Inspiré y expiré alrededor de cuatro veces. —¡Ya basta, por favor! ¿Es que acaso no saben hacer otra cosa más que pelear? ¡Ya me hartaron! —Ambos hicieron silencio. Continué—: Cualquiera pensará que están enamorados.
Se miraron el uno al otro y luego posaron sus ojos sobre mí. Marco abrió la boca para refutar mi declaración, sin embargo, fue Alexandra quien habló primero.
—Uy no, ¡el Señor reprenda al diablo! —murmuró Alexandra. Reprimí una carcajada—. ¡Por Dios, Stefanía! ¿Cómo puede gustarme alguien como él?
—Polos opuestos se atraen, Alexandra —espeté.
—Lo mismo te digo yo a ti, querida prima —intervino Marco. Le miré furiosa—. Sabes que es así.
—Mira, carajito, el tema en cuestión son ustedes dos, que me tienen harta —Ellos me miraban en silencio—. Sí, así como lo escuchan. ¡Estoy cansada de sus peleas! Colmaron mi paciencia.
—Bueno, en fin —habló Alexandra—. Ahora la cuestión es si podemos hablar o no, Stefanía. En serio necesito de tus consejos, amiga.
—Ale, en serio perdona que no pueda atenderte como es. Justo ahora tengo visita en la casa. Yo te llamo luego y hablamos bien, ¿te parece? O mejor, me paso mañana por tu casa.
Ella, compungida, aceptó. —Bueno, está bien.
—En serio lamente no poderte ayudar ahora, amiga —Me disculpé. Ella sonrió y se retiró.
Marco entró al apartamento antes que yo, y al verme dentro, comentó algo que me hizo molestar. Por supuesto, le respondí de mala gana. José Miguel, quien me esperaba en la alcoba, me llamó. Me acerqué a él y conversamos un rato.
En un intento de apaciguar la situación, mi mejor amiga intervino: —Ya está lista la cena, muchachos, vamos a comer.
—¿De verdad quieres que me quede? —cuestionó en un susurro.
—Por supuesto, nada me haría más feliz —confesé.
Él asintió, con esa sonrisa suya tan perfecta. —Entonces me quedaré —concluyó para luego depositar un beso en mi frente.
—Chicos, vengan, faltan ustedes dos —anunció mi hermana—. Se les enfriará la comida.
—Vamos —me abrazó por el hombro y salimos hacia el comedor.
Como todo caballero, apartó mi silla para poderme sentar y luego él se sentó frente a mí. Los cuatro éramos un desastre cuando nos juntábamos.
Al terminar la cena, José Miguel se ofreció a lavar los platos. —Stefanía, deberías ayudarlo. Ya qué él es tu invitado.
—Claro, seguro.
El procedió a lavar los platos y yo, con un pañuelo, los secaba y ubicaba en su lugar. En tres oportunidades, llenó de espuma mi nariz, por lo que casi hacíamos un desastre.
—¿Qué haremos ahora? —me preguntó, al terminar nuestra labor—. ¿Vamos a ver como se hunde el Titanic o la pelea de los Capuletos y los Montesco?
—Si te soy sincera, prefiero ver algo más intenso, de acción…
—¿Cómo qué por ejemplo?
—La verdad no sé —Reímos al unísono—. Ven, vamos a ver a Jack morir congelado, mejor —repuse al tomar su mano y halarlo hacia mi habitación.
Un mes después, inicié el nuevo semestre de la universidad y conseguí un trabajo en Hard Rock Café, gracias a Giselle, mi compañera de clases. Mi mejor amiga, Selene, regresó a Barquisimeto una semana después de la cena con José Miguel, para continuar sus estudios, y Marco comenzó a trabajar para ayudarme con los gastos de la residencia (comida, servicios y esas cosas).
Al llegar la época decembrina, y recibir las vacaciones colectivas de la universidad y el trabajo, tomé la decisión de regresar a Barquisimeto, a casa de mi familia. Sin duda, fue la mejor que tomé.
Organizaron una fiesta sorpresa para mi cumpleaños, e invitaron a mis amigos más íntimos (entre ellos, Selene, por supuesto), y de la familia solo a los más allegados, como Marco, por ejemplo. Debo admitir que me habría gustado que José Miguel estuviese presente. De todos modos, ese día fue el mejor de toda mi vida. Nunca lo olvidaré.
