La fiambrería de Roberto

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En un rincón del vibrante barrio de San Telmo, se encontraba una pequeña fiambrería que había ganado una reputación inigualable: la fiambrería de Roberto. Con su fachada antigua y su cartel de madera desgastado por el tiempo, el local desprendía una calidez y una autenticidad que invitaban a entrar.


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Roberto, el dueño, era un hombre de mediana edad con un bigote impecablemente cuidado y una pasión desbordante por la charcutería. Desde joven, había aprendido el oficio de su abuelo, un maestro en el arte de curar carnes y preparar embutidos. Decidido a honrar ese legado, Roberto había trabajado incansablemente para perfeccionar sus productos y ofrecer la mejor charcutería de la ciudad.

Cada mañana, el aroma de jamones ahumados, salames y quesos finos se extendía por las calles cercanas, atrayendo a una clientela fiel y diversa. Los vecinos del barrio, los turistas curiosos y los conocedores de la buena comida se daban cita en la fiambrería, creando un ambiente de camaradería y alegría. Dentro, las estanterías de madera estaban repletas de productos artesanales, cuidadosamente etiquetados y presentados.


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Un día, Marta, una joven chef en ascenso, entró en la fiambrería en busca de ingredientes para una cena especial que tenía planeada. Al cruzar la puerta, fue recibida por Roberto con una sonrisa y un cordial "buenos días". Marta, impresionada por la variedad y la calidad de los productos, le explicó a Roberto que estaba buscando algo único para sorprender a sus invitados.

Roberto, siempre dispuesto a compartir su conocimiento, le recomendó un jamón serrano curado durante 24 meses, acompañado de un queso azul de producción local. Con una habilidad adquirida con los años, cortó finas lonchas de jamón, dejando que el aroma y la textura hablaran por sí mismos. Marta, encantada por la dedicación y la atención al detalle de Roberto, decidió llevarse también un poco de salame picante y algunas aceitunas marinadas que le había sugerido.

La cena de Marta fue un éxito rotundo, y la noticia de la fiambrería de Roberto se extendió aún más. Pronto, chefs y gourmets de toda la ciudad comenzaron a visitar el pequeño local en San Telmo, buscando esos sabores auténticos y la calidad excepcional que solo Roberto podía ofrecer.

A pesar de la creciente fama, Roberto nunca perdió el toque personal que caracterizaba a su negocio. Conocía a sus clientes por su nombre y recordaba sus preferencias. Siempre estaba dispuesto a contar la historia detrás de cada producto, transmitiendo su pasión y conocimiento a todos los que cruzaban la puerta.

La fiambrería de Roberto no solo era un lugar para comprar charcutería; se había convertido en un punto de encuentro, un lugar donde se compartían historias, recetas y risas. Para los habitantes de San Telmo, y para muchos más allá del barrio, la fiambrería de Roberto era sinónimo de tradición, calidad y calidez.





Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.

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