José, un hombre de costumbres peculiares, encontraba un placer inigualable en visitar los aeropuertos. No era un piloto, ni un viajero frecuente, pero los terminales aéreos ejercían sobre él una atracción magnética.
Cada vez que cruzaba las puertas automáticas, su corazón latía al ritmo de los motores de los aviones. El zumbido constante de las turbinas se convertía en su banda sonora personal. José no necesitaba un boleto para sentirse parte de ese mundo. Simplemente, se perdía entre las multitudes, observando a los pasajeros apresurados, las maletas rodantes y las pantallas de información parpadeantes.
En el aeropuerto, José se sentía como un explorador urbano. Cada terminal era un nuevo territorio por descubrir. Se adentraba en las tiendas libres de impuestos, examinaba los mapas de rutas y se maravillaba ante los destinos exóticos. A veces, incluso se atrevía a probar la comida de los puestos de comida rápida, imaginando que estaba degustando platos típicos de lugares lejanos.
Pero su verdadera obsesión eran las ventanas. José se plantaba frente a los enormes cristales y observaba cómo los aviones despegaban y aterrizaban. Cada despegue era un momento de éxtasis: el rugido de los motores, las ruedas levantándose del suelo, la sensación de libertad. Y cuando un avión tocaba tierra, José imaginaba las historias de los pasajeros que regresaban a casa o partían hacia aventuras desconocidas.
Un día, mientras esperaba su vuelo a ninguna parte, José conoció a Elena, una azafata con ojos cansados pero sonrisa amable. Elena compartió con él historias de cielos estrellados, tormentas inesperadas y pasajeros excéntricos. José quedó fascinado por su relato y soñó con acompañarla en uno de sus viajes.
Pero, por ahora, José seguía siendo un espectador silencioso en el aeropuerto. Se sentaba en los bancos de metal, con su café en mano, y contemplaba el ir y venir de las almas viajeras. Para él, los aeropuertos eran más que meros edificios de concreto y acero. Eran puertas hacia lo desconocido, senderos hacia la aventura.
Y así, José continuaba su peregrinaje aéreo, sin equipaje ni destino fijo. Porque, para él, el verdadero placer no estaba en llegar a algún lugar, sino en el viaje mismo. Y en cada aeropuerto, encontraba un pedacito de su propio cielo.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.
Me gustó mucho la historia, creo que José aprendía del camino de los otros viajeros, mientras hacía su propio viaje sin equipaje. Gracias por la lectura tan refrescante.
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