EL AMOR PROHIBIDO ENTRE CARLA Y KATHERINE

in #spanish7 years ago

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¡¿Qué tal, Steemians?! Hoy les traigo la historia de dos chicas comunes que, ante los avatares de la vida, de la crudeza de sus circunstancias, encuentran en su amor un escape de una realidad cada vez más ruda, más discriminadora y cruel. Es la historia de un amor común y corriente que ante la sociedad no es ni común ni corriente… Ni debido…

Carla tiene 16 años. Carla no es feliz.


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Desde bien pequeña, Carla se ha sentido diferente a los demás. Cuando veía las telenovelas con su mamá no entendía por qué había un «formato» prediseñado en las historias en que la princesa —dulce, gentil, angelical, con serios problemas ocasionados muchas veces por su imprudencia— sería rescatada por un valeroso caballero andante —viril, valiente, sagaz y ágil, presto a resolver los líos en que se ha metido su bienamada— y vivirían felices por siempre. Había una incongruencia en la historia. Los finales no suelen ser felices. Y las princesas de Disney no existen —y bastante que ella lo entendía viendo a Letizia Ortíz—.

En la medida en que fue creciendo, ella se hacía muchas preguntas sobre lo que es «correcto». Correcto es ducharse temprano, antes de salir al trabajo, aún cuando en la calle la temperatura haya bajado hasta los —2°. Correcto es dar los buenos días y sonreír aún cuando amaneces de mal humor o con dolores de vientre. Correcto es casarte y tener muchos hijos. El primero será varón y deberá llamarse como su papá. La segunda, será niña y se llamará como su mamá o su abuela. Así son las cosas.

Pero a Carla todo esto le causaba ruido. Sobre todo lo de casarse y tener hijos. Desde chica ella sentía otro tipo de atracción. Una no muy ortodoxa. Solía decirle a su mami que le gustaba su amiguita Ofelia, del cole. Y su madre, luego de reparar de que no se refería a un afecto amistoso, y de que su fijación era Ofelia y no Tomás, o Rafael, o Esteban, decidió tomar cartas sobre el asunto: la niña se iría a estudiar al colegio de monjas donde su mamá había estudiado. Allí le formarían carácter, le enseñarían sobre las «purezas» e «impurezas» de la vida. Y todo sería corregido. Todo.

Las Hermanas de la Santa Consolación la recibieron como a una más, y luego de darles una charla diaria a todas las niñas sobre comportamientos escolares, sobre modales y cortesía, y sobre pecado, Carla quedó aún más confusa.


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El lesbianismo es «contra natura». Y con ello bien cabe el vade retro Satanás. Pero esto no podía ser así. En el corazón de Carla confluían muchas interrogantes sobre a quién amar. Y en su cuerpo, también.

Estando en un colegio de señoritas, la confusión se entremezclaba con las pasiones pubertas que las hormones despiertan. Dayana fue el primer amor de Carla. Un amor imposible, no correspondido. Dayana tenía novio, era Juan Antonio, el capitán y centrodelantero del equipo de fútbol del colegio La Rosaleda, que era relativamente contiguo al suyo. Pero verla en las mañanas, mirar ese cabello de rulos rubios tan hermoso y perfecto, sus dientes alineados, su sonrisa que hipnotizaba a todo el que la apreciara, y esas piernas que la falda permitía admirar, era demasiada tentación para un cuerpo como el de Carla que empezaba a sentir cosas, deseos, pasiones…

Sin embargo, su primer beso sería a los 12, en casa de su tía, y con su primo, Juan Miguel. Éste la había perseguido desde chicos, pues Carla siempre fue su amor platónico. Y sucedió que en la fiesta de cumpleaños de éste, a solas, en el jardín trasero de la casa, a oscuras, él le pidió su regalo de cumple, y ella, a modo de entender el mundo, de quitarse miedos y cuestionamientos, le besó. No fue un beso muy largo ni muy intenso, pues al final eran dos chavales en busca de experiencias, pero fue suficiente para entender que a ella no le gustaban los hombres. Le gustaban las mujeres.

A los 16 ya Carla estaba pensando en la universidad. En un año culminaría el cole y era hora de auscultar facultades en busca de una plaza para estudiar una buena carrera. Dese hacía un año a ella le venía gustando la licenciatura en filosofía y letras, aunque sus padres le reñían pues sería una carrera «muy académica pero poco rentable. Vas a vivir de tu esposo», decía su papá. Pero como ella ni siquiera quería esposo, pues…

Horas y horas en bibliotecas, y construyendo la suya personal en su cuarto —desde hace buen rato había quitado los posters de Simply Red y había colocado estanterías de libros, cada vez más pequeños para la cantidad de libros que adquiría— le habían formado la sólida idea de que tenía que aplicar para filosofía y letras y convertirse en una investigadora de la lengua y de la historia filológica de España.


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Cierto sábado, Carla es invitada por sus compañeras del colegio a una fiesta que se daría en casa de unas amigas de ellas, en donde habría muchos chicos universitarios. Esta era una oportunidad de oro para poder interactuar con personas más maduras y que pudieran darle recomendaciones de la universidad.

