Espero estén muy bien, habitantes de Steemit. Comparto con ustedes un cuento del libro Bosque salvaje (Equinoccio, 2012). Es, tal vez, una historia sobre el destino del que queremos huir y no podemos.
Destierro
―¡Coño, pero tú sí eres cobarde…! ―me dijo, y soltó una carcajada, como si hubiese contado un chiste muy gracioso. Me tuteaba, a pesar de la costumbre de los andinos de dirigirse a todos como usted. Recordé que cuando estudiábamos yo mismo le pedía que se refiriese a mí como tú, porque me incomodaba aquel tratamiento tan frío y distante. Al principio me molestó su risa, creí que se burlaba de mí con el mayor descaro; confieso que esperaba un poco de compasión por mi situación. Cuando calló y los dos quedamos en silencio comprendí que no había cabida en él para la burla o el descaro, tampoco para la compasión. El colegio, o lo que quedaba de él, está sobre un cerro, en una planicie que termina justo donde comienza la pendiente del cerro. Los dos estábamos sentados en esa zona limítrofe entre la pendiente y la planicie, y podíamos ver cómo atardecía en la Sierra Nevada. A pesar de la hora, la neblina no tapaba las montañas, que en ese momento se dejaban ver en un tono azul grisáceo y verdusco. Los días sin neblina eran, quizá, los más fríos. Desde donde estábamos hasta el pico Bolívar no había límites.
―Ya verás que, después de todo, el asunto no es tan grave, que te estás ahogando en un vaso de agua. Recuerda que las cosas siempre pueden estar peor, y ese no es tu caso. Y no creas que lo digo para hacerte sentir bien; es en serio. ―Hablaba con una serenidad que me pareció inhumana, despojada de todo sentimiento, como si lo mío fuese un dolor de muelas o un raspón en la rodilla. Tal vez no había nada en la tierra capaz de conmoverlo. Yo no sabía qué responder, me dejaba contra la pared, arrinconado.
―A ver, dime ¿por qué viniste acá? Y no me refiero al viaje, sino al colegio ¿por qué has venido todos estos días?
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Lo había visto estacionar el carro frente a la que ahora era mi residencia. Yo estaba sentado en el porche de la quinta leyendo la prensa. Bajó y tomó hacia el final de la calle. Supuse era alguno de los que llegaban a bañarse en la quebrada y se iban al rato. Creí también que su cara me era conocida. Tengo una memoria fotográfica inservible; puedo recordar con precisión que conozco a alguien, pero imposible que haga coincidir nombres con caras y lugares. Suelo pasar situaciones muy incómodas por esta limitación mía. Se parecía a un viejo amigo de la adolescencia, por eso fui tras él. El Arado, como se llama la calle, desemboca en una quebrada donde solía bañarme cuando me escapaba los fines de semana del colegio. Me pareció raro que veinticinco años después el agua permaneciese limpia y tan caudalosa como en mis tiempos de estudiante. Cuando llegué hasta allí, el hombre no estaba. No tenía intención de seguirlo, pero ya era la hora de mi paseo diario.
Vi que iba adelante, nos separaban unos cien metros. A pesar de mis cuidados no tardó en darse cuenta de que iba detrás de él. Al saberme descubierto me sentí nervioso como un niño al que van a regañar porque le pegó a su hermano menor o rayó las paredes recién pintadas de su casa. Redujo la velocidad de sus pasos para esperarme, sin dejar de caminar. Me miró con ojos dubitativos, sospechando conocerme. Yo lo comprobé cuando pronunció mi nombre y apellido. Lo dijo con tal naturalidad que habría podido jurar que me estaba esperando. Nos abrazamos y en ese abrazo sentí que recuperaba su amistad adolescente, que los dos volvíamos a ser los muchachos que contaban historias y hacían planes para un futuro que entonces parecía incierto. Después caminó junto a mí, como adivinando que llevábamos la misma dirección.
Comenzamos a conversar de nuestras vidas. Hasta parecía que reanudábamos una plática interrumpida unos segundos antes por el saludo de un tercero. Se mostró especialmente interesado por saber qué había hecho en los veinticinco años sin vernos.
