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Aunque el Sr. Sikes presentó con gran bomba y platillos a sus recién adquiridas fieras, el público, aunque no ocultó el temor que les transmitía la inusual irritabilidad de las bestias, algunos protestaron entre sí al ver el lamentable estado de los felinos.
Estos leones africanos, cuando se percataron de las intenciones de Pon-pon, sin vacilar por su desesperada hambre, con ansiedad se arrojaban hacia las alturas en busca de atrapar al payaso. En algunas ocasiones, aquellos saltos que eran hecho con más vigor, las filosas zarpas casi rozaban la tensa cuerda que pronto sostendría al bizarro payaso. No había margen para errores.
Pon-pon con éxito deleitó en sus primeras pasadas al caminar y hacer malabarismo sobre la peligrosa cuerda floja, asustando a más de uno cuando los salvajes se desesperaban al sentirlo tan de cerca. Una de las partes más difíciles de su acto estaba por iniciarse: manejar un monociclo y repetir sus osadas acrobacias.
Con gran seguridad, Pon-pon mostraba una inusual maestría, haciendo creer para su público que sus acrobacias eran cosa fácil para cualquiera. En el momento que se detiene en la mitad del trayecto para comenzar con la parte más dificultosa de su acto, Macario, aprovechándose de la concentración hacia la pista que tenía quienes le rodeaban, armó su resortera con la piedra más grande y filosa que logró recolectar.
Haciendo uso de sus perversas habilidades, apuntó con una sádica sonrisilla a la frente de Pon-pon. En menos de una fracción de segundo después, al unísono todo el circo tembló al retumbar una profunda expresión de preocupación cuando vieron caer al payaso de su monociclo. Con agilidad, Pon-pon alcanzó con su diestro brazo sujetarse firmemente de la cuerda, y aprovechándose de la ligera distracción que sufrieron los leones al caerles sobre sus cabezas el monociclo mientras se balanceaba, pudo ver cómo el mocoso del tirachinas le apuntaba de nuevo, comprendiendo ahora quien le había asestado en la sangrante sien.
Mirando la frialdad de Macario, antes de que los leones repitieran un mortal zarpazo, otro impacto ciega brevemente al estrellarse un guijarro en medio de sus ojos, cayendo de bruces entre los desesperados felinos.
Jeremías acompañados de otros payasos, intentaron desesperadamente salvar al arriesgado malabarista. El látigo y chorros de agua fueron insuficientes ante los decididos animales que despedazaban las carnes a jirones del pobre Pon-pon, escuchándose cómo el público abandonaba alocadamente la gran carpa, al mismo tiempo que la animada música cirquense continuaba ignorando la tragedia que sucedía en la pista principal.
-¡Sr. Sikes! – dijo Jeremías - ¡Traiga la escopeta! ¡Mate a esas fieras!
-¡Vamos, mi domador! ¡Tú puedes con ellos! – y musitando para sí: “ni loco mataría a esas bestias, muy pronto me harán millonario”.
Hambrientos y atacando el cadáver del payaso con un desenfreno similar al de las pirañas, el decapitado y roído cráneo rodó hasta el pie de las altas rejas de la jaula.
Macario se separó de las manos de su abuela cuando la estampida del público abandonó la carpa. Acercándose para disfrutar de su pérfida obra, observó muy complacido aquella cercenada cabeza, asestándole un guijarro que llegó a vaciarle un ojo que no ocultó el terror antes de perder su luz.
Uno de los empleados del circo llevó en brazos a Macario fuera, donde luego de un par de horas de búsqueda, la angustiada anciana al fin logró abrazar a su nieto.
Camino a casa, el pilluelo brincaba de gusto, imitando a los leones y despavoridos gritos de angustia de Pon-pon al ser devorado. La abuela le detuvo unos metros antes de llegar junto a la familia, prohibiéndole mencionar detalle alguno sobre esa desastrosa función de circo.
-Recuerda que fuimos escapados de tu mamá – le dijo la abuela -. Mi hija no me perdonaría si sabe lo que nos ocurrió hoy.
