Salté. No voy a decir que no lo pensé bien, pues mucho tiempo cavilé el recorrido, el puente entre la vida y la muerte. Salté en medio de una Guayana lluviosa. Quise perseguir la velocidad de las gotas. Y no. No hubo tiempo para pensar en ese límite del no retorno en el que el cuerpo se entrega al aire. Tampoco voy a decir que el salto no era inevitable. Tal vez mi poco miedo a las alturas. La falta de vértigo. La especificidad de los miedos, porque de haber tenido miedo a las alturas es probable que mi decisión hubiera sido otra; o mejor dicho, el método. Pero me decanté por el aire, por intentar volar como la canción de Mecano. Los pericos de mi mamá fueron los últimos en decirme algo, que no estoy muy seguro sería un adiós, un buena suerte, o un jódete. Soltaron un graznido, y agitaron las alas, hasta donde pude ver. Si: ver. Tuve las bolas de ver. Di un pequeño giro al dejarme caer para ver si así me daba chance de mirar el cielo. Las nubes espumosas de la Guayana. Pero el cielo estaba gris, y el giro siguió el curso de la inercia y terminé boca abajo, tendido en dirección al triángulo de grama espesa en el piso. Y di vueltas en el aire. Algún poeta, abstraído de la realidad del universo dirá “el vacío”. Pero es mentira. No hay vacío. Hay un lleno liviano de aire que resiste la caída, y que si no fuera por la gravedad generada gracias a la fuerza centrípeta de la rotación del planeta, aliviaría la caída y acabaría con los ascensores. Pero la realidad, la inevitable realidad, la que nos empuja al suelo, la realidad que nos golpea al levantarnos, las preocupaciones, los amores, los amigos que no sabes si están o no. Los gritos de auxilio detrás de una sonrisa franca: la trampa silente de la gravedad, la fuerza centrípeta de la muerte que nos invita en una lógica malsana (lo reconozco, y muy libre me sentí al tomar la decisión de deslindarme de cadenas abusivas y ponerle fin a tanto pensamiento y preocupación) a vernos en el drástico acto de abandonarlo todo: lo que sabemos, lo tangible, lo que no sabemos que está en los demás sobre nosotros. Una amalgama de positividad y negatividad. Una cosa rara que no me dejaba dormir pensando una y otra vez en qué estamos haciendo, qué puedo hacer yo para cambiar las cosas. Así el techo de mi cuarto se convirtió en el techo de mi mundo: el techo de Guayana me pegaba en la cabeza y la arbitrariedad de la condición social, no sé, todas las cosas que tienden a dejarlo a uno ensimismado en un lugar y que no te deja. Pero fueron tal vez las voces las que me aconsejaron que me fuera. Irme sin cola, sin peo para comprar pasaje, sin maleta, sin arrebiates: libre. Libre para darle el gusto a la muerte de ganar una pelea que al fin y al cabo ganará (parafraseo a Buena Fe, lo sé). Al irme quiero… no quiero nada. Mi voz dejará de temblar en el aire y no tendrá eco que lo recuerde. El arte es una carga pesada. Muchos cargan esa cruz en una ciudad que está muy lejos de ser culta. Es más: está muy lejos de querer serlo, de interesarse por eso. Por las cosas raras que hice, dije y pensé hacer. Tal vez sea esa la razón. Tal vez no. Hay muchos “tal vez”. Muchas medias tintas, mucho relativismo pajúo. Entonces dejo que el aire húmedo, que las diminutas gotas hagan una parábola de la trayectoria de mi cuerpo. Así que cuando caiga, cuando las hojas de la grama gruesa queden atornilladas a mi piel y la tierra al lado de la alcantarilla quede nutrida con mi sangre, tápenme. Ya no estoy aquí.
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a-a-a (-7)(1) 7 years ago
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