Después de aquél día, terminé en el bosque. Él no decía nada, ni hacía nada, sólo se limitaba a mirarme con un aíre de ansiedad y de un segundo a otro, en el momento en que parpadeaba, desaparecía, y no lo veía en días. Aprendí a guiarme con el instinto, porque era lo único que me quedaba. Todo lo demás estaba desapareciendo. Incluso yo mismo.
Cuando él aparecía, en mi mente empezaba a entonarse una melodía, una oscura melodía que me obligaba a ir a ciertos lugares a hacer ciertas cosas, cosas que no quería hacer, pero solo bastaba que él acercara sus tentáculos a mí, y esa sensación se diluía rápidamente. Hacía mis cosas rápida y silenciosamente, y muchas veces, me di cuenta de que no era el único con aquella melodía en la cabeza, no era el único que había vendido su alma, no, no lo era. Pero no me importaba, no era asunto mío. Yo sólo me concentraba en no olvidar como respirar y pasar lo más desapercibido posible.
Me pregunto si aún me quedaba algo de cordura.