Le dije entonces que logré estudiar y titularme en arquitectura, le conté de los esfuerzos y sacrificios de mi familia para pagar mis estudios, de lo que tuve que trabajar yo mismo porque a veces lo que me mandaban no alcanzaba para cubrir mis gastos. Después de la graduación vino el matrimonio con una muchacha que conocí en la universidad mientras ella todavía estudiaba diseño de interiores. Un noviazgo más bien corto y un matrimonio que ya pasaba las dos décadas. Teníamos dos hijos, dos jóvenes que habían dado todo lo que se podía esperar de ellos y más todavía. Le hablé de mi trabajo como profesor en la universidad, del restaurant que comenzó siendo un pasatiempo y después llegó a ser uno de los mejores en la ciudad, de la agencia de decoración de Amanda, mi esposa. Le dije que nos iba bien, los negocios familiares generaban suficientes ingresos para que viviésemos con comodidad. Ahora que lo pensaba mejor, éramos una familia feliz y yo estaba contento con todo aquello, me sentía satisfecho de lo que había hecho y construido. Era algo que estaba más allá de las comodidades y el dinero. Mi antiguo amigo me escuchaba con atención, hasta se diría que estaba interesado en realidad en lo que escuchaba y que no lo hacía por simple cortesía. Avanzábamos por la margen derecha de la carretera, o lo que quedaba de ella. Un silencio ceremonioso nos rodeaba, y sólo se oía el sonido de nuestras pisadas en el asfalto. Los árboles apenas se movían por una brisa suave que también nos refrescaba. Como pasó conmigo, a mi amigo no pareció sorprenderlo el ambiente ruinoso del que se consideró uno de los mejores colegios del país. Seguramente había venido recientemente y lo que veía no representaba sorpresa alguna. Pude ver en su rostro que mi historia no lo convencía del todo, que esperaba por más. De un momento a otro se había convertido en mi confesor, sin que él me lo pidiese y yo sin proponérmelo. Tal vez actuábamos movidos por la necesidad de hablar, de tener a otro con quien conversar.
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Tuve que contarle entonces las razones del viaje que me había llevado otra vez a Mérida. Habíamos llegado al pie del cerro sobre el que estaba el colegio. Preferimos rodearlo y caminar por el patio, por las calles empedradas, hasta sentarnos al borde del pavimento, y quedamos de espaldas a las imágenes del santo patrono y la Virgen sentada con el Niño.
Le conté que tres meses atrás me habían hecho el diagnóstico. Fui al médico temiendo lo peor, sabiendo que esta vez era mi turno. La enfermedad era hereditaria y mi madre y algunas tías habían muerto del mismo padecimiento. Los síntomas típicos aparecieron, pero yo no les hacía caso, queriendo creer que se trataba de malestares aislados producto del estrés por el trabajo en la universidad y las exigencias cada vez mayores del restaurant. Sabía, además, que si se trataba de la enfermedad familiar poco se podía hacer. Primero fueron los malestares y los mareos, una debilidad en el cuerpo a toda hora. Una palidez que se apoderaba a ratos de mi rostro que me hacía pensar de inmediato en la muerte. Mucho sueño durante el día y desvelo por las noches. También orinaba más veces que las acostumbradas. Cuando mis piernas y mis pies comenzaron a hincharse, Amanda me obligó a ir a consulta con un especialista. La medicina no contaba con una cura, sólo con mecanismos que retrasarían mi muerte. Se trataba de una enfermedad crónica terminal. Con lo mío, le dije, pasaba como en aquel cuadro que tenía el viejo Forero a la entrada de su casa. La pintura era, según el propio Forero, una alegoría de la medicina. Mi amigo creyó recordarla vagamente. En el medio de la escena estaba el cirujano con su traje azul, con la mascarilla tapándole medio rostro; al lado derecho del hombre y frente a él, una mujer desnuda medio desmayada; el médico impedía que la mujer cayese al suelo; del lado izquierdo, detrás del doctor, y envuelto en un manto negro, estaba un esqueleto de huesos blancos; el esqueleto extendía los huesos desnudos de un brazo, tratando de alcanzar a la mujer; el médico no lo dejaba. Aquel esqueleto plásticamente tan bien logrado era la muerte. La túnica negra y el movimiento de los huesos, el brazo que se extendía sin desesperos, la calavera sin expresión que provocaba mil expresiones, la muerte paciente que espera y sabe cuándo arrebatar. El doctor era el único que miraba al espectador, y lo hacía buscando respuestas; siempre me pareció que de los tres era quien menos entendía en medio de qué se encontraba. Había un no sé qué de extrañeza en sus ojos que provocaba tensión en el espectador.
