Kimberly camina perdida por una de las calles de un pequeño pueblo pesquero.
Lleva puesta una bata blanca, llama la atención unos tatuajes en sus brazos, esa ropa un tanto sucia y raída denotan que hace días las lleva puestas.
Jeanfranco la observa de lejos y no puede evitar identificarse con ella, hubo un tiempo en que vivió en la calle, que fue un sin techo.
Recuerda que en su mochila lleva un sándwich algo maltrecho pues está allí desde la mañana y no había tenido la oportunidad de comerlo.
Decididamente aborda a Kimberly, preguntando acerca del clima, para establecer una conversación informal.
Ella lo mira sin expresión en su rostro.
Él nota sus hermosas formas debajo de la ropa raída. Saca el sándwich y se lo ofrece, ella lo toma sin decir palabra y comienza a comer sin apuro alguno.
Ella ahora se dirige a la playa, él la sigue, caminado a su lado. La brisa marina agita su cabellera negra, él siente que no puede dejarla a su suerte.
Contiguo a la playa hay un bosque, que pocas personas se aventuran a recorrer de día, por una serie de eventos que habían ocurrido hace algunos años, cuando se encontraron unos cuerpos mutilados y nunca se esclareció la situación.
Comienza a caer la noche. Ella dirige sus pasos al bosque. Él continúa siguiéndola intrigado. A lo lejos se divisa una cabaña destruida. Ella dirige sus pasos a la cabaña.
Jeanfranco la sigue, ahora preocupado, recordó los incidentes del bosque y ya está oscureciendo, está indeciso, pero continúa siguiéndola.
Ella entra a la cabaña y al entrar se produce una transformación, ahora se ve radiante, la ropa está impecable y ahora sonríe. Le invita a entrar.
Él se sienta en el destruido porche de la cabaña y ella sigilosamente se acerca por detrás propinándole un certero golpe con un hacha que tenía oculta, cercenándole casi por completo la cabeza. Continuó golpeando una y otra vez, mecánicamente, sin pasión.
Ahora el pueblo tiene un habitante menos, a quien nadie extrañará y un misterio más, que nadie sabrá explicar.