Me preguntó qué quería hacer, y le dije que tocarla, ella lo permitió, y entonces puse mis manazas en su espalda de ébano desnuda y acaricié con delicadez y embeleso aquella superficie orgánica que era suave y cálida. Ella no sentía temor porque se pensaba dueña de la situación y me agradó que así fuera porque era cierto, fue cierto siempre, pero sobre todo en aquel instante inicial, dónde las verdades valen tanto porque se entiende que todo es de mentiras, era la emperatriz de aquel poderío de placeres culposos y estaba bien que lo fuera.
Mis manos tomaron el control de sus pantaloncitos blancos, los que me habían metido en aquella aventura de ambiente controlado y desabroché el botón para liberar la prenda instigadora que se desajustó de las caderas curvilíneas donde mis ojos se resbalaban en la más baja lujuria y dejaban al descubierto una prenda minúscula de mucho más invite.
Besé sus glúteos turgentes y su espalda y ella al otro lado de sí misma guardó silencio, no escuché que profiriera ninguna señal de vida, ni que contuviese la respiración, ni nada parecido, metí los dedos en su tanga y se la fui quitando a la vez que seguía acariciando aquella piel hipnótica y hermosa que rebotaba la luz devolviendo destellos tornasolados de días soleados con niños corriendo por el parque dominical, tardes alegres que nunca más se vuelven a disfrutar, luego de atravesar el doloroso umbral de la pubertad. No sé por cuánto tiempo estuve así, pero yo esperaba que fuera una eternidad.
Yo era un niñito de preescolar jugando con su plastilina color café, curioso y receloso de aquel tesoro que es de todos los niños del jardín, pero de ninguno, toda vez, y que de momento; alguno se hace del botín y se convierte en su depositario y jamás permitirá que se lo quiten, así que hundí mis dedos en aquella arena oscura y voluble y su vocecita infantil, madurada a la fuerza, me sugirió que dejara de hacer eso, que no estaba permitido, de inmediato retiré la falange de aquel pequeño y gelatinoso poso de calor volcánico y ella se mostró complacida, el cliente no era un necio.
– Tú mandas reina, yo sólo soy tu invitado y quiero que me conduzcas.
Se dio la vuelta y ya no tenía la blusita, su sonrisa radiante estaba cerca pero elevada frente a mí, tampoco me di cuenta en qué momento se quitó el brasier, pero fue después de volverse completamente hacia mí y antes que me percatara de sus higos transgénicos que apuntaban al cielo, cual baterías antiaéreas, para repetirme las reglas:
– No puedes meterme los dedos, las teticas tampoco se pueden tocar, los besitos no te los puedo dar, pero como tú me caes bien -así le dirás a todos- te voy a regalar uno, tú decides cuando quieres que te lo de.
Y posó su índice travieso en esos sus labios nocturnos y yo me resistí sin pensarlo dos veces, lo bueno siempre debe posponerse hasta que sea inevitable para que ocurra con la mayor intensidad posible, y si es complejo, es mejor.
– ¿Y ahora qué hacemos? Pregunté encantado.
Se apartó de mí y dio un giro completo subiendo a una repisa de concreto y cerámica descontinuada que estaba escarapelada de tantos taconazos.
– Puedo bailar para ti y lo que toca; o la locura y si aguantas, lo que toca. ¿Era un reto? ¿realmente me lo dijo de ese modo o yo lo convertí al momento y así quedó para el recuerdo?
Grácilmente elevó su brazo en alto, el ademán de las divas al principio de un gran show, o las bailadoras cuando zapatean el tablao, ella era todas las grandes mujeres del escenario, y ninguna de ellas en la misma encarnación.
– ¿Y la locura qué es?
La respuesta fue que la diva se incorporó dio otros dos giros con su cuerpo hermoso y desnudo y se sentó sobre mí, que vi explayarse sus caderas poderosas sobre mi regazo aun vestido con unos pantalones viejos de mezclilla, dio otro giro sobre mí y me obligó a recostarme, me quitó la camisa, no dejé que me quitase las botas horrendas de jornalero para la ocasión y con mucha delicadeza dijo que había visto mi calzado de trabajo desde nuestro encuentro en el bar, que estaba bien, que me relajara que era el momento de divertirme un poco.
Me hizo desnudar por completo y me quitó los lentes, me preguntó si prefería conservarlos "tu mandas reina" los apartó, entonces una vez que ambos estuvimos muy en cueros, ella procedió a recorrer mi cuerpo con la punta de los deditos, mientras me miraba fijamente con su rostro acendrado y su tenue sonrisa de picardía infantil, cada uno de sus movimientos derivaba la imagen de una diosa ancestral, felina, tierna, peligrosa y sin embargo llana.