Como en aquella alegoría, los médicos no podían darme una respuesta ni una cura. Esa fue la razón por la que tomé una decisión. De inmediato supe que debía irme lejos, dejando atrás a la familia y todo lo que tenía. Me impuse este destierro hasta la llegada de mi muerte, en la soledad de este frío valle. No soportaría, le dije, que también los míos sufriesen mi padecimiento. Comencé a planificar mi viaje con total hermetismo y guardé para mí lo de la enfermedad. Me fue fácil fingir que no sucedía nada, a Amanda le inventé cualquier excusa sobre los síntomas que ya había notado. Preparaba cada detalle de mi partida con el mayor de los cuidados, seguramente ninguno de los que me rodeaba notó algo extraño. Hice las gestiones necesarias con un abogado para resolver la sucesión de mis propiedades, que en realidad no eran muchas.
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Pensé detalle a detalle todo lo que sería mi vida en adelante. Y me creé una serie de normas y pasos a seguir para que todo saliese según lo planeado, como viajar en bus porque en avión era fácil que descubriesen mi destino, no gastar dinero de ninguna de mis tarjetas porque me localizarían de inmediato, y así tantas cosas que en otras circunstancias hubiesen parecido propias de un neurótico. Pero era eso o que me descubriesen. Ahora que me detengo a pensar esto me sorprendo de lo meticuloso, lo detallista, lo calculado de todo. La última mañana que estuve en mi casa, salí como que fuese a la universidad, sin más equipaje que un morral. Antes de marcharme, dejé una carta donde explicaba todo; quería evitar que se armase un escándalo, que se creyese que permanecía secuestrado o desaparecido y muerto con una bala en el cráneo.
―¿Entonces tomaste por costumbre marcharte sin despedirte?, ¿no fuiste capaz siquiera de decirles adiós? ―nuevamente me preguntaba por algo que me parecía fuera de lugar, como si diese importancia a cosas irrelevantes. Tampoco esta vez supe qué contestarle.― ¿Recuerdas que tampoco te despediste de mí, de ninguno de nosotros…? Ni siquiera por la amistad y de todo lo que compartimos juntos.― Sus silencios eran de una profundidad sepulcral; su mirada seguía perdida más allá de las montañas.― Un escritor de tu tierra (no recuerdo en este momento su nombre) dice que «los que se van sin despedida quedan como almas en pena»; y en otro texto suyo repite la misma idea: «se sabe que quienes se van así sin más, sin decir una palabra, han de volver algún día». Como que lo hubiese escrito pensando en ti. Ahora que lo pienso es probable que esa sea la razón de que hayas vuelto, de que te haya encontrado. Es posible que por eso yo también esté aquí. Y para nada esto es un reproche, ya sabes que me alegra mucho que estemos conversando.― Una nueva pausa.― No te culpo porque te sientas así, porque decidieras marcharte; cualquiera se acobarda ante la llegada de la muerte. Claro, tampoco creo que eso sea malo. El miedo siempre está allí, sólo que con el tiempo lo vamos tratando de distintas maneras.
―A ver, y las despedidas… ¿por qué te interesan? ―pregunté yo. Él se tomó su tiempo para volver a hablar.
―Yo también vengo de vez en cuando hasta acá, como hoy. Dejo el carro estacionado en El Arado y me pongo a caminar por todo esto. Recorro el patio y los jardines, me siento en la fuente y después me voy. No sé si más aliviado, pero con la idea de que he recuperado algo del pasado, los recuerdos que aún conservan estas paredes y las piedras. Esto que te digo tal vez suene enfermizo, y probablemente lo sea, pero es lo único que me queda. ¿Recuerdas a Iraida, aquella novia que tuve en el cuarto año? ―no esperó que respondiera― Claro que debes acordarte, si ella fue la razón de nuestra primera borrachera acá mismo con una botella de aguardiente Los Andes… Yo no soportaba la idea de que ella estuviese con aquel indiecito mala sangre y que no volteara a mirarme. Su indiferencia me hacía pedazos y después de unos cuantos tragos de aguardiente me puse a llorar como un auténtico desgraciado. Al final creo que tú también te pusiste a llorar conmigo; no sé si por lástima o solidaridad. ¿La recuerdas, verdad? Volvimos a vernos. Casi la había olvidado cuando nos reencontramos, aunque eso sólo es un modo de decirlo. Retomamos nuestro noviazgo. Fue como conocernos de nuevo, como empezar desde cero. Esta vez no había ningún indiecito rodeándola, de modo que tenía el camino libre. Volvimos a ser los novios de antes. Seguro te habrías enamorado también. Era imposible no enamorarse de aquella mujer. Sí, ya era una mujer, y yo no era el niño que conociste cuando nos graduamos. Descubrí que sería un terrible error dejarla pasar, permitir que se fuera. Nada más acertado eso de que aprendemos a querer en la ausencia. No nos casamos, ya sabes que no soy muy dado a las formalidades. Para nosotros nunca fue necesario aquel trámite. Aunque ella me confesó, mucho después, que siempre había soñado con salir vestida de novia de una iglesia conmigo, tomándome del brazo, pero estuvo dispuesta a renunciar a aquella ilusión de adolescente por mí.
