Apenas distraído por la esplendorosa floración de los apamates y los nazarenos, me retumbaban en la cabeza unas palabras del comisario Rojas: casi las había olvidado, pese a lo relevante de ellas para esta relación. Digamos que el comisario Rojas tradujo al lenguaje vulgar, el único que entiendo, una parrafada en jerga médica del forense:
-En dos platos, Emilio: tu amiga recibió muchos golpes en la barriga, amortiguados, probablemente por una almohada o un cojín grueso, para no dejar marcas ni moretones. Quizás el marido sólo quería provocarle el aborto, pero se le pasó la mano y luego la dejó desangrarse un buen rato hasta que decidió llevarla a una clínica, calculando que la atención médica ya sería inútil.
¿Y cómo contarle eso a mi mamá?, ¿cómo decirle que sé de ese asesinato y opté por callarme? Uno es dueño de lo que calla, suele decirse. Y así es: se posee algo, recóndito, aunque nos atormente, nos quite el sueño y nos obligue a nadar en un fétido océano de impotencia y arrechera.
Jamás se lo diré a mi mamá. Qué sé yo si cualquier día, si se lo dijera, por estar ebria se le suelta la lengua. Sé que su intuición y su agudeza, aunque mermadas por el güisqui, le susurran que algo más que el dolor por la pérdida de una amiga me mantiene apagado, contra el suelo. No seré yo quien se lo confirme, quien aplaque su curiosidad y verifique sus presunciones. Y cada vez que intente sacarme algo, tratando de manipular mis sentimientos para conseguir una confidencia, haré lo mismo: salgo a caminar y la dejo envuelta en sus preguntas sofrenadas.
Caminar, caminar sin rumbo me ayuda a procurarme, por momentos, una frágil paz. A veces, mientras camino me quedo mirando, prendado, de un árbol, una nube, un objeto cualquiera en la vitrina de una tienda, un desperdicio arrojado a la calle, un perro o un gato callejero, un rostro; cualquier cosa o ser se convierte en un fascinante centro de la atención, como si en ello se concentrara toda la vida, toda la razón de la existencia. Y no pocas veces, cuando eso sucede, me asusto y al mismo tiempo me ataca una nostalgia rarísima, una nostalgia no sé de qué; una nostalgia apenas parecida a la que uno siente cuando, de niño, los padres lo dejan a uno solo en casa de algún pariente o en el primer día de colegio. Esa nostalgia parece el empeño de un recuerdo impreciso por hacerse del todo claro y abundoso en detalles, y sé que es un recuerdo de nada o tal vez un adelanto de la muerte.
Camino llevando a Solmari entre ceja y ceja, pero sin proponérmelo su ausencia y su desgraciado fin mueven en mí, despiertan en mí, sensaciones y percepciones inéditas; sé que traspuse un límite, salí de un cuarto sin ventanas para avistar y luego recorrer un vasto territorio donde acechan las más disímiles confrontaciones conmigo mismo; deambulando por ese territorio, como si lo hiciese por las calles de Maracay, he visto, he presentido, he palpado los rostros del horror y de la melancolía. Ni siquiera del resentimiento por saber de una injusticia y padecerla; si así fuese, lo juro, sería más sencillo mantenerme en pie: he sentido allí el extraño dolor al escuchar el canto mañanero de un pájaro y si he sentido ganas de llorar y no he podido, no es por falta de motivos sentimentales: se trata de algo que no sé nombrar e ignoro si alguna sabiduría lo define.
Caminar y vivir con dolor, como una neuritis o una bursitis; mañana, tarde y noche con un dolor sin ubicación en el cuerpo, pero adueñado de todo el cuerpo y asomado en cada pensamiento y golpeando la memoria. Esa punzada ahí, en el presunto órgano de los sentimientos, en la penumbra arrinconada del alma: zumba en los oídos como decenas de moscas o zancudos insistentes en un matorral soledoso.
Camino y vivo con dolor; dolor que me aprieta el cuello, me adormece las manos, me atiesa las piernas y doy pasos, ahogándome, a punto de caer, con el orgullo viril despedazado, vuelto mierda; vago descomponiéndome en mis prejuicios y en mi crianza; camino y todos los olores vespertinos de la ciudad me rodean, me poseen, me recorren las vísceras y me raptan los ojos y la lengua y de pronto un cristofué deslumbra nítido en la rama de un apamate y la tarde se transforma en un beso insospechado en la llaga de la angustia.
No pasa nada, tranquilo, respira profundo, Emilio; pero ¿a quién engaño? El dolor está aquí, en cada vértebra y en cada latido del corazón. Nadie podrá sacarte de ahí, ¡oye!, tú, tú hombrecito orgulloso, pídele tierra a tus ínfulas aéreas y pídele aire a tus sentimientos rastreros. No desfallezcas en los brazos de la indiferencia ajena.
Camino, respiro profundo y el dolor sigue allí, ¿dónde?: en alguna parte del desatino y de la soledad. Camino con ese dolor… no veo, no quiero ver y la luz grisácea del atardecer nublado vence mi orgullo.
Camino y ya no veo nada y a la vez lo veo todo: los torditos de negro brillante en las ramas de los ficus, los cucaracheros disputándose una rama y las golondrinas y las paraulatas me pasan por los lados y les sonrío. No hablo, no quiero decir nada y no quiero volver sobre mis pasos. Me cuesta estar solo, pero quiero estar solo.
Solmari, procuro olvidarte siguiendo la ruta de un pájaro herido, procuro alejarme de aquellos lugares donde nos quisimos, me pierdo en el día en mil cosas distintas y llega la noche tan solo en mi casa y compruebo que te necesito. ¡Qué daría porque estuvieras tú, porque vinieras tú conmigo!
Camino de mano del desengaño, sobrellevando la complicada trama de un amor que es también un desamor; camino para evadir las preguntas y la curiosidad de mi mamá, de ella que se agosta en una celda de tragos fuertes y olvido, y tiene todo el tiempo del mundo para pensar y conjeturar sobre mi estado de ánimo; camino para no desbarrancarme una y otra vez en el resentimiento y no llegue éste a convertirse en odio: en la calle encuentro el único río apacible de mi vida, cuando siento la eternidad en un instante y el infinito en unas pocas cuadras.
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Interesante su trabajo, don Mario. Le dejo mi humilde voto y desde hoy le sigo.
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