-Esa no se va a enterar, puedes estar tranquila.
Con renovados ímpetus, Macario esperó la señal de la anciana para poder llegar a su cuarto, donde supuestamente cumplía con un merecido castigo.
Tan feliz estaba por sus macabras acciones, que este pequeño truhán casi no pudo conciliar el sueño, apenas consiguiendo cerrar sus inquietos ojos cuando el resplandor del alba tocaba los turbios cristales de su ventana.
Poco después, su madre le despertaba, y con un adormecido sopor, sometido por los insistentes reclamos matutinos, acudió arrastrando los pies hasta su desayuno.
El crujiente cereal fue generosamente esparcido en el plato hondo, uno preferido de Macario, quien aún somnoliento le colmó con una taza de leche y un tanto de azúcar.
Distraído, mientras mezclaba el cereal, con asombro ante sus lagañosos ojos miró a unos pequeños payasitos que nadaban en su comida, haciéndoles claras burlas, tal como solamente lo saben hacer esos divertidos personajes.
Un grito del mocoso atrajo la atención de su madre, y atendiendo extrañada la conducta del muchacho, no pudiendo entender lo que intentaba señalarle.
-¡Mamá! ¡Allí, en el plato, hay un montón de payasitos!
-Pero Macario. Todavía estás dormido. Velo bien, son las mismas figuritas de animales de todos los días.
Espabilándose mejor, tal cual lo dijo su madre, se encontró con una loza repleta de cereal.
-Entonces, fue una pesadilla – murmuró Macario.
Un par de generosas cucharadas de su desayuno calmaron sus ánimos, pero de pronto, al intentar masticar la tercera de estas, unas cosas repentinamente bailaban sobre su lengua. Un puñado de payasitos, con escandalosas risillas brotaron de la angustiada boca del chiquillo.
Los gritos que imploraban la atención de su madre preocuparon a toda la familia, viendo estos un montón de leche revuelta con el cereal que se desparramaba sobre el mantel de la mesa.
Tembloroso, la hora de ir a la escuela había llegado, abandonando la casa para cumplir con sus obligaciones estudiantiles, aliviado por dejar atrás tan extraña experiencia.
En el colegio, se reanudaron sus bríos al ver cómo el tema que resaltó aquel día fue la tragedia de Pon-Pon. Algunos de sus compañeros, testigos de la funesta función, ponían al tanto a los demás. Macario, gozoso por esa vivencia, fue el más solicitado, gracias a su entusiasmo por relatar a detalle lo que todos querían saber. Claro está, supo ocultar, más no le fue fácil, el decir quien había sido el responsable de tan atroz tragedia.
Al culminar las horas de clase, y regresar a casa, cuando dejó sobre la cama el bulto escolar, con terror descubrió en un rincón de su habitación un payaso de felpa, casi tan grande como él, regalo de su abuela.
-Te vi tan entusiasmado con lo que le pasó a Pon-pon, que decidí regalarte ese muñeco.
Sin palabras, confundido aún, se retiró a jugar con sus amigos en las afueras.
Faltando a sus tareas, Macario se preparó para dormir, atacado por un profundo cansancio por no hacer descansado bien desde la noche anterior.
Dormido, pasando por su mente intranquilos sueños, un ruido a media noche le sacó de su descanso. En el closet, unos apagados rugidos de leones, amenazaban al escucharse cada vez más cercanos. Pronto, el rasguñar la parte interna del closet, acabó con destruir el valor del temeroso muchacho. Cubriéndose con la temblorosa sábana, se dio cuenta que le era imposible pedir socorro. Agudizando sus sentidos al máximo, una blanda mano aferró con firmeza el extremo de la sábana que le protegía, cediendo al mismo tiempo que una burlesca carcajada retumbaba siniestramente por toda la habitación.
Aquel payaso de felpa, al ritmo de la música del circo, jugaba y danzaba con la sábana de Macario, quien ahora descubierto, se apretujaba las rodillas al aprisionarlas contra su pecho que difícilmente sostenía a un corazón desbocado.
