Una tarde cualquiera, la señora X, limpiaba la biblioteca de su casa acompañada por sus hijas adolescentes, Fulanita y Menganita. Entre tanto polvo, la sensible nariz de la señora X, ya se parecía a la de Rodolfo, el reno del cuento navideño. Hurgando distraídamente, tropezaron con los antiguos álbumes que permanecían rezagados en el fondo del librero.
Uno blanco que exhibía a una parejita en la portada atrajo la atención. La curiosa Menganita lo abrió y explotó en carcajadas. “Esto es del año de María Castaña”, exclamó divertida, al tiempo que extendía una fotografía de sus padres a su sorprendida hermana. “Qué increíble mamá ¡Qué pasada de moda! Tremendo copete”, dijo Fulanita. “Dígame mi papá... En vez de lucir como el novio parecía el mesonero”. Los despiadados comentarios se sucedían -mientras una a una- iban pasando las páginas.
El olor a ácaros era insoportable. Nada que un tapón de Vick Vaporub no pudiera controlar, se consoló la señora X. Sabiamente corrió a buscar la pomada. Mientras, se preparaba sicológicamente para ser el blanco de las burlas.
“¡Qué vestidos! ¡Qué ridículos!”, exclamaron el par de jovencitas. Un suspiro de ¿nostalgia o de resignación?, escapó de la señora X. Animada por las hijas, se atrevió a dar una miradita a los alegres rostros de las fotografía. Un brinco alarmó a las muchachas. “A pues mamá... ¿te volviste loca?”, la increparon. “¡Caramba!”, contestó la señora X consternada. “Es que ésta que aparece aquí ya se murió y éste otro se fue de Barquisimeto, se casó con una gringa y ahora vive en el norte”, profirió la señora X, con la faz contrariada. “Es que el tiempo y la crisis no perdonan...”.
Muchas cosas habían pasado aquella tarde de diciembre en la que contrajo matrimonio. Como preludio al desastre, la primera estación había sido la peluquería. Recordó que su mamá había ordenado a la estilista que le colocara unos ganchitos con goma, que según ella, la harían lucir espectacular. Nunca pensó la madre de la novia que el naturalmente rizado cabello castaño rojizo de la señora X, se vería mejor en un look menos dramático.
Le pintaron las uñas, la maquillaron y, finalmente, horas más tarde, mucho más tarde, entre bostezos, le quitaron los engorrosos “bichitos”. Con un peine de cuatro dientes le amoldaron la melena y la colocaron frente al espejo para que admirara el estilo que sólo podía tildarse de africano. Hasta ese momento sus hermanitas que eran parte del cortejo habían contenido las carcajadas. Sin embargo, el grito de angustia de la señora X fue el primer paso para que las risotadas llenaran el establecimiento.
Entre lágrimas y amenazas de cancelar la boda logró, a duras penas, que su madre diera una contraorden. No obstante, justo en ese momento se fue el agua. ¡Qué tragedia! En una esquina, un tobo solventó la apretada situación. Armada con el secador -cual guerrera troyana, la atribulada peluquera- le secó el cabello y le colocó el tocado de flores. Satisfecha, la novia aprobó el resultado.
Un vistazo al reloj les recordó el retraso. No tendría tiempo ni para ducharse. ¿Dónde quedaría aquel famoso baño de novia? Tendría que dar “el gran paso”, mugrienta. Sin pensarlo dos veces corrió a engalanarse con el bonito vestido color champaña. El ajustado modelo se negaba a encajar en el sudoroso cuerpo. Una serie de palabrotas saltaron de su boca. No era la imagen de la dulce enamorada. Un exorcismo hubiera sido más apropiado. Dos horas más tarde de lo pautado, llegó a la iglesia. Entre temblores, hecha una tormenta interior recorrió el pasillo, mientras sus labios perfilaban una dulce sonrisa que pretendió aplacar las furibundas miradas del novio, su papá y para remate de bromas... del sacerdote.