclinaciones a convertirse en una madre cualquiera, sin otra pretensión que recibir el amor de su hijo; pero su espíritu inquieto no podía conformarse con esa receta de supervivencia: ella era más, mucho más, y por eso salió corriendo de donde estaba, buscando esa trama personal sin dictados ni pareceres ajenos. Ella era demasiado para las formas y posibilidades asignadas a su condición: buscó aire más allá de la altura de la nariz, trató de respirar más alto y sin ahogo; buscó una forma o un rastro distinto entre las piedras que la condenaban a una medianía secular. En esos ojos negros de brillo arrinconado, supo Maryorí que Eliécer, Eli, no estaba sujeto a su misma predestinación y también supo que su alma fugitiva y díscola acompañaría a esa criatura en circunstancias insospechadas para ella. Ella presintió que el corazón de Eli soportaría frecuentes desdichas y la muerte temprana de ella.
Tal vez los ojitos negros de brillo arrinconado, cuando ella se perdía en esa profundidad de mar oscuro, sólo decían:
-Así será.
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