Al quinto día de enero, tomamos el autobús que nos regresaría a Caracas. Me dolió tener que dejarles de nuevo. Debía reincorporarme a las pasantías en la segunda semana del mes. Las cinco horas de viaje me dejaron agotada. Alexander, mi tío, nos recibió en el terminal de pasajeros, y preparó la cena esa noche.
Transcurrieron casi dos semanas desde mi regreso a la Gran Caracas. La agencia de publicidad en la que llevaría a cabo mis pasantías, me ofreció un cargo gerencial, con un sueldo más alto, por supuesto. Acepté, sin dudarlo. Sin embargo, esto sería al terminar las prácticas laborales.
—Trece días han pasado y no he sabido nada de José Miguel. Le he escrito por mail, WhatsApp…, y no obtengo respuestas. ¿Le habrá pasado algo? —le pregunté a Marco, cuando íbamos de camino al edificio.
—Bueno, a lo mejor se le ha dañado el celular —supuso. Le miré de soslayo—. Recuerda que no estuvimos aquí por un mes, capaz no supo avisarte.
No quería pensar lo peor. Mi mente se rehusaba a imaginar algo trágico. Deseché los malos pensamientos y traté de pensar en las cosas bonitas que viví en mi ciudad natal. El reencuentro con mi adorado hermano, por ejemplo.
—¿Qué pasa prima? ¿Por qué tan pensativa? —me preguntó Marco cuando subíamos las escaleras hasta planta física para tomar el ascensor.
—Nada, es que ando cansada —mentí hasta cierto punto. Me miró de mala gana. No me creía, lo sabía porque, en primer lugar: yo era pésima para las mentiras, y segundo, él me conocía en demasía. Sabía cuándo decía la verdad y cuando no. Al tomar el ascensor, añadí: —Incluso, tengo como un mal presentimiento desde que veníamos. Tal vez es por el estrés.
—Es lo más probable —coincidió—. Tranquila, ya se te pasará.
Asentí, con una media sonrisa. —Eso espero. No me siento cómoda con ello.
Al abrirse las puertas del ascensor, vi algo que me paralizó el corazón. Era él, acompañado de una chica. Ambos salían de su apartamento.
Marco me empujó hacia adelante. —Vámonos, prima —susurró.
Él, por supuesto, escuchó y se dio vuelta. Se separó de la chica al verme frente a él. —Stefanía… —Le miré con desprecio—. Escucha, sé que justo ahora no piensas lo mejor de mí, y entenderé que estés furiosa conmigo y que…
—Respóndeme algo —pedí. Un nudo se formó en mi garganta—. ¿Tan ingenua soy qué decidiste jugar conmigo? —Él no respondió—. ¡Dime algo, por favor! ¿A qué juegas? ¿Qué pretendes con todo esto?
Él negó con la cabeza. —Te equivocas, mi intención nunca fue jugar con tus sentimientos —Tienes que creerme, por favor. —Stefanía, no es lo que piensas.
—¿Qué sabes tú de lo que yo pienso o no? —protesté. La furia, evidente en mi voz. Miré a la pelinegra—. Tú debes ser su novia, ¿cierto?
—A ver, cariño, comprendo que estés molesta. Incluso yo pensaría lo peor si viera al chico que me gusta abrazado a otra mujer —expuso. No entendía nada en absoluto. Ella continuó: —Stefanía te llamas, ¿no? Te explico, mi hermano acá presente no hace más que hablar de ti. Lo haces feliz, querida. ¡Date cuenta!
Anonadada, le miré y luego hablé: —Espera, espera, espera, ¿escuché bien? ¿Dijiste hermano? —Asintió una vez con la cabeza. Les observé con detenimiento, y, el resultado fue positivo—. ¡Vaya!
—Por cierto, me llamo Paola, aunque todos me dicen Nina, por mi segundo nombre —Ella sonrió. Le devolví el gesto—. Bueno, yo creo que el amigo y yo estamos de sobra acá, así que, como diría Jonathan Moly, bye, bye, chao, sayonara —expresó. De forma simultánea, haló a mi primo por el brazo.
—Debí contarte sobre Nina. De ese modo nos evitaríamos inconvenientes —reconoció, antes de darme un abrazo—. No soy tan cruel como para lastimarte, cariño.
—De modo que… Es real, ¿no? Hablo de la conexión entre los dos —Él sonrió en respuesta.