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Tuvimos tres niñas. Un encanto las carajitas. Cuando tenga oportunidad te muestro una foto para que compruebes que no te miento. Dos de ellas eran gemelas. Tardamos en tenerlas, es posible que por egoísmo; siempre hay algo de egoísmo en el amor. Estaba acostumbrado a una vida de entrega en la que solo existíamos el uno para el otro. Por un tiempo no podía aceptar que hubiese un tercero entre nosotros. Me oigo y no deja de parecerme cursi todo esto que te digo, pero no me importa. Vivíamos acá mismo, en El Valle. Las chamas llegaron y las cosas no fueron distintas, al menos no en la manera en que creí. Hasta parece que mejoraron. Cuando vine a caer en la cuenta yo también había sido seducido por ellas y sus travesuras, por sus peleas y berrinches diarios. Creo que no hace falta que te diga que adoraba a aquellas cuatro mujercitas, que me alegraban la vida por la sola razón de existir.
Todavía las niñas no estaban en la escuela. El año siguiente inscribiríamos en preescolar a las mayores, a las gemelas. Iraida viajaba todos los años a Margarita a pasar las navidades con su familia. Yo debía trabajar hasta el último día, así que las alcanzaba después para pasar las fiestas juntos; su familia es muy tradicional con estas celebraciones. Con las niñas era imposible que viajara en bus, desde que nacieron las mayorcitas decidimos que era mejor hacer el trayecto en avión. La noche anterior a la salida surgió un inconveniente de última hora en la oficina de la que era empleado y estuve hasta muy tarde en la madrugada resolviendo unas transferencias, ultimando detalles que no podía postergar. Una comisión de la compañía viajaba a la mañana siguiente hacia Caracas para gestionar alianzas con otras empresas del ramo. Ese día tuve quedarme con los miembros de la comisión, hasta que uno a uno se fueron marchando. Cuando el último se despidió eran cerca de la una de la mañana. El cansancio de la jornada me venció y en un descuido caí rendido en mi escritorio. Afortunadamente ya había terminado lo que estaba pendiente.
Al abrir los ojos ya habían llegado los primeros empleados. Me despertaron el recuerdo de que el vuelo de Iraida y las niñas salía a las siete y un intenso olor a café recién colado. Sentí un fuerte dolor de espalda y de piernas que creí me tumbaría al piso apenas traté de ponerme de pie. Con los ojos aún arenosos busqué mi reloj de pulsera. Ya no tendría oportunidad siquiera de acercarme al aeropuerto para decirles adiós. No le di importancia al asunto porque sabía que cuando Iraida llegase a casa de sus padres llamaría para decirme que todo estaba bien y que me extrañaba.
Me fui sin hablar con nadie de la oficina. Manejé hasta la casa temiendo quedarme dormido nuevamente y terminar con el carro sobre una acera o contra un poste de electricidad. Llegué y ya no había nadie. Me dejó un taco pegado en la nevera. Conservábamos la costumbre de escribirnos notas desde que estábamos acá en el colegio, como si se tratara de un juego. La nota prometía una llamada al llegar a destino. Se disculpaba por no haberse comunicado antes, porque suponía que estaba cansado y en el trabajo.
