Recuerdo aquella vez que fuimos víctimas del reencuentro a corto plazo. Yo pasaba por el pasillo principal de aquella vieja cafetería, perdida en el tiempo y el espacio, tratando de comprender la dicción de mi entorno, alejando de mí la frialdad inherente en mi mirada y, de repente, estabas allí: sentado al final del pasillo, inmerso en tus pensamientos, ideando un nuevo verso que, poco a poco, se haría brotar de tus dedos. La sorpresa de tal impresionante hallazgo hicieron que mis ojos se posaran primero en tu cabello despeinado, luego en tu camiseta negra y, por último, en tus ojos que lentamente se cruzaron con los míos. Fue allí cuando enviaste tus cuervos a picotearme las entrañas. Donde los recuerdos de aquellos sentimientos no correspondidos pidieron a gritos ser liberados y la angustia de saber que al no negarles su derecho, estos se asomarían como gotas de rocío en mis comisuras oculares. La dicha en ambos fue indudable pero, el vaivén del momento, el bullicio de la incertidumbre, el temor a lo impredecible, el futuro que se alegaba con trazos inhóspitos, nos hizo separarnos y pretender que sólo fue una fantasía vivida entre dos extraños.