—Claro que lo es —respondió sin dejar de sonreír. Se separó del abrazo y me miró fijo por unos segundos—. Yo te quiero, Stefanía, y lo digo en serio.
Asombrada por lo que ocurría, me atreví a responderle: —Te quiero, José Miguel. No te imaginas cuánto.
Odiaba las despedidas, eso era un hecho. Al entrar al apartamento, me encontré con Marco preparando la masa para las arepas. Le ofrecí ayuda, mas él la rechazó. —Tranquila, yo me encargo de la cena —aseguró con una ancha sonrisa en sus labios. Le miré extrañada—. Aunque si podrías estar pendiente que no se quemen, por favor, debo bañarme y...
—Ve, yo estaré pendiente —respondí.
Él sonrió y se retiró de la cocina. No obstante, se detuvo a medio camino y me miró de nuevo. —Por favor, prima, no dejes que se quemen —insistió—. Si esas arepas quedan como piedra, te las vas a comer tu sola.
—Sí, sí, como sea —repliqué. Él viró los ojos y se marchó.
Me distraje, a causa de un mensaje de texto de José Miguel. ¿Lo peor? Las arepas empezaban a quemarse, y no me habría dado cuenta de no ser por el olor que emanaba del sartén. Cuidé bastante el retirar las arepas por el aceite que, a cada rato, saltaba. Para mi desgracia, Marco salió demasiado rápido del baño.
Le di vuelta a las arepas antes de que el maestro de la cocina hiciera acto de presencia y me reprendiera. De todos modos, fue en vano.
—¡Coño! Es que yo sabía, ¡yo sabía que esto iba a pasar! —protestó. Intenté, en la medida de lo posible, no reírme—. Te pido que estés pendiente, y tú vas y te distraes con la primera gafedad que se frente a ti —concluyó.
—En mi defensa, no fue una gafedad lo que me distrajo —alegué. La ira que transmitía su mirada no era normal—. ¿Qué? Es verdad. Recibí un mensaje y…
—Y te olvidaste de las arepas, ¿no? —Bajé la mirada, avergonzada. Él negó con la cabeza—. A ti no se te puede pedir un favor porque…
Aquello me molestó. —Ok, es suficiente —repliqué, tajante. Él se quedó en silencio. Yo continué: —Me distraje, sí, es verdad. Sin embargo, me di cuenta a tiempo y pude evitar un desastre. Así que córtala con tu sermón, porque a ti no te gustaría que te echen en cara cada uno de tus errores, ¿o sí?
Abrió la boca para refutarme. Suspiró y me miró antes de hablar. —Por favor, déjame hablar. No te voy a reprochar nada más —le miré, incrédula—. Lamento regañarte, en serio. Me dejé llevar por las emociones. ¿Me perdonas?
Bufé. —Mira, ¿sabes qué? Mejor terminemos de preparar la cena porque mi estómago parece un zoológico, ¿quieres? —Él asintió—. Busca en la nevera la mayonesa y el jamón para rellenar las arepas.
Él asintió. —¡No! ¿Qué es esto que veo aquí? —exclamó de repente. Le miré, confundida—. No puedo creerlo, tienes jamón endiablado… ¡Y mantequilla!
—Ay que ver que tú si eres gafo, chico —critiqué—. Pasa eso para acá, mira que se van a enfriar las arepas.
—¿Las rellenarás con jamón endiablado? —preguntó. Los ojos le brillaban como cual niño chiquito con juguete nuevo—. ¡Sí, anda! ¡Anda, dale, di que sí!
Molesta por la ridícula actitud que tomó, le reprendí: —¿Tu eres enfermo o qué te pasa, muchacho gafo? —Él me miró en silencio. Reprimía una carcajada. Lo supe por la forma en que apretaba sus labios—. Aparte, ¿qué es eso de jamón endiablado? No mijo, esto es Venezuela, y aquí se le dice dia-bli-to, ¿si entendió o le explico con manzanitas?
Él emitió una fuerte carcajada. —Ya, ya, está bien —exclamó entre risas. Me entregó la lata de Underwood y la mantequilla—. No sé si sean vainas mías, Abigail siempre ha dicho que las arepas asadas son más sanas y tal…
—Ajá, ¿y qué con eso?
—Coye, que no hay nada mejor que una arepa frita. Son lo máximo. ¿O lo vas a negar? —Reí por tal comentario—. ¿Y te vas a reír? No vale, chica.
