Cada jueves, a la caída del sol, José se dirigía con entusiasmo a la piscina municipal. Era el día más esperado de la semana para él, un oasis en medio del bullicio cotidiano. Con su mochila al hombro y su traje de baño en la mano, José caminaba hacia las instalaciones con una sonrisa que parecía inamovible.
Desde pequeño, el agua había sido su lugar feliz. En las clases de natación, encontraba no solo un deporte, sino una forma de conexión con algo más grande. Al entrar a la piscina, sentía una calma que lo envolvía; el ligero olor a cloro y el sonido de las salpicaduras eran como música para sus oídos.
Su entrenador, el señor Ramírez, siempre lo recibía con un saludo cálido y una mirada de aprobación. José admiraba al señor Ramírez por su paciencia y dedicación, y había aprendido mucho bajo su tutela. Cada clase era una nueva oportunidad para mejorar su técnica, superar sus propios límites y, sobre todo, disfrutar del simple placer de nadar.
En el agua, José se sentía libre. Las tensiones del día se disolvían con cada brazada, y la sensación de deslizarse sobre la superficie le daba una sensación de poder y libertad. Le encantaba la sensación de sumergirse, de dejarse llevar por la flotabilidad, y de emerger sintiéndose renovado. Sus amigos en las clases también compartían su pasión, y juntos formaban un grupo unido por la alegría de nadar.
Después de cada sesión, José salía de la piscina con el corazón ligero y una sensación de logro. Le encantaba el ritual de secarse, charlar con sus amigos y planear la próxima semana. Los jueves de natación eran su fuente de energía y motivación, un recordatorio constante de lo que significaba dedicarse a algo que verdaderamente amaba.
Y así, cada semana, José continuaba su ritual, sabiendo que cada jueves le esperaba el abrazo acogedor del agua y la promesa de un nuevo desafío por superar.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.