Carla fue ataviada con su vestido azul de lunares blancos y sus zapatillas negras. Tenía una cola en el cabello, y aunque sus amigas le decían que se cambiara de atuendo, pues se veía muy niña, ella no chistó el asunto y siguió a la fiesta de esa forma, pues se sentía cómoda, se sentía ella misma.

La reunión fue en el patio de la casa, comenzando a eso de las 8:00 pm. Había muchas personas, chicos y chicas que estudiaban medicina, derecho, diseño, pero ninguno que estudiara lo que Carla deseaba… Excepto una persona.

Conversando con Marietta, una estudiante de diseño muy simpática y que se puso a la orden con las chicas para hacerles un tour por el campus, ésta le dice a Carla que hable con Katherine, su amiga del grupo de teatro de la universidad, que estudia, coincidencialmente, filosofía y letras.

— ¿En dónde puedo hallarla? ¿Cómo la consigo en Facebook?
— No hace falta, ella está acá en la fiesta. Ah, mira, está allá, detrás de aquel árbol.

Katherine era una mujer alta, de tez un poco morena, cabello corto que cae un poco sobre las mejillas. Tenía chaqueta de cuero negra, una falta corta y unas botas también de cuero que se ajustaban proporcionalmente a unas piernas de color mediterráneo que permitían darse el lujo de un tatuaje que evocaba esos «malos» pensamientos que en más de una ocasión hubo que confesar al padre Alberto.

Carla se acerca junto con Marietta, y ésta dice:

— Hola Kath, ¿cómo estás? Mira, quiero presentarte a esta chica súper guapa que quiere estudiar filosofía y letras como tú: se llama Carla.

Luego de lanzarle una mirada seductora, como inspeccionándola, Katherine responde:

— Hola guapa, mucho gusto. Soy Katherine.
— El gusto es mío, Katherine.

Charlaron toda la noche. Carla estaba fascinada con Katherine: ella tenía 20 años, estaba cursando el tercer año de la carrera, y trabajaba en una empresa de publicidad en el área de estudio sobre ideas creativas. «Los publicista dicen que hago frases cautivadoras pero lo que yo hago es semiótica».

Katherine fumaba y usaba piercing, además de los tatuajes. «Tengo 17 en total», dijo. Era una libre pensante, de hecho, liberal: opinaba que la libertad personal es el bien más preciado de la humanidad y que por ello lo más importante de una sociedad es separar al Estado y a la iglesia de la libertad intrínseca a las relaciones humanas. «Y a algunas corporaciones también», acotó.

Carla solía tomar un poco de vino en una que otra reunión, especialmente un tinto de verano. Pero esa noche, a petición de Katherine, tomó una buen Pinot Noir francés. Al poco, ya se encontraba algo mareada, y mucho más fascinada con Katherine.

— ¿Tienes novio?
— No. No me gustan los hombres.
— mmm ¡qué maravilla! Somos dos.

Luego de un par de miradas traviesas, Katherine le dice que le acompañe hasta su coche, que debe verificar si unas llaves están ahí. Parten juntas agarradas del brazo —más por el mareo de Carla que por otra cosa— y caminan directo a la calle. Y aparcado a media cuadra de la casa, como se encontraba el auto, a oscuras, cerca ya de las 11:00 pm, Katherine toma fuerte y apasionadamente por la cintura a Carla y le da el más intenso y cálido de los besos que alguna vez ella sintió.


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Katherine empujó a Carla contra su auto, y allí le tomó del cabello, mientras le abría la boca con la suya. Carla al principio no supo cómo reaccionar, pero las ganas eran más fuertes, ella quería besar y tocar a Katherine desde el primer momento en que la vio, y eso incidió en la desinhibición que tuvo: con la mano izquierda recorrió la espalda sudada de Katherine, mientras con la derecha agarraba la cintura de ella, apretándola más y más a su cuerpo.

Poco a poco abrió más los labios y se entregó a ese apasionado beso. Juntaron sus lenguas en un elixir de pasión donde la respiración se aceleraba más y Carla sentía que el corazón se le salía del pecho. Katherine, subió sus manos desde la cintura y tomó por el cuello a Carla, mientras le acariciaba la nuca y el cabello. Entre mordizqueos, ambas se recorrían los labios con sus lenguas, y la pasión se desbordaba en un instante sin hora, un día sin fecha, una noche sin luna, y un encuentro sin reglas, ni monjas, ni pecado.


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Ese era el primer beso de Carla. Un beso real. Un beso que había añorado por años. El deseo, la pasión, la ternura, muchas emociones y sentimientos afloraban de ambas, mientras la deliciosa locura de un encuentro furtivo, y bajo el efecto de un maravilloso vino, dos mujeres se dieron un momento de felicidad y de sinceridad, de seguridad y de caricias, de pasión y comprensión.

Fue un beso largo, denso, puro y hasta romántico. Ambas perdieron la noción del tiempo, hasta que de la nada se escuchó un fuerte «¡Carla, Carla!», y entonces, al despegarse ambas, voltean y…

Continuará…

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