El sol se filtraba entre las hojas del viejo paraíso que custodiaba el patio de la casa de Don Ernesto. Cada domingo, como un reloj bien ajustado, los hijos y nietos llegaban cargando ensaladas, panes caseros y, cómo no, alguna botella de vino. Pero todos sabían que el corazón de la reunión no estaba en esos detalles, sino en las manos curtidas de Ernesto, el patriarca de la familia y maestro indiscutible del asado.

Ernesto, a sus 78 años, caminaba lento pero con un porte firme, llevando el delantal de cuero como si fuese un manto real. Con el ceño fruncido, inspeccionaba la parrilla que, años atrás, había construido junto a su hijo mayor. Allí estaba, fiel, con sus marcas de fuego y grasa que narraban décadas de domingos llenos de risas, anécdotas y asado.
Mientras la leña ardía, los nietos jugaban al fútbol en el pasto, con risas que parecían música de fondo. Sus hijas, María y Clara, picaban tomates y cebollas para la ensalada criolla, mientras se ponían al día sobre sus semanas. Ernesto escuchaba de reojo las conversaciones y, de vez en cuando, lanzaba un comentario bromista, haciéndolas reír y rodar los ojos al mismo tiempo.
Cuando las brasas estuvieron listas, Ernesto comenzó su ceremonia. Cortó las tiras de asado con precisión quirúrgica y las colocó sobre la cuidado casi reverencial. El chorizo y la morcilla siguieron, acomodados estratégicamente como si fuera un tablero de ajedrez.
Cada tanto, uno de los hijos intentaba acercarse con intenciones de "ayudar". Ernesto, sin levantar la vista, decía:
—A ver, che, todavía no estás listo para tomar el mando. Algún día, pero no hoy.
La magia del asado estaba en la paciencia, decía siempre. No se trataba solo de la comida, sino del tiempo compartido, del humo que subía como testigo de las historias y los abrazos.
Horas después, el banquete estaba servido. Ernesto observaba a su familia reunida, saboreando cada bocado, y sentía que ese momento era su legado. Tal vez no dejara grandes riquezas materiales, pero cada domingo les entregaba algo más valioso: el calor del hogar, el aroma de la tradición y un recuerdo que viviría en sus corazones mucho después de que él ya no estuviera.
Y así, entre el crepitar de las brasas y el eco de las risas, Don Ernesto sellaba una vez más su pacto con la vida, con la familia y con ese domingo eterno que nunca dejaba de renacer.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.