—Perdón, perdón, me causó gracia —respondí, entre risas—. ¿Vemos televisión? —Él asintió.
Tal cual. Nos sentamos a comer frente al televisor. Él optó por ver una película ya que no pasaban nada interesante. Luego recordé mi serie favorita, y, aunque se negó varias veces, terminamos viéndola.
Por supuesto, criticó mis gustos tanto como pudo. —Me da igual si no te gusta, a mí sí así que dale por ahí —señalé. Cuando la serie terminó, me levanté y me dirigí a la habitación. Como era costumbre, coloqué música para dormir, no sin antes darme un baño para relajar mi cuerpo de la tensión.
Aquella ducha me cayó de lo mejor. Agradecí que el “mal presentimiento” fuese pasajero. La incómoda escena vivida en el pasillo, terminó bien. Sin embargo, la discusión con Marco me molestó en gran manera.
Me coloqué el pijama, y, con Luis Fonsi de fondo, me acosté. Entoné el coro de “No me doy por vencido”, y por alguna extraña razón, una breve imagen de José Miguel a mi lado, apareció en mi mente.
—Tranquila, guapa, mañana será otro día —me dije a mí misma antes de quedarme dormida.
Al despertar, el panorama fue diferente. Era mi habitación, de eso estaba más que segura. Lo distinto, y que, por supuesto llamó mi atención, fue la diversidad de flores que yacían frente a mí, además de un peluche y un globo de helio en forma de corazón. Eso sí que me sorprendió.
No tenía idea de cómo llegaron esas cosas a mí habitación. Como pude, me levanté de la cama. Fue así que encontré la última, hermosa y más tierna escena. En la esquina de la habitación, se encontraba él, de pie y con un ramo de rosas en su mano. Se notaba nervioso, mas no impedía en lo absoluto que se viera tan adorable.
Mas yo no mostré ninguna emoción al respecto.
—Feliz cumpleaños, dulzura —susurró.
Se propuso, además, preparar mi desayuno y complacerme en todo. Es cierto que ya transcurrió un mes de mi cumpleaños. No obstante, no podía rechazar todo lo que él hacía por mí.
Hicimos desastres con la mezcla de panquecas, y con la Nutella ni se diga. En tres oportunidades, llenó mi nariz de chocolate. Por supuesto, me vengué y le rocié sirope de fresa, y le llené la cara de harina de trigo.
Marco apareció cuando menos lo esperaba. —¿Son cosas mías o aquí huele a desastre? —los dos nos detuvimos, y nos miramos por unos segundos. Con un pañuelo, limpié el desastre de la mesa. Mas en nuestros rostros quedaba la evidencia. Él, al vernos, quedó pasmado—. ¿Qué demonios pasó aquí? ¿Cómo es que empezaron a preparar panquecas y terminaron con los ingredientes en sus caras?
Le explicamos lo ocurrido. Él solo reía y decía cosas incoherentes. Cuando se calmó, nos miró, luego posó sus ojos sobre mí, con una ancha sonrisa.
—Saliste más que premiada, ¿ok? Conseguiste el billete ganador —expresó.
¿Acaso Marco pensaba que José Miguel y yo andábamos en algo? No, no. Si eso era así estaba bastante equivocado. Tendré que borrar su disco duro y resetearlo, porque, conociéndolo bien, es capaz de irse de lenguas. Ahora que lo pienso, ¿por qué carajos le armé una escena de celos de tal magnitud a José Miguel anoche si solo somos amigos? Bueno, de todos modos, terminamos confesando nuestros sentimientos.
El desayuno estuvo listo media hora después. Nos sentamos a comer. Marco salió con Valentina, su novia. En pocas palabras: Quedamos solos en el apartamento. Y esto dio paso a una serie de confesiones que jamás imaginé.
—Yo te quiero, Stefanía y me muero por ti, ¿sabías eso? —confesó mirándome—. Jamás podría hacerte daño, no me lo perdonaría. Eres demasiado importante para mí, cariño. Yo no podría mirar a otra mujer como te miro a ti.
—Yo te quiero en demasía, José Miguel. Inclusive puedo asegurarte que no tengo ojos para nadie más. No puedo estar con alguien que no seas tú. Y no me di cuenta sino hasta ayer. Te juro que pensé lo peor.
—Sí, me di cuenta, no te preocupes —espetó.
—¿Por qué somos tan idiotas?
