Bogotá es invariablemente dos ciudades: una habitada por gente que siempre va de prisa; cada uno sumergido en sus pensamientos, empacados como al vacío en un Transmilenio; corriendo casi siempre para llegar a tiempo a algún lugar después de un interminable trancón, comiendo de prisa y respirando por la inercia que causa esa rutina autómata que consume a todo habitante de una urbe fría. La otra es básicamente el inframundo; lleno de almas encerradas en cuerpos consumidos por viajes cortos, montados en algún polvo blanco, un improvisado cigarro o un tarro de pegante. En el día se camuflan entre los demás. En la noche ellos son la ciudad.
Un viaje, otro más. Así, con el paso de los días, meses, años y las sensaciones, los huesos se van asomando claramente a la piel, los ojos se van ensombreciendo como la piel que se va cubriendo de mugre, sudor, heridas, olvido y tiempo…de ganas de conseguir dinero al costo que sea para consumir; de consumir para seguir viviendo y de vivir para volver un día a casa desde el infierno.
EL CAMINO DE REGRESO.
12 de marzo de 2016:
A unas cuadras de la estación de Transmilenio de Santa Lucia, en un barrio popular, lleno de recovecos y montaña, en una casa grande, fría y lúgubre se rehabilitan alrededor de 30 muchachos, de los que se olvidaron la escuela y la iglesia que hoy encerrados miran a través de la ventana. Ese día, en particular celebran el día de la mujer.
Afuera, sentado a un lado de la puerta de la iglesia está Juan. Quemado por el sol y con el pelo grueso y pegajoso. Con el valor que surge del extremo cansancio y la pena, se acerca cuando ve a alguien salir a la puerta de la fundación que veía con esperanza y timidez:
¡Ayúdenme! ¡Estoy herido!
A su paso, sale un hombre que con una mirada y sonrisa afables, de esas que la gente común tiene solo con los que aman y conocen… se acerca sin vacilar y lo abraza, como alguien que encontró después de mucho tiempo un hijo que vio nacer. Juan no puede evitar una sonrisa incomoda.
-“Me dio pena que mi pastor Sídney me abrazara y me diera un beso así como estaba yo. Todo sucio: recuerda juan”.
Los líderes de la casa, (muchachos que llevan adelantado su proceso de rehabilitación) lo revisan, descubriendo unas heridas de “patecabra” curadas con agua panela y vendadas con cinta de enmascarar, por algún improvisado “curandero” del Bronx. Con el agua corre la mugre y se puede distinguir su ojo tuerto, a causa de un atentado en el antiguo “Cartucho”, que cegó la vida de su mejor amigo. En su cuerpo se ven las huellas de los años que pasó entre el Cartucho y el Bronx, su casa desde la primera vez que consumió bazuco con su hermano, atrás del bosque San Carlos.
Los habitantes:
La casa en la que hoy funciona “FUNLEMA”, hogar de un promedio de 30 muchachos que tienen la intención de rehabilitarse, tiene una historia particular. Aunque hubo cambio de administración, esta casa ha sido testigo de decenas de historias de adicción, rehabilitación y hasta de la muerte de un usuario en 2015 por la aplicación de una “terapia de choque” que incluyó mojarlo, envolverlo en una colchoneta y propinarle varios golpes con los cuales terminó su proceso para siempre. Él, según los muchachos de la fundación es un usuario más; se le puede oír botando marcadores o bañándose de madrugada.
Los demás habitantes de la casa son como “una sopa de visajes” (un caldo que se hace con todo lo que haya a la mano). Hay desde habitantes de la calle que pasaron gran parte de su vida bajo las reglas del Bronx, Samber, 5 Huecos y ollas similares que albergan a la gran mayoría de indigentes de la ciudad; otros más cercanos a sus familias pero que han caminado entre la casa, la olla, la cárcel y una que otra casa de reposo. Como Pablo Díaz.
“Pablito” como le gusta que lo llamen tiene 27 años. Este joven alto, grueso, moreno de sonrisa despreocupada tiene ese brillo extraño en la mirada que distingue a los sobrevivientes. Y es que ha sobrevivido al fracaso de haber reemplazado los estudios por los corintos de marihuana, después de ser alumno sobresaliente de un colegio militar; a 4 años de cárcel entre la Costa y Bogotá además un período en el manicomio donde literalmente comió mierda. Porque quiso, por loco, por sobrevivir.
-“A la fundación llegué engañado. Mi hermanita me dijo que me iban a dar trabajo en una fábrica de arepas. Llegué un poco trabado. Y como a la vuelta hay un chuzo donde venden arepas yo le creí que la casa a donde me llevaba era donde las fabricaban. Desde ese día estoy aquí metido”.
A lo bien, lo más duro de estar aquí es el encierro. ¡Odio estar encerrado! Así me la he pasado media vida”: dice Pablito, con mucha nostalgia porque para él, la sed que produce la abstinencia, el desespero del encierro y estar siguiendo órdenes todo el día son su versión de la muerte.