El felpudo, con una eterna sonrisa y cómicos tropezones, amagó con abrir el armario, puerta que batía al estremecerse con colosales golpes que a duras penas retenía en su interior. Inesperadamente, la abuela entró a la alcoba, encontrando en el suelo al payaso envuelto con la cobija, y a un aterrado nieto, mudo por la terrible impresión vivida.
-Mejor guardaré este payasito en el closet – dijo la anciana.
-¡No abuelita, no lo hagas! ¡NO!
Mecánicamente, sin comprender la advertencia de su consentido, fue arrojado al interior del closet el pintoresco muñeco.
-¿Qué te pasa? No hay nada, puedes verlo por ti mismo – así le mostró al mismo tiempo que abría de par en par ambas puertas del armario, encontrándose un montón de ropa sucia con un muñeco de trapo sobre estas.
Otra noche de insomnio acompañó a Macario.
En la última hora que disponía para dormir, logró conciliar algo de sueño. Al perezosamente levantarse, y tratar de calzar sus zapatos, un grito alertó a toda la familia, que acudió a la recámara de Macario al no cesar e ir en aumento la intensidad de estos alaridos.
-¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mira mis pies! ¡Míralos!
-Yo no te veo nada – intenta la madre consolarlo.
Enormes pies de payaso le habían crecido, blancos como la cal; más parecía que solamente él podía darse cuenta del cambio. Extraña la maldición de Pon-pon.
Caminado entre imparables sollozos, viéndose las uñas de sus deformes pies resaltar por tener diferentes y llamativos colores, al fin pudo verse el rostro en el espejo del baño.
Otro alarido, peor que el anterior, es atendido por los miembros de la casa. Una boca que se abría hasta sus orejas en eterna sonrisa, de un intenso rojo escarlata, acompañado de una esférica nariz carnosa de igual color, resaltaba sobre la increíble lividez de su rostro. Palpándose ante el espejo su desfigurada cara, comprueba con horror que no era ningún maquillaje; era tan real, tan verdadero...
Sin poder creer lo que veían sus ojos, al mostrarse ante sus seres queridos, estos se desternillaron de la risa ante el payaso natural que exhibía una comiquísima panza blanca como una nube, que se inflaba tal cual un globo cada vez que respiraba. Hasta su querida abuela tuvo que sentarse en el piso, al lado del retrete, atacada por las intensas carcajadas de burla que señalaban a su nieto. Los nervios de Macario fueron asaltados por la animada y atormentante melodía de una música del circo que sólo él podía escuchar.
Aunque la hilarante familia veía a la abuela sufrir un fulminante paro cardíaco, no pudieron contener las risas que les producía el nuevo aspecto del mocoso de la casa.
Escabulléndose horrorizado y confundido, casi desnudo en la calle, dejaba a su paso burlas, risas y escandalosas carcajadas entre los transeúntes con los que se topaba.
Intentando ocultarse de la gente, se internó en un monte cercano a su casa. Arrodillado, entre lastimosos sollozos, Macario daba oídos al viscoso relamer de un par de leones, dispuestos a devorar sin misericordia sus carnes; aunque también logró percibir la mal disimulada risa del Sr. Sikes oculta en la maleza. De nuevo, el tema musical del circo iba presagiando con sus alegres armonías algún funesto final.
Sin poder evitarlo, las temibles fieras juguetearon con la graciosa presa, hincando sus garras en su ya desinflada y sangrante barriga, mordisqueando y dejando guiñapos de sanguinolento pellejo. Estremecido por un agotador sufrimiento, los suplicantes chillidos que emergieron con desespero de su alma por varias horas, nada más servían para animar a los felinos a continuar con lo que les ordenaba su instinto.
Pasaron varios días antes de encontrar algunos putrefactos y pálidos despojos de Macario, descubiertos por un indigente que recorría aquel abandonado terreno.
Desde entonces la madre de Macario, conserva sobre una repisa de la cocina para su disfrute diario en un enorme frasco cristalino rebosante de formol, lo único que dejaron los hambrientos leones: la cómica y magullada cabeza de bufón del pobre Macario.
FIN.
Thomas Flores