—Te equivocas, aquí la única idiota eres tú —golpeé su brazo con un puño al escuchar eso. Él soltó un quejido. Sostuvo, de nuevo, mi rostro a escasos centímetros del suyo—. Yo no quiero perderte. Hoy más que nunca, estoy seguro de que no hay otra mujer como tú.
Se levantó de la silla para dar vuelta. Se colocó en cuclillas, delante de mí y me miró fijo. Me habló de los polos opuestos y al escucharle decir que yo soy su complemento, juro que mi corazón se aceleró.
—Nunca dudes de lo que siento por ti, Stefanía —me pidió.
Su móvil comenzó a sonar. Una decena de sentimientos encontrados recorrieron su rostro mientras hablaba por teléfono con su padre. Reconocí algunos, como la ira y el dolor, y, después de que se hubo serenado, la expresión de sus facciones pareció traviesa.
Él estaba planeando algo.
—Oye, te conozco, ¿qué tienes en mente?
—Necesito una novia, no puedo estar solo. De hecho, el librito lo dice, “no es bueno que el hombre esté solo” —citó.
—La Biblia, querrás decir.
—Eso mismo. Lo cierto es que me urge una novia, chica —repuso. Me miró con detenimiento, luego sus ojos brillaron como nunca antes—. Y creo que ya la encontré.
—¿De qué hablas? ¿Por qué me miras así? —cuestioné.
—Porque tú serás mi novia.
Mis ojos salieron de sus órbitas al escuchar semejante locura. —¿Qué yo qué?
—Lo que escuchaste —contestó, sin decir más.
El reloj marcaba las seis de la tarde. Nos dirigimos a la habitación y me tumbé en la cama. Le vi la intención de dejarme sola, por lo que me apresuré a hablar. —Quédate —pedí con dificultad.
—Lo haré —prometió. Su voz sonaba tan hermosa como una canción de cuna—. Como te dije antes, me quedaré si te hace feliz.
Negué con la cabeza. —No es lo mismo —mascullé.
Se echó a reír. —No te preocupes de eso ahora, cariño. Podremos discutir cuando despiertes. —Sentí sus labios en mi oído cuando susurró—: Te quiero.
—Yo también te quiero.
Una suave risa salió de sus labios. —Lo sé.
Ladeé la cabeza y, él, como siempre, adivinó lo que perseguía. Sus labios rozaron los míos con suavidad.
—Gracias —suspiré.
—Siempre que quieras.
Comencé a murmurar cosas sin sentido, de pronto. —Duérmete, mi vida —me tranquilizó, acunándome en sus brazos, contra su pecho, y floté. Las últimas palabras que oí fueron—: Duérmete ya, amor.
El domingo fue un fiasco. Sin embargo, salió algo bueno. La compañía de José Miguel mejoró mi estado de ánimo y él lo sabía. Por otro lado, no dejaba de darle vueltas al asunto del noviazgo ficticio. Tenía miedo. No quería fallarle.
—Esta farsa me carcome, yo soy un asco para mentir, se darán cuenta. —expresé.
—¿Te arrepientes?
—No, me arrepiento. Mas bien tengo miedo.
—¿A qué, mujer?
—A que no funcione, a que no salga bien, a que se den cuenta y… ¿Por qué no mejor les dices la verdad y ya? Tampoco es que sea una tragedia estar solo.
—No pasará nada grave, amor, tranquila.
Me abrazó y depositó un beso en la frente.
La semana transcurrió casi a la velocidad de la luz. El cansancio aumentó. Pocos eran los días que podía descansar. José Miguel nunca se separó de mi lado. Cuando llegó el fin de semana, me llené de terror. Según él, sus padres solo estarían hasta el sábado. Nos llevamos la grata sorpresa de que no sería así.
Al verlos llegar, comprobé que José Miguel era la copia fiel de su padre. Nos presentamos aquel viernes y acordamos que la cena sería el domingo en la noche. Yo solo esperaba que los nervios no me traicionaran. O moriría de vergüenza.
Su familia era un amor. Empezando por Eloísa, su madre. Llena de bondad y ternura. De todos modos, José Miguel me advirtió que lo mejor era no hacerla molestar. Su rostro tenía forma de corazón y su cabello color negro era ondulado. Era pequeña y delgada. Sus facciones eran suaves. Martín, en cambio, era más joven, alto y su contextura era un poco más gruesa. Sin duda alguna, José Miguel había heredado de él lo rubio y apuesto.
