Había una vez un niño de 10 años llamado Andrés. Desde muy pequeño, sus ojos brillaban cada vez que veía una carrera en televisión. La velocidad, la adrenalina y el rugido de los motores lo fascinaban. Su habitación estaba llena de pósteres de autos de carreras y pistas en miniatura donde solía imaginarse conduciendo a toda velocidad.
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Una tarde, después de ver una emocionante carrera de Fórmula 1, Andrés se acercó a su papá con determinación. “Papá, quiero ser piloto de carreras. ¡Enséñame a conducir!”, dijo con un brillo especial en los ojos. Su papá, sorprendido pero orgulloso de la pasión de su hijo, decidió apoyar su sueño.
Los fines de semana, ambos iban a una pista de karts cerca de su casa. Andrés, con su pequeño casco rojo, se subía al kart y escuchaba atentamente los consejos de su papá. Aprendió sobre las curvas, la aceleración y cómo mantener la calma bajo presión. Poco a poco, su habilidad y confianza fueron creciendo.
Andrés no solo entrenaba en la pista, sino que también estudiaba sobre los grandes pilotos y sus técnicas. Leía libros, veía documentales y siempre estaba buscando cómo mejorar. Su pasión y dedicación eran inquebrantables.
A los 14 años, Andrés participó en su primera competencia de karts. Con el corazón latiendo a mil por hora, se alineó en la parrilla de salida. Recordó las palabras de su papá: "Confía en ti mismo y diviértete". Y así lo hizo. Condució con precisión y valentía, terminando en el podio.
Esa victoria fue solo el comienzo. Andrés continuó trabajando duro, enfrentando desafíos y nunca perdiendo de vista su sueño de convertirse en piloto de carreras. Y aunque el camino era largo y a veces difícil, Andrés sabía que cada curva y cada carrera lo acercaban un poco más a su sueño.
Con el apoyo incondicional de su papá y su inquebrantable pasión, Andrés siguió persiguiendo su sueño, demostrando que, cuando realmente amas algo, no hay límite para lo que puedes lograr.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.