Salamanca es una ciudad que enamora a primera vista. Cuando el viajero divisa la catedral al otro lado del río, ya intuye que no es una ciudad para dejar a un lado de la autovía, que debe parar, aunque no esté previsto en el viaje. Y cuando se decide y alcanza la parte antigua –da igual por qué parte arribe–, comprende que ha tomado la decisión correcta. En el casco antiguo de Salamanca podría demorarse semanas para conocer y saborear todos sus tesoros: la Plaza Mayor y el Ayuntamiento, la Casa de las Conchas, la fachada de la Universidad (con su rana) y la estatua de Fray Luis de León, el Palacio de Anaya, el Convento de las Dueñas, el Huerto de Calixto y Melibea… y, por supuesto, sus dos catedrales. Sí, dos; Salamanca tiene dos catedrales: la Catedral Vieja y la Catedral Nueva, adosada a la anterior. Ambas son de una belleza suprema, cada una en su estilo, pero la nueva es de dimensiones magníficas y es la que se ve desde lejos.
Cayó en mis manos un antiguo folleto turístico de Salamanca en el que había una foto de la catedral con unas viejas casas del barrio que había junto al río, un barrio que ya fue derruido hace muchos años. Me gustó esa imagen, con las casitas en primer plano, y la catedral detrás, discretamente envuelta en una luz mortecina de otoño.
A partir de esa fotografía pinté este óleo sobre lienzo de 50 x 61.
"Salamanca, que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado". (Miguel de Cervantes).
Magnífico óleo.
Preciosa, la cita de Cervantes. El óleo fue pintado con especial cariño, pues se trataba de un regalo muy especial.