En el último grupo de gente están los que apenas inician su adicción, llevados pero no tanto. Con pasos esporádicos por “las ollas”, apenas para aprovisionarse. Hijos de padres preocupados que no los quieren ver tocar fondo. Tipos como Raúl Piñeros, un muchacho simpático, con un tono de voz autoritario que le dio el ejército y esas expresiones intelectuales que dan los viajes y el estudio.
El inglés hizo que su servicio militar fuera placentero; saber un segundo idioma le permitió viajar con la milicia a Emiratos Árabes, pero la marihuana y el temor de su padre a que se perdiera lo hicieron aterrizar en FUNLEMA.
-“Convivir con personas tan diferentes, que han andado tanto la calle es muy duro. Hemos chocado mucho: desde el aseo, hasta la manera de pensar. Lo bueno es que ahora valoro la casa, la comida y los detalles de mi mamá. Sólo quiero terminar con el proceso y seguir con mi vida”.
Entre el optimismo reflexivo de unos y las ganas de morir que produce la abstinencia en el resto, está la pregunta del millón: ¿Cuándo se sabes que termina el proceso y se puede seguir adelante?
Los locos del camino:
Hay personas que viven pensando que ya todo está escrito; otros van tejiendo a punta de ensayos, aciertos y fracasos su destino.
Sídney Cárdenas y Luis Rojas son los actuales dueños de la fundación. Los dos son diametralmente distintos, y como todo lo opuesto, compatibles.
El primero es un estudiante de teología, que tenía una economía prospera en el lucrativo negocio de los juegos de azar. Un día después de meditar en que son más útiles las manos que ayudan que los labios que rezan, él y su esposa decidieron dejar el negocio de los casinos y dedicarse a la difícil labor de rehabilitar adictos a las drogas.
Como en toda empresa siempre se necesitan aliados y Sídney lo encontró en el sobrino de un antiguo socio de negocios. Luis, quien fue adicto desde los 12 años y terminó su proceso de rehabilitación a los 18. Después de eso se volvió terapeuta y reeducador.
Para él la lección más grande es que un adicto jamás deja de serlo.
“Ser adicto es como tener diabetes; usted trabaja, come, se enamora. Hace lo que quiera pero sabe que si no se cuida, la enfermedad lo puede amputar, lo puede matar.Las adicciones son un enemigo que no duerme ni abandona; hay que estar consciente de su existencia y no bajar la guardia; hay que saber que la vida si cambia, que ya no somos como los demás; exponernos a cualquier exceso físico o emocional nos puede hacer perder el poco camino que hemos avanzado”.
Amar a un adicto
Imágenes como la de un “encaminado social” abrazando con tanto amor a uno socialmente desechado, son una viva muestra de que para este tipo de labor se necesitan grandes dosis de vocación, paciencia y un amor entrañable por la humanidad.
-En la cotidianidad de la fundación, no es raro ver a Sídney abrazando y besando a los muchachos. Él se encarga de darles consejería y Teo terapia. Asegura que este trabajo lo acerca a lo que somos como sociedad y como individuos: llenos de contradicciones y prejuicios. “Es fácil enamorarse de estos muchachos y conmoverse con sus historias. Lo que han vivido hace que detrás de sus mañas, sus murallas, las reglas que tienen y la malicia que les cuesta dejar se asomen corazones maravillosos, mas compasivos y sensibles que los que la sociedad que los mira siempre desde la barrera de la indiferencia.
Paola, la psicóloga sabe mucho de eso. Ella se enamoró literalmente de un usuario, con quien hoy tiene una hija de dos años. El hombre del que ella se enamoró ha estado tres años entre la sobriedad, los procesos de rehabilitación, las recaídas, las fugas y el querer intentarlo de nuevo.
-“Cuando él está limpio, es un hombre muy inteligente y de buen corazón. Además es simpático”.
Paola, sabe más que nadie que salir de la adicción es un camino largo y tortuoso. Según estadísticas del National Institute on Drug Abuse el índice de recaída de los drogodependientes esta entre un 40 y 60 %. Aunque la adicción no se cure puede llegar a ser tratada con éxito. A la mujer que habita en esta psicóloga le importa poco eso. Cree por ella, por el amor que siente, por lo alto de su apuesta y por su pequeña hija que un día su esposo estará el punto positivo en la estadística.
Las lecciones de un adicto son muchas y variadas: para ellos, los que se quieren rehabilitar es el aceptar que tienen que saberse enfermos toda la vida; que van a recaer y que de fracaso en fracaso, van a odiarse; que después del odio viene el aprender a perdonarse y amarse; que cada uno de ellos es una esperanza hacia la posibilidad de mejorar la estadística pero sobre todo que los seres humanos más bellos pueden crecer y elevarse del peor de los pantanos.
Por: Yarley García
Buen post, te estaré apoyando, espero lo mismo, saludos desde Venezuela
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