Cual ilusionista sacó de entre sus dedos el condón, con avidez lo extrajo del envoltorio y lo guardó dentro de su boca, mientras miraba el reflejo de la televisión con expresión ausente, estaría pensando en su hija pequeña abandonada a los cuidos de una abuela resentida, dispuesta a sustituirla y relevarla para siempre de su rol materno, en las cuentas pendientes por pagar, en Carlos esperándola allá abajo en la avenida, vendiendo café y convenciéndose inútilmente de que ella se guardaba sus mejores caricias para él, mientras él deambula por las calles oscuras de la madrugada, para rasguñar unos cuantos billetes a los transeúntes noctámbulos a la fuerza, los peligros que le asechan, que no eran menores a los que ella enfrentaba.
Y ella allí; ganándose el pan con la única cosa que no pueden arrancarle sin quitarle la vida; el alma. Yo la miraba impávido, igual que al momento en que llegamos a la habitación y quiso orinar. Y yo no tuve clemencia, ni siquiera entonces le ofrecí intimidad para que obrara con tranquilidad, la miré profundamente, sin descanso, la miré como se mira una obra de arte, una criatura nunca antes vista, con curiosidad animal, sin razón, sin respeto, y la miraba ahora mientras se preparaba para ejecutar ese truco con el cual tendría a caso la posibilidad de sacarme del camino a la Gloria, apostando que me diera por bien servido, o que no contara con los recursos económicos, ni biológicos para un segundo intento, la locura no era tal cosa, la locura era una apuesta calculada y fría que protegía el templo central de las artes amatorias que ella vendía, la locura era un truco ilusionista para niños incautos o señores perturbados, la locura era oro de tontos, pero yo iba por algo más que eso.
Ejecutó su truco con maestría de veterana, y se esmeró como si de ello dependiera el resto de la historia y yo disfruté como el primer día de unas largas vacaciones, la primera compra de unas utilidades jugosas, yo disfruté al máximo, pero aun no logré saciar la sed y en tanto ella seguía intentando, yo le agradecía con caricias de ternura y silencios murmurados, jadeos contenidos que no daban cuenta del final esperado.
Todo el mundo se había detenido para dejarnos a solas, los rayos catódicos del viejo monitor quedaron inmóviles bañando su rostro hermoso ante mis ojos atónitos, y ella continuaba estoica la faena, pero en la estancia microscópica de sus emociones más ocultas, comenzaba a darse por vencida, la recompensa no vendría, la torre no sería derribada. No de momento.
Aguardé en silencio a que ella agotara todos los intentos, todas las posibles combinaciones de su boca hidráulica, y dejé que se convenciera por si sola de que ya nada me arrancaría del camino. Finalmente abandonó la tarea y cambió el modo para ofrendar la rendición, pero no todo estaba perdido, quizá ahora podría inhibirme hasta cumplirse el tiempo pautado, quizá no todo estaba perdido, cuando intenté la primera embestida, sus puertas no estaban dispuestas, las sentí rígidas y secas, hostiles, como los habitantes huraños de una casa sorprendidos a las dos de la mañana por un par de borrachos parranderos.
Ahora fue ella quien se quejó, luego de acostarse boca abajo y abandonar el templo a la suerte de mis bajos deseos, acusó dolor y opté por ser paciente. “no quiero lastimarte reina, sólo quiero estar contigo y que ocurra lo mejor posible” ella lo comprendía, pero no estaba en sus planes que ocurriera, aquel proceso era el resultado de una falla, se suponía que yo no era un malcogido, si bien ejecutó una locura magistral, no había sabido leerme entre líneas, para anticiparse y no entregar tanto, ahora estaba exhausta y si se quiere, un tanto ansiosa, derrotada en su especialidad y en su propio reino.
“¿Qué podía hacer yo? ¿disculparme, abandonar y decepcionarme?” quería ser amable sin dejar a un lado mi objetivo, pero no sabía cómo, no podía besar sus labios, mas las reglas no me impedían besar su nuca, su espalda, su cuello, los oídos, ella no podía negarme ese atrevimiento, así que lo hice, muy a pesar de los escrúpulos que muchos tengan, lo hice, y lo peor no es que lo hiciera, lo peor es que fue entonces cuando realmente comencé a disfrutar de aquella aventura desvergonzada, de mi desparpajo, mi descaro, me entregué en cada caricia, en cada beso, me proyecté sobre aquel cuerpo que nada esperaba de mi, y ella no podía ignorarlo, ni prohibirle a su cuerpo que no enviase las señales radioeléctricas al cerebro reportando estremecimientos de moderada, pero cada vez mayor intensidad dérmica.
No podía evitar ser ella y en la resilencia de su mente confusa, para tratar de sortear aquella trampa inconsecuente de la vida fragmentada casi pude escucharla que decía “yo me enamoro rapidísimo y con intensidad, pero con la misma rapidez olvido y lo supero”. Lo sé porque me lo había advertido y yo le había confirmado que conmigo ocurría igual, que era muy rápido superando los desamores, entonces seguí embistiendo y succionando su piel desguarnecida y ella resistiendo, hasta que de pronto sus piernas invertidas me abrazaron manteniéndome canalizado dentro de ella, de cualquier forma, aquel podía ser un intento por hacerme concluir, pero se lo agradecía con más besos y más caricias.
