No había descubierto algo que me apasionara y me hiciera sentir vivo hasta una mañana en la que ingresé a una casa vecina y robé algo de dinero y joyas. Me considero una persona normal. O eso creía, ya no estoy seguro. Mis padres siempre me quisieron y me apoyaron, tengo una carrera universitaria, un empleo y una buena esposa. Tengo también buenos amigos. No sé por qué me transformé en un ladrón de vecindario.
Vivo en un barrio de clase media-alta aspiracional. Gente que obtuvo un buen empleo y que decide subir de estatus social y compra a plazos grandes casas y carros. Pocos de ellos tienen dinero de verdad, la mayoría debe todo. Me vine a vivir aquí por la insistencia de mi esposa y mis suegros y además a mis padres les agradó el lugar, pero a mí nunca me convencieron esos aires de superioridad wanabee del vecindario.
Pero bueno, a todo hay que adaptarse y además el lugar es bonito. Como tengo un buen empleo y carrera universitaria y mi esposa también, logramos encajar, lo que quiere decir que nadie se mete con nosotros. Ella hizo amistades por acá, con señoras de mediana edad cuya conversación ronda alrededor de los lujos que se pueden permitir.
No me parece que alguien deba sentirse superior sólo porque por cuestiones del azar tuvo mejores oportunidades. El único mérito, si es que hay alguno, es no haberlas desperdiciado. Pero ni eso debería ser mérito, es lo que tocaba para preservar tu situación de privilegio. Pero si nada de lo que tenés es tuyo, si todo se lo debés al banco, gran cosa no hay que presumir. El pensamiento de estas y otras cosas era lo que me molestaba y en ocasiones me amargaba.
Con las únicas personas que yo tengo una relación amistosa es con los Gramajo, una pareja de comerciantes que compró su casa en efectivo. Son los únicos que me merecen respeto, y además son los menos dados a hablar de grandezas y adquisiciones materiales con el fin de ostentar e impresionar. Con Carlos a veces nos reunimos a ver un partido de fútbol y a tomar una cerveza cuando nuestras mujeres salen de paseo los śabados.
Carlos hizo fortuna como comerciante aunque nunca obtuvo un título universitario. Algunas personas le dicen ‘licenciado’ como queriendo ponerlo a la par de ellos, como diciendo que si no lo fuera no le hablarían. Son una partida de presumidos sin dinero, me decía. Igual que en mi caso, su esposa había decidido el lugar y la compra. Es bonito, lástima la gente, comentamos un día.
Un día perdí la llave de la casa y tuve que llamar a un cerrajero. Llegó con sus herramientas y en menos de un minuto abrió la puerta. Me quedé fascinado por su facilidad para hacerlo. Lo interrogué todo lo que pude acerca del funcionamiento de las cerraduras, al punto de que lo invité a una cerveza en la casa. Cuando se fue, me metí al internet a averiguar todo lo que pude. Practiqué con las cerraduras de mi casa y las de mis padres durante un mes. La idea era entrar a las casas vecinas y saber cómo vivía esa gente, ver sus miserias y reírme un poco.
La primera casa a la me metí fue a la de los Díaz, una pareja de médicos gordos que siempre protestaban por cualquier cosa en las reuniones de vecinos. Eran los más presumidos. Entré fácil un martes por la mañana, entré a todos los ambientes y encontré un desorden total. En la sala todo parecía ordenado, pero en los dormitorios y demás ambientes era evidente el problema de acumulación. Habían dos bicicletas estacionarias y una caminadora que obviamente no se usaban y que solo servían para tender ropa. Cajas con productos que no se abrieron, libros y revisas de cualquier clase. En el baño había un par de blisters de tafil.
Después de la inspección, encendí la televisión y tomé una cerveza de la refrigeradora y unos snacks que tenía por ahí. Estaban transmitiendo un capítulo de Sienfeld en donde encuentran unas cartas del escritor John Cheever a un amante homosexual. No había visto ese episodio, pero sí había leído un par de cuentos del escritor. Después de ver la tele, fui al dormitorio de ellos y me hice con unos pocos billetes de a cien quetzales y tomé unas joyas de ella, que resultaron ser de fantasía. Nunca reportaron el robo.
Seguí entrando furtivamente a las casas, y a veces habían sorpresas. Un tipo que parecía muy decente tenía pornografía infantil, una señora muy católica tenía una colección de consoladores. Un tipo que siempre me pareció tosco y algo bruto tenía una buena biblioteca, con libros en los que además de leer anotaba. En general la vida de la gente es aburrida, pero al entrar en las casas te enterás con qué intentan salir del aburrimiento.
Nunca robé mayor cosa salvo en la primera incursión en la que me robé dinero y joyas que resultaron ser de fantasía. Lo que me llevaba de las casas era algo de comida, alguna revista, a veces un libro. Me gustaba sentarme en los sofás de la gente e intentaba ver cómo veían el mundo desde su propia burbuja. Me excitaba la posibilidad de ser descubierto.
Me hice amigo de los policías de la colonia y además contaba con la ventaja de que no habían cámaras. Antes de entrar en cada casa anotaba en una libreta los itinerarios de los dueños, incluyendo especialmente a las personas de la limpieza. El facebook era una herramienta muy útil, porque así sabía en dónde estaba la gente. La mejor hora era a media mañana, cuando la gente del servicio va a abastecerse, los niños están estudiando y los papás trabajando.
Entré a casi todas las casas vecinas a la mía. El día en que entraba a alguna casa pedía permiso en el trabajo, privilegio que me gané por ser el único que entrega a tiempo su trabajo. A dos casas nunca he entrado, ni creo que lo haga: a la de los Gramajo, en donde está mi amigo Carlos y a la de un tipo que se pasa todo el día en pijama trabajando en algún negocio que no entiendo de internet. Parece que no se baña seguido.
Después de visitar a escondidas a casi todo el vecindario, se terminó la diversión. Volver a entrar ya no era lo mismo. En alguna reunión de vecinos alguien mencionó que parecía que se habían entrado a su casa, pero sin robar nada. Los demás no le hicieron mucho caso. Una vez Carlos insinuó que yo podría ser el visitante desconocido, pero más en son de broma. Como parece que los odiás tanto, me decía.
Así que terminé mi vida delictiva como ladrón del vecindario.
En la oficina casi nunca me quedo después de la hora, pero un día llegó la noche y todavía estaba trabajando en una presentación importante para el día siguiente. Entró un hombre de la limpieza, que se sorprendió al verme pero me saludó cordial. Platicamos durante un rato y así me enteré de cómo es su trabajo y de cómo tiene acceso a varias oficinas dentro del edificio. Me contó también sobre el protocolo de seguridad. Pedí servicio de comida a domicilio y lo invité a cenar para que me contara más. Luego platiqué con gente de la seguridad del edificio para saber más cosas.
Ahora entro furtivamente a las oficinas del edificio. Es sorprendente lo fácil que es entrar, y si vas con uniforme de personal de limpieza ni te voltean a ver.
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