Miserias y escorias humanas coexistían en aquella luctuosa chirona. Sus barrotes mohosos, enmarcados en un concreto hediondo por la orina y las heces fecales, era lo que les impedía a los inquilinos, el perpetuo plan de ser prófugos. La oscuridad era perenne dentro de aquel contenedor de asesinos, ladrones y de un alguien que no existe.
Mi trabajo era hacer un reportaje sobre esa cárcel venezolana, tomar fotos y averiguar cuál era la oportunidad de regenerarse dentro de aquellos laberintos. Se los resumo: no la había.
Adentrarse a esa lúgubre sociedad era darse cuenta que la costumbre era más fuerte que el amor y que la propia razón. Dentro de aquella bóveda de almas insanas, supe de él.
Es el vestigio de un hombre de carne y hueso, son los restos de una identidad triturada que camina entre los presos, pero flota, cual fantasma, para humanidad.
No pude averiguar mucho sobre ese joven, ni el propio sistema sabía su nombre, mucho menos sobre su familia. Fue detenido por un robo simple y llevaba cuatro años esperando juicio, pero eso nunca iba a suceder, pues, parte del proceso judicial exige poseer la cédula de identidad y él ni siquiera tenía partida de nacimiento. El muchacho desconocía quién era, ni dónde había nacido. No se sabía ningún dato sobre su origen: era un ánima.
Estando allá, conversé un poco con él. Tenía una personalidad disociada. Sus ojos estaban llenos de vergüenza, su mirada perdida, estaba muy delgado, casi no hablaba.
Entre lo poco que dijo, resaltaba que se sentía culpable de estar vivo, sabía que estaba allí literalmente para siempre, pero no quería su libertad, le tenía fobia a las personas y a la luz. En aquel lugar no había bobillos, ni electricidad, su cama era el piso y tenía que turnarse con sus compañeros de celda para dormir. Por la cantidad de detenidos en tan poco espacio, no podían hacerlo todos al mismo tiempo.
El cuerpo de aquel pseudo hombre eran un pergamino y no por su edad, apenas tenía unos 25 años. Cada vez que escarba entre las paredes y hallaba algo filoso, atentaba contra sus antebrazos, contra su cuello, piernas, su rostro y dorso.
Tenía tantas cicatrices que pensé que sufría de alguna enfermedad de la piel, pero, en realidad, el trastorno obsesivo estaba alojado en su cerebro. Era adicto a cortarse y casi no le quedaban espacios en su piel en donde no lo hubiese hecho.
Me dijo que nada de eso le dolió, pero que, en cambio, sí sufría por ser un don nadie. Me comentó que halló el hábito de marcarse de sangre para sentirse alguien visible, pues estando lleno de sangre, todos lo veían. Era cierto, noté que los demás presos lo evitaban, sin embargo, las sobras de la comida que le llevaban los familiares a esos otros reos, era su alimento.
Nadie podía hacer nada, pues, legalmente, él no existía.
Lo único que hacían era ver como su irracional necesidad lo iba consumiendo poco a poco, mientras la institución que lo custodiaba, enviaba semanalmente otro reporte sobre su estado físico y mental.
Obviamente, Iris, siempre se hacía de la vista gorda.
El joven, cada vez que podía, buscaba la forma de poner en riesgo lo que todos denominaríamos como calma, por lograr su propio estilo de tranquilidad. Él lo lograba cercenándose.
Su manía era tatuarse de dolor para hallarse vivo. Verse lleno de rojo, para olvidar las paredes grises. Su vicio lo tenía rayado, lleno de las cicatrices externas que, a mí criterio, son las que todos llevamos por dentro y así luciríamos nosotros si tuviésemos una cicatriz por cada vez que hemos estado triste, sin ánimos o por alguna otra razón, no tan dramática, como la de no tener identidad.
Terminamos de hablar cuando, de pronto, de un momento a otro, varió aquella costumbre tóxica de sentir compasión por sí mismo para decirme –Yo sé que hoy he sido alguien valioso para usted.
Fue cierto…
Luego de eso, se ocultó entre las miles de pieles llenas de infecciones, hacinadas en un lugar con olores moribundos, dónde nadie puede volverse alguien sano, ni mucho menos, no corromperse de compulsiones y emociones trastocadas de terribles deseos de fenecer o al menos de no unirse a quienes pierden, de a poco, las células nerviosas, por adaptarse a una irrealidad que a nadie salva, ni si quiera a quienes sí tienen nombre y saben quiénes son.
Salí de aquella planta de tratamientos de humanos sentenciados, sin sentir pena por los delincuentes, pero sí sintiéndome afortunado de no tener en mi exterior las cicatrices de todo lo que me he quejado, desanimado o sentido sin fortuna.
Escribí, tras aquel nefasto capítulo de mi decepción social y judicial, una nota de prensa, un reportaje, varias crónicas y ninguna llegó a nada, pues, se trataba de criminales, gente que había hecho mal, que tomó malas decisiones y de algunos, que vienen a sufrir a este mundo, sin siquiera tener una identidad para que la justicia o San Pedro, los reciba.
Siempre se me olvidan los nombres de las personas que conozco en las entrevistas y esta será la primera vez que no me sepa el nombre de alguien que siempre recordaré.
excelente historia hermano muchas gracias, te invito a mi perfil que trata sobre marvel, cine y mucho mas
Esto es considerado spam en la plataforma, sabes que puedes ser flageado?
hola Andrea como estas? muchas gracias por tu comentario pero me podrias explicar un poco mas sobre eso del flag si no es mucha molestia, soy nuevo en esto
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Hermano excelente
que rudo! Gracias por la valentía hay que tener mucha