En una noche silenciosa, una viuda solitaria subía al desván de su antigua casa. El crujido de las viejas tablas resonaba mientras exploraba, buscando cualquier recuerdo olvidado entre el polvo y las telarañas. Fue entonces cuando, entre cajas llenas de fotos amarillentas y ropa antigua, sus ojos se posaron en un objeto peculiar: una lámpara dorada, desgastada por el tiempo.
La viuda sintió que su corazón se aceleraba. Esta lámpara no era cualquier lámpara; su difunto esposo la había traído como recuerdo de sus años de servicio en el Medio Oriente. Había una leyenda sobre ella, una que su esposo había contado con una sonrisa y una pizca de misterio: "Dicen que podría conceder deseos... si tienes fe suficiente para intentarlo."
Con manos temblorosas, limpió el polvo de la lámpara y, casi sin pensarlo, comenzó a frotarla suavemente. Para su asombro, una nube de humo salió disparada, llenando el desván con un resplandor brillante. Frente a ella apareció un genio, alto, majestuoso, y con una voz profunda que resonó en el aire:
—¡Gracias por liberarme! Soy el genio de la lámpara y te concederé tres deseos. Pero te advierto, como todo en la vida, los deseos tienen consecuencias, y no pueden deshacerse. ¿Lo comprendes?
La viuda, boquiabierta, apenas logró asentir con la cabeza.
—Sí, lo entiendo.
—Bien, entonces procede.
Mirándose las manos, deformadas por la artritis, y tocando su rostro arrugado, sintió una mezcla de emoción y esperanza.
—Para empezar —dijo con una voz que apenas podía contener su emoción—, quiero ser joven y hermosa de nuevo.
El genio sonrió y levantó las manos.
—¡Hecho!
Una ráfaga de luz la envolvió, y cuando se miró en un espejo viejo que colgaba en la pared, no pudo contener un grito de alegría. Su piel era suave, sus ojos brillaban con vida, y su cabello caía en rizos brillantes.
—¡Es maravilloso! —exclamó, girando sobre sí misma para admirarse. Pero pronto su atención se desvió hacia el desván desordenado y polvoriento.
—Esto no es suficiente. Quiero vivir en un lugar acorde con mi nueva apariencia. Quiero una mansión hermosa, con jardines inmensos y lujos por doquier.
El genio asintió de nuevo.
—¡Hecho!
En un abrir y cerrar de ojos, el desván desapareció, y la viuda se encontró en una mansión resplandeciente. Había columnas de mármol, candelabros brillantes y muebles de lujo en cada rincón. Corrió por los pasillos, asombrada, mientras su gato, Henry, la seguía de cerca, maullando confuso.
—¡Es increíble! —dijo, pero entonces su alegría se convirtió en melancolía—. ¿De qué sirve todo esto si no tengo a mi esposo conmigo? Esta mansión es tan grande que siento que la soledad será aún peor.
Fue entonces cuando su mirada se posó en Henry, su fiel compañero durante tantos años. Lo levantó con ternura.
—Henry, siempre has estado a mi lado. Si al menos pudieras hablar, serías el compañero perfecto...
Entonces, una idea loca cruzó por su mente.
—Genio, para mi último deseo quiero que conviertas a Henry en un hombre joven, fuerte y lleno de vida, para que nunca más me sienta sola.
El genio levantó una vez más las manos.
—¡Hecho!
Con un destello final, el genio desapareció dentro de la lámpara, y en su lugar, frente a la viuda, estaba Henry: un hombre alto, musculoso, con ojos penetrantes y una sonrisa encantadora. Antes de que pudiera decir algo, Henry la tomó en sus brazos con fuerza, acercó su rostro al de ella, y con una voz profunda y seductora le susurró al oído:
—¿Te arrepientes ahora de haberme castrado?
La viuda, congelada entre la risa y el horror, se dio cuenta de que quizás los deseos no siempre salen como uno los imagina.