El fuerte aguacero que cayó ese día, arruinó por completo la ida al estadio. José Miguel se disculpó conmigo, por no poder cumplir su promesa. Parecía avergonzado. Lo más cumbre de todo, ¡es que lo hizo frente a sus padres! Sentí unas leves ganas de ahorcarlo.
—Tranquilo amor, no es culpa tuya —le dije, acariciando su rostro. De soslayo, noté que sus progenitores nos miraban con ternura—. Podemos ver el juego aquí en casa, ¿sí? Despreocúpate, no me voy a molestar por algo así.
—¿Lo dices en serio? —asentí. Me abrazó con fuerza. De pronto ya no tocaba el suelo—. ¡Eres la mejor novia del mundo! ¡Te adoro! —gritó eufórico. Aquello me tomó desprevenida, causó cosquilleos y una ola de emociones dentro de mí.
—Perdonen que los interrumpa, muchachos. Se me ocurre ver el juego juntos en el apartamento —sugirió Martín, el padre de mi “novio”, con una sonrisa—. Claro, si José Miguel no tiene problema con eso.
—En lo absoluto, papá, me parece genial —replicó y me miró—. ¿Tú que dices, amor?
—Está bien, me agrada la idea —sonreí.
—¡No se diga más! —exclamó alegre, Martín—. ¡Que el juego venga a nosotros!
Busqué un refresco en mi apartamento y Nina se encargó de comprar algunas chucherías. Nos sentamos todos frente al televisor de plasma. José Miguel me aferró a su pecho, debido al frío que hacía, producto de la lluvia. Por supuesto, las bromas no faltaron en ningún momento.
El juego comenzó, atrapando la atención de todos. Entre gritos de euforia y algunos abucheos, Cardenales resultó campeón. Me alegré por ello. Me causó gracia el hecho de ser la única que apoyaba a los pájaros rojos.
Una vez que el juego terminó, me levanté para despedirme de ellos. José Miguel, como siempre, me acompañó hasta la puerta de mi apartamento. Odiaba las despedidas, mas no había otra opción. Me puse de puntillas para besar sus suaves y carnosos labios.
Entré a mi apartamento y cerré la puerta con pasador, una vez que él se retiró. Estaba más que feliz. Aunque por los momentos, todo fuese una farsa, me agradaba la idea de ser su novia. ¿El motivo? Estaba enamorada de él.
Esa era la única verdad.
Enseguida recibí un par de mensajes en mi WhatsApp. Era él. Le respondí, mientras me cambiaba de ropa y al acostarme, me dispuse a ver su perfil.
Me sorprendió el hecho de que su foto era la primera que nos tomamos, una semana después de habernos conocido. Y el estado, ni se diga: El verdadero amor no se busca, él llegará a nosotros cuando menos lo esperemos. Seguido de la frase, estaban las iniciales de mi nombre.
Imité su gesto con respecto a la foto y estado. Todos colapsarían. Ya me imaginaba a los miembros del grupo familiar preguntando quien era él y pidiendo detalles. ¡Ilusos! Los únicos que tenían derecho a conocer a mi príncipe encantado eran mis padres, y, por supuesto, mi hermano.
¡Oh! Olvidé ese pequeño detalle. En mi visita a Barquisimeto, compartí mucho tiempo con Eddy, sin embargo, se me pasó mencionar que estaba conociendo a alguien. Si no lo conociera, podría jurar que mañana llegará aquí con el único propósito de averiguar quién es el sujeto que ha robado el corazón de su pequeña hermana.
Y en efecto, así fue.
A la mañana siguiente, desperté por los fuertes golpes en la puerta del apartamento. Escuché a Marco gritar e insultar al responsable de hacernos despertar tan temprano. Miré mi celular para verificar la hora y gemí. ¿Quién demonios se atrevía a tocar la puerta a las 09:00 de la mañana?
Minutos después, mi primo abrió la puerta de mi habitación. —Tienes visita —se limitó a decir.
—Ahorita voy —contesté, adormilada.
Como pude, me levanté. Fui al baño para cepillar mis dientes. No obstante, terminé dándome un baño. Me cambié de ropa por algo más casual. Me peiné y salí al encuentro con mi visitante. Debo admitir que albergaba la esperanza de que se tratara de mi príncipe. Mas al ver de quien se trataba, no pude hacer más que saltar y abrazarle.