Y nos juntamos mucho el uno al otro, y ella liberó a su cuerpo de la culpa y dejó que sus caderas se ajustaran al ritmo del coito pormenorizado y la escuché quejarse, no sé si de placer o fingiéndolo, no lo sé, si era de mentira, era una mentira bien fraguada, cómo las buenas películas de ciencia ficción, que te convencen con pequeños detalles, de que es posible romper la fuerza de gravedad y volar por los cielos oceánicos.
Cabalgamos juntos, ella por dinero, yo por placer, que importa el motivo cuando ambos se creen ganadores de algo, alteré la fórmula alcanzada y nos abrazamos de otro modo, pero sin perder la juntura, y seguimos la jornada que cada vez era más placentera, más absoluta, y entonces sentí el vórtice del encuentro y fue inevitable lo mejor de todo: un beso sediento que era mío y suyo a la vez, un intercambio de fuego y vapor que realmente se encontraban y se fusionaban emanando el petricor de nuestros labios donde ella era la lluvia y yo la roca humedecida, el beso se hizo largo, indispensable, completo, y ahora ella besaba mi rostro y yo el suyo y éramos amantes sempiternos contenidos en un momento efímero que se iría para siempre al pasado.
Jadeamos juntos boca a boca, rostro con rostro y me sujetó con fuerza, como sólo se abraza a una persona a la cual se ama y se necesita, haciéndome con sus uñas, con sus dedos, con cada poro de su piel, de pronto mi mano estaba en su pecho atrapada en la calidez de su seno, fusionados totalmente el uno con el otro, la seguí besando y la amé como sólo se ama en esos momentos. La amé como dicen que se ama una sola vez en la vida, y no miento, porque es así cada vez que se ama, lo que pasa es que puede ocurrir miles de veces y cada vez será única y cierta, aunque efímera y sin trascendencia.
Todo terminó, se acabó la luminiscencia del orgasmos compartido, el explosivo final de la obra en la fanfarria desordenada ya era historia, y nuestros cuerpos exhaustos pasaron al reposo, derrumbados uno junto al otro, como si nada los pudiera volver a la vida. Ella miraba silenciosa la sábana blanca, con ojos vidriosos y yo, como de costumbre no podía hacer otra cosa que mirarla, ahora más que nunca, ahora en que todo llegaba a su fin para retornarnos a la distancia irreversible de nuestras existencias disímiles.
Pero no terminó, ella reía con extrañeza “es cierto, te ríes de todo, vives para reírte” hundió su rostro en las sábanas, no sé si reía de verdad o trataba de contener el llanto, la desmonté, y me quedé abrazado a ella, tumbado de lado, mirándola y cité a Wilde, no por ella, lo hice por mí, porque si ella se sentía derrotada, yo era una gran cagada, porque sin importar lo que ocurriera, aquello era una tragedia “En este mundo solo hay dos tragedias, una es no obtener lo que quieres y la otra es obtenerlo” sonrió con sinceridad y me dio la impresión de que entendía perfectamente a que me refería, en tanto que si no lo había comprendido, de todos modos su expresión era sincera, pues alguna otra cosa le había hecho comprender mi cita.
Luego de eso las palabras fluyeron como no lo habían hecho en toda la noche, nos quedamos conversando como unos amantes de vieja data, sin melosidades, sin recelo. Me contó de su hermano, de su hija, del padre de su hija que tenía el cabello como el mío pero amarillo, de cómo lo había dejado, la pelea con la mamá que se quedó en casa cuidando a la nieta y de su vida en aquel lugar, que si era cantante y eso no le daba suficiente para vivir, yo también soy cantante y la entendí. Su nombre de oficio no me gustaba, así que la llamé Gloria, pero no se lo dije, porque habría tenido que explicar por qué y no quería que ella me desmintiera, hablamos hasta que me quedé dormido por unos breves momentos, pero ella fingió no darse cuenta. Fingimiento era la palabra clave en todo esto.
– Tuve la leve impresión de que tu y yo. Sonrió, meneó su cabeza de un lado a otro como quien niega sabiendo que nadie le va creer.
Pero yo sólo quería su opinión profesional, entonces ella sigue sonriendo y hace una afirmación muy leve de un solo asentimiento, si mentía, era al menos de manera muy superflua, qué importancia tenía todo aquello, yo pagaba y ella cumplía mis deseos, Wilde otra vez con su reflexión cayendo entre los dos, como el péndulo de un reloj antiguo, avisando que si no salíamos, pronto vendrían por nosotros.
Ya afuera contuve las ganas de tomar su mano, de lanzarme sobre ella y besarla a la fuerza, el surgimiento de un anhelo inesperado y maldito, nos detuvimos en medio del pasillo siniestro, llamó el ascensor y me miró con ojos lastimeros “te dije que me olvidaba con la misma rapidez que me llegaba el enamoramiento” me lo había advertido desde un principio y Wilde volvió a soltar una carcajada maligna desde la puerta de la habitación abandonada, llegó el ascensor “nos vemos en el bar si vuelves más tarde a tomar algo”. Más tarde era ahora mismo, más tarde no existía.
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