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Mientras preparaba algo ligero para el desayuno encendí el televisor de la cocina. Una estación local daba la noticia. Un avión con destino a Caracas se estrella en el páramo a sólo diez minutos de haber despegado del aeropuerto de Mérida. Aún no localizaban los restos, pero daban por supuesto que no había sobrevivientes. Cuerpos de rescate se dirigían a la zona. Aún no había imágenes del suceso. El nombre de la aerolínea y la hora del vuelo me confirmaron lo que temía. Mi sueño se fue como si hubiese consumido alguna droga. Estuve alrededor de una hora paralizado frente al televisor que aún no mostraba imágenes pero repetía una y otra vez lo que había oído desde el principio. Entrevistaban a gente y más gente que no sabía nada y no se cansaba de especular sobre los hechos. Cuando dijeron el lugar aproximado del accidente tomé el carro y me fui hasta allí… Lo demás te lo puedes imaginar.
De lo único que me arrepiento es no haberme despedido de ellas, de darles un beso y estar consciente de que se han ido. Es una tontería decirlo, pero espero que vuelvan. Es como si nunca se hubiesen marchado, confío en que regresarán una mañana o mientras cae la noche. Hicimos un entierro simbólico porque no se pudieron identificar los restos, pero yo sé que aquellas cajas venían vacías, que ellas no estaban allí. Por eso, mi viejo amigo, me interesan las despedidas. A veces siento que yo mismo soy un fantasma, un alma en pena que quedó en el limbo porque no encuentra paz, porque no se ha podido despedir de los suyos. De cierto modo también estoy muerto; esto, en definitiva, es una forma del infierno. Vengo al colegio porque aquí la conocí a ella. Imagino que los dos caminamos por la plaza tomados de las manos, escondiéndonos de las monjas y los curas para poder darnos un beso, creo que conversa conmigo mientras recorremos el patio o contemplamos el paisaje. La brisa fría refresca mis recuerdos, el rumor del bosque consuela mi soledad. Como ya te dije, eso es lo único que me queda. Esta soledad es lo más parecido a la paz que he conocido.
Por eso te digo que te ahogas en un vaso de agua. Si los médicos han dicho que con lo tuyo no hay vuelta atrás, no veo por qué debas condenarte a una segunda muerte, la del olvido; una muerte más escalofriante y dolorosa. Y peor aún, condenar a los tuyos a esto. No quiero convencerte de nada, de que vuelvas o cambies de parecer; debo respetar tus decisiones. Aunque te confieso también que si estás dispuesto a regresar yo mismo te acompaño hasta tu casa, tengo bastante tiempo que no me baño en la playa… ―y volvió a reír con ganas, yo lo acompañé en su risa que también me alegraba la tarde.
Decidimos irnos porque comenzaba a anochecer. En la entrada a mi residencia nos despedimos. Me dejó un número telefónico suyo para que nos tomásemos un café, o le avisara si decidía alguna cosa sobre mi estadía en la ciudad. Dos días después lo llamé, pero del otro lado de la bocina una voz de mujer me dijo que él se había mudado y no sabía de su paradero actual, de eso hacía unos cinco años, que el hombre le había vendido la casa para comprarse otra más pequeña. No quise hacerme conjeturas de aquel incidente, yo simplemente llamaba para despedirme y agradecerle nuestra charla de aquella tarde, tal vez preguntarle si su propuesta de volver conmigo seguía en pie. Pero nada de esto fue posible.
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A la mañana siguiente, cuando por fin abandonaba la casa donde estaba hospedado, encontré junto a la puerta un sobre amarillo con mi nombre. Enseguida me abordó la dueña de la casa, quien me despedía con gestos y palabras amables, como si me conociese de una larga temporada. Lamentaba mi partida, según me dijo. Una vez instalado en el asiento de mi avión pude abrir el sobre y vi que adentro estaba un álbum fotográfico familiar de mi amigo. Era un grueso tomo con muchas fotografías, incluso con algunas de los tiempos cuando estudiábamos juntos. En una sucesión de imágenes pude ver el transcurrir del tiempo, los cambios que los años van dejando y las apariciones de las niñas. En verdad eran un encanto las carajitas, pensé yo como si su voz se repitiese en mi cabeza. Al final estaba una en la que aparecíamos los tres: Irada, él y yo, quizá tomada en el cuarto año. Llevábamos el uniforme marrón y en el fondo estaba el paisaje de un pico Bolívar imponente. Estábamos parados en el mismo sitio donde habíamos conversado mi amigo y yo tres días antes. Una foto que yo no recordaba. En ese momento apreté el tomo contra mi pecho, con la sensación de que, de algún modo, mi amigo regresaba conmigo.
Excelente texto que demuestra los "dolores" que los seres humanos sufrimos a los largo de la vida; que final, nos ayudan a ser más humanos